Aguantapiedras, Bobito
Escrito por
Eduardo López
Ilustrado con fotografías tomadas
por Eduardo López
Esta es una versión del original publicado en abril de 2010, revisada,
corregida y actualizada por el autor
Si yo me estuviera iniciando en la fotografía de
aves valiéndome de la cámara de mi teléfono celular no me cabe duda que el Aguantapiedras
sería el ave ideal para mi primer ensayo. Lo digo porque es bien sabido que el
Aguantapiedras es un ave «muy mansa, pudiéndosele uno acercar fácilmente sin
que levante vuelo», según referían, con ocasión de una expedición efectuada en
1939 a la isla de Margarita, Alberto Fernández Yépez y Fulvio Benedetti, por
entonces a cargo de la laboriosa tarea de colectar aves para la famosa
Colección Phelps, quienes por cierto en esa oportunidad lo registraron con el gracioso
nombre común de Porporo (Fernández et al, 1940, p. 119).
Por otra parte, ese fiel colaborador y continuador
de la obra de William H. Phelps que fuera su hijo de igual nombre especificó,
en su libro precursor titulado Una guía
de las aves de Venezuela, que el singular apodo de Aguantapiedras «se
refiere a su naturaleza confiada, presumiéndose que no volará asustado aun
cuando se le apedree repetidamente» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 186), de
modo que mucho menos huirá de quien se le aproxime sin ademanes bruscos con el
solo fin de tomarle algunas fotos. De esto último puedo dar fe puesto que
reiteradamente me le he acercado con mi cámara a una distancia de apenas
un metro sin que el flemático sujeto se
digne a dar la menor muestra de temor, como sucedió con el de la foto que
sigue.
Esta foto fue tomada a una distancia de
aproximadamente metro y medio. En ella tal vez lo que más resalta es la cabeza redondeada
del Aguantapiedras apuntalada por un gran pico. (Fotografía tomada por Eduardo
López)
Claro que lo dicho no significa que un
Aguantapiedras silvestre pueda llegar a comer de nuestra mano, al contrario de
lo que hacen ciertos pajaritos pícaros que se acostumbran de tal manera a los
comederos que utilizamos para atraerlos que le pierden totalmente el temor a la
gente.
Kathleen Deery de Phelps, esposa de William H.
Phelps hijo, señalaba con pesar que el mote de Aguantapiedras era la «evidencia
triste de las malas costumbres de los muchachos crueles» (Deery, 1999 [1954], p. 41),
capaces de agredir al portador de ese nombre tan sólo por el mero placer de
hacerlo. Esta censurable conducta hizo que los ornitólogos Pamela Rasmussen y
Nigel Collar, en un bien documentado trabajo sobre la familia Bucconidae a la que pertenece el
Aguantapiedras, dijeran que «la más obvia y, de hecho, casi la única relación
de los Bobitos con la gente es la de servir como blanco para sus abusos»
(Rasmussen y Collar, 2002, p. 120). Bruno Manara acotaba, por su parte, que
tales agresiones gratuitas contra el Aguantapiedras habían sido la «causa de
que en la zona sur del Avila haya desaparecido hace tiempo, víctima de las
pedradas de los muchachos caraqueños» (Manara, 2004 [1998], p. 46).
Y no ha sido el único en desaparecer ya que tampoco
se ha vuelto a dejar ver por allí su primo el Juanbobo (Notharchus macrorhynchos), llamado en algunas partes «cabez’e
piedra» (Rasmussen y Collar, 2002, p. 120) porque se dice que si se les golpea
cuando están perchados giran cabeza abajo sin soltarse, como si fueran muñecos
de tiro al blanco de feria, regresando a su posición normal una vez que se les
pasa el mareo.
Estos últimos comentarios me traen a la memoria,
dicho sea de paso, una anécdota de mi padre que ilustra hasta qué punto en su
Caracas natal era popular el uso de esos instrumentos para lanzar piedras a las
aves llamados «chinas» en Venezuela y «hondas» en otros países, ya que en una
ocasión, ante un comentario que le hicieran sobre alguien que había muerto «como
un pajarito», como se decía en sus tiempos, sin inmutarse preguntó que si había
sido de una pedrada.
Este Aguantapiedras objeto de tales vilezas sólo habita
en Venezuela y Colombia, encontrándosele en casi todo el norte del Orinoco, en
el norte del estado Amazonas y al otro lado de nuestra frontera con el vecino
país (Hilty, 2003 [2002], p. 452),
conociéndosele allí también como Chacurú canela o acanelado y Buco bobito. Las
diferencias regionales, presentes sobre todo en el plumaje, han conducido al
reconocimiento de hasta seis subespecies, llegando algunos autores, tales como
los citados Pamela Rasmussen y Nigel Collar, al igual que, entre nosotros,
Robin Restall, Clemencia Rodner y Miguel Lentino, a considerar incluso que el
grupo contendría al menos dos especies denominadas una Hypnelus bicinctus, llamada así por presentar generalmente dos
bandas pectorales, si bien es frecuente que sean tres bandas, como se puede
verificar en algunas de las fotografías que ilustran este escrito, y la otra,
con una sola banda pectoral según se puede apreciar en la foto que sigue,
llamada Hypnelus ruficollis, nombre
que hace referencia al color rufo de su cuello (Rasmussen y Collar, 202, p. 117;
Restall et al, 2007 [2006], Vol. 1, p. 295-296).
Otros, como Rodolphe Meyer de Shauensee, han considerado, sin embargo, que son coespecíficos en razón de que ejemplares de uno y otro grupo se hibridizarían en las áreas donde están en contacto, pero los postulantes de la separación en dos especies arguyen que los supuestos híbridos serían en realidad juveniles e inmaduros del H. bicinctus (Restall et al, Vol. 1, p. 296).
Como colofón de este debate el Comité Suramericano de Clasificación de la Unión de Ornitólogos de América ha decidido reconocer sólo una especie hasta tanto se realicen estudios más profundos que fundamenten una propuesta de separación (SACC, 2010, Nota 8), lo cual de seguro no tardará en suceder ya que para para ello se han desarrollado y están en uso técnicas bastante precisas, basadas en la comparación del ADN de cada uno. De hecho, tengo información de una investigación adelantada por una tesista del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) cuyos resultados preliminares apuntarían hacia la confirmación de la existencia en el género Hypnelus de una sola especie con varias subespecies.
Comoquiera que resultase ser, los partidarios de ambas posiciones mantienen como componente genérico del nombre científico del Aguantapiedras la palabra de origen griego Hypnelus, que significa «somnoliento, amodorrado», lo cual hace «referencia al comportamiento letárgico» que se supone que caracteriza a estas aves (Jobling, 1991, p. 111), en tanto que el otro nombre común usual en Venezuela, es decir, Bobito, viene de la creencia que muchos tienen en cuanto a su pretendida poca inteligencia, mala fama que se extiende a otros miembros de su familia conocidos como Juanbobos y Burritos.
Un caso emblemático de tal parecer, dada la relevancia de la persona que lo emitió, fue el de uno de los más connotados ornitólogos norteamericanos contemporáneos de William H. Phelps llamado Alexander Wetmore (1886-1978), autor, entre otros muchos escritos, de una Clasificación sistemática de las aves del mundo de gran aceptación y de una enjundiosa obra en cuatro tomos sobre Las aves de la República de Panamá, quien estuvo en nuestro país en 1937 y en 1954 realizando trabajo de campo, siendo uno de los resultados de su primera visita un artículo sobre las aves del norte de Venezuela en el cual dijo respecto del Aguantapiedras lo siguiente:
«El 16 de octubre colecté dos Hypnelus bicinctus bicinctus cerca de Ocumare de la Costa que reposaban impasibles en unas perchas sombreadas abiertas debajo de la copa de árboles desplegados. Estaban perchados con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, la cola sostenida en ángulo, dándome la impresión de ser bastante lerdos y estúpidos» (Wetmore, 1939, p. 211).
A veces el Aguantapiedras se percha inclinado hacia adelante con la cola sostenida en ángulo, tal como se ve en esta foto, postura que fuera reportada en 1939 por el ornitólogo norteamericano Alexander Wetmore (Fotografía tomada por Eduardo López)
Ahora bien, la chapa de idiota no es, ni mucho menos, una exclusiva del Aguantapiedras y sus parientes cercanos, ya que la utilización de esos motes despectivos forma parte de una antigua tradición, la cual afortunadamente ya parece estar cayendo en desuso. Para muestra basta un botón, muy representativo por cierto, ya que se trata del francés Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), quien fuera un famoso naturalista autor de una monumental Historia natural en 45 tomos. Este connotado autor, referiéndose a una rapaz de nombre científico Buteo buteo opinaba que le parecía «muy estúpida, sea en el estado de domesticidad, sea en el de libertad», lo mismo que «bastante perezosa, tanto que a veces permanece muchas horas seguidas sin menearse sobre un mismo árbol» (Leclerc, 1835, Vol. 26, p. 236), es decir, casi igual a lo que estila nuestro Aguantapiedras, de modo que no es de extrañar que por entonces la rapaz de marras fuera conocida en España con el afrentoso nombre de Ave zonza, si bien hoy día se le llama más atinadamente Ratonero, ya que ratones es lo que más le gusta comer.
Con todo, mucha mayor celebridad y rancio abolengo de tontos tienen los integrantes de la familia Sulidae, llamados Pájaros bobos en español y Boobies en inglés, que significa zopencos o bobalicones, entre los cuales se encuentran nuestra Boba rabo blanco (Sula sula), la Boba borrega (Sula dactylatra) y la más conocida Boba marrón (Sula leucogaster) (verla aquí en una serie de fotos tomadas por nuestra amiga Karla Pérez: https://www.flickr.com/search/?w=11374708@N02&q=Boba%20marr%C3%B3n). Demostrativo de esa notoriedad añeja es el hecho de que ya en fecha tan temprana como 1526 la conducta pasiva de los Pájaros bobos fuera objeto de comentarios muy interesantes por parte de Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de Indias, quien explicaba el por qué de su nombre en los siguientes términos:
«Cuando las naves van a la vela cerca de las islas, a cincuenta o cien leguas de ellas, y estas aves ven los navíos, se vienen a ellos, y cansados de volar, se sientan en las entenas y árboles o gavias de la nao, y son tan bobos y esperan tanto, que fácilmente los toman a manos, y de esta causa los navegantes los llaman pájaros bobos» (Fernández, 1979 [1526], p. 169).
Pe
Esta expresión, además de su sentido literal referido al ave que es flaca a pesar de lo tragona, retrata a una «persona que aparenta ciertas condiciones como, por ejemplo, riqueza y elegancia que no tiene en realidad» (Núñez y Pérez, 2005, p. 80). De allí surgió en los años 40 del siglo XX una comedia radial de mucho éxito llamada La familia Buchipluma que, entre otras cosas, satirizaba a quienes vivían de las apariencias llegando a ocupar posiciones de importancia sin tener méritos suficientes para ello.
Pero, volviendo a aquellos tiempos en que los europeos descubrían nuestro continente, mucha peor suerte que los buchiplumas Pájaros bobos tuvieron los Alcatraces o Pelícanos (Pelecanus occidentalis) de acuerdo con lo que relataba el mismo Fernández de Oviedo de manera muy gráfica en el siguiente párrafo:
«Hay tantos de los dichos alcatraces, que los cristianos envían a ciertas islas y escollos.... en barcas y canoas, por los alcatraces, cuando son nuevos que aun no pueden volar, y a palos matan cuantos quieren, hasta cargar las canoas o barcas de ellos; y están tan gordos y bien mantenidos, que de gruesos no se pueden comer, ni los quieren sino para hacer de la grosura de ellos óleo para quemar de noche en los candiles, el cual es muy bueno para esto, y de dulce lumbre y que muy de grado arde. En esta manera y para este efecto se matan tantos, que no tienen número, y siempre parece que son muchos más los que andan en la pesquería de las sardinas» (Fernández, 1979 [1526], p. 176-177).
Y, a Dios gracias, tan horrendas depredaciones no impidieron que los Alcatraces siguieran siendo muchos en las costas americanas hasta nuestros días, para regocijo de quienes las frecuentamos.
Del Aguantapiedras y otros miembros de su familia podría decirse también que son buchiplumas ya que «presentan una imagen engañosa», con una apariencia «voluminosa, gorda y pesada» que da origen a su nombre en inglés de Puffbird, algo así como «ave hinchada», la cual es creada por sus «plumas blandas, toscas y esponjosas que apoyan perfectamente la imagen perezosa e incluso estúpida que el ave posee» (Restall et al, 2007 [2006], Vol. 1, p. 292).
Cuando encontré a este ejemplar no estaba esponjado
sino cantando. A pesar de mi presencia muy cercana detrás de él no se puso
especialmente receloso. La prueba está en que continuó allí imperturbable
dejándose tomar fotos y observar durante un buen rato (Fotografía tomada por
Eduardo López)
Pero, ¡ojo!, no conviene juzgar precipitadamente su
figura aparentemente fofa y su actitud supuestamente holgazana sin antes
ubicarnos en la perspectiva del ave, ya que, como dice el conocido adagio, las apariencias engañan. Una clave
importante del por qué de su aletargamiento nos la da la condición «críptica de
su plumaje», que hace que se confunda fácilmente con el entorno vegetal al que
es asiduo, lo cual nos habla ante todo de una estrategia de caza que, en su
caso, resulta muy eficaz, sobre todo porque a la hora de lanzarse sobre una
presa lo hace con una sorprendente agilidad que desdice de su supuesta pereza.
Por otra parte, sucede que «esta técnica de percharse inmóvil hace que estas
aves sean difíciles de ser notadas» no sólo por sus presas, sino asimismo «por
los observadores humanos así como por los depredadores» (Restall et al, 2007 [2006], Vol. 1, p. 293). De
presentarse «un ataque, su reacción será simplemente la de paralizarse», lo
cual puede que le funcione con un animal, pero obviamente no con los humanos,
siendo por ello explicable que los colectores de aves «juzgaran este altamente
adaptativo comportamiento como el colmo de la estupidez» (Rasmussen y Collar,
2002, p. 122).
El Aguantapiedras puede cazar presas en el suelo,
como lo hace el de la foto, lo mismo que en el aire y en las ramas de los
árboles (Fotografía tomada por Eduardo López)Por otra parte, los depredadores de los adultos, si los hubiere, deberían ser pocos ya que las aves de esta familia, según parece, «no son especialmente comestibles, y a lo mejor su remarcable naturaleza confiada e imperturbable… se relaciona con esta circunstancia»: esa inapetencia que suscitarían en los potenciales depredadores se cree que pueda deberse al mal olor que estas aves despedirían, según a veces refieren algunas de las personas que en los museos y colecciones preparan los ejemplares muertos para su conservación, lo cual hay quienes piensan que sería «un resultado del tipo de presas que ingieren» (Rasmussen y Collar, 2002, p. 107).
Cabe advertir, sin embargo, que lo anterior le extrañó mucho cuando se lo comenté a la muy experimentada Margarita Martínez, insigne Curadora de la Colección Ornitológica Phelps, quien me manifestó que en su práctica taxidermista nunca había percibido ese supuesto mal olor del Aguantapíedras. Adicionalmente debe sopesarse el hecho de que el menú del Aguantapiedras, que está integrado por insectos y otros artrópodos lo mismo que reptiles, tales como «saltamontes, lagartijos» (Hilty, 2003 [2002], p. 451) y ocasionalmente «culebras pequeñas» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 186), además de que no parece ser especialmente asquerosa, es similar a la dieta de algunas otras especies de aves carnívoras que seguramente no hieren el olfato de los disecadores.
El menú del Aguantapiedras incluye artrópodos, como el arácnido que cazó el ejemplar de la foto de arriba, lo mismo que reptiles, según ejemplifica el lagartijo que sostiene en su pico el de la foto de abajo. Nótese que ambos ejemplares presentan tres bandas pectorales (Fotografías tomadas por Eduardo López)
Lo que, por el contrario, sí podría considerarse como poco higiénico son los nidos cavados en termiteros que acostumbran utilizar los Aguantapiedras, lo mismo que sus parientes cercanos de los géneros Notharchus y Bucco (Rasmussen y Collar, 2002, p. 117), habitáculos que tal vez tengan características similares a los utilizados por el Burrito cabecirrojo (Bucco macrodactylus), especie que se halla desde el sur de Venezuela y el oeste de Brasil hasta Bolivia cuya anidación ha sido estudiada (pueden ver uno aquí: https://www.flickr.com/photos/vincentvos/8610527626/). De acuerdo con un informe publicado en 2007, en el nido había dos polluelos parados sobre una sustancia pastosa «conformada principalmente por excremento de las aves, restos de invertebrados, fragmentos pequeños del termitero y una gran cantidad de gusanos de moscas vivos que se movían en toda la cavidad. Se observó que tanto las termitas como las larvas, eran consumidas por ambos polluelos» (Maillard, 2007, p. 26). A lo mejor la impronta de semejante cuna les haya marcado para siempre con su mal olor, pero sólo lo sabremos cuando algún experto resuelva el enigma.
En todo caso, lo que sí parece comprobado es que estas aves tienen una enorme resistencia física que las hace «inusualmente duras de matar», dándose el sorprendente hecho de que «a menudo revivan subsecuentemente a su aparente muerte», lo cual «podría atribuirse, al menos parcialmente, a la notable fortaleza de sus costillas» (Rasmussen y Collar, 2002, p. 107). Tal vez sea esa capacidad de traspasar en ambos sentidos el umbral entre la vida y la muerte el origen de una superstición de una tribu de Panamá, reportada por el citado Alexander Wetmore en 1968, atinente a un primo del Aguantapiedras conocido como Bolio o Buco barbón (Malacoptila panamensis), denominado por los indígenas «pájaro brujero» (pueden verlo aquí: https://www.flickr.com/photos/juan8abirds/14617117717/), si bien Wetmore atribuía el nombre no a que el ave pudiera ser la reencarnación de algún piache sino más bien a «la similitud de sus llamados con el canto de los curanderos Guayni» (Rasmussen y Collar, 2002, p. 122).
Cualquiera que fuese el caso no sería de extrañar que nuestro Aguantapiedras también haya sido relacionado con la hechicería en el pasado, lo cual infiero de una referencia incluida por mi tocayo Eduardo Röhl en su famoso texto escrito a principios de los años 40 del siglo XX titulado Fauna descriptiva de Venezuela (Vertebrados), según la cual «este pájaro» era «conocido también por “Pavita”» (Röhl, 1956 [1942], p. 290), término que es bien sabido que en nuestro país se suele aplicar desde hace mucho a las aves consideradas como agoreras, las cuales causan terror y espanto ya que, como bien refería don Lisandro Alvarado, la gente supone que la Pavita «al cantar cerca de una casa, anuncia en ella la muerte» (Alvarado, 1984 [1929], p. 1167).
El canto del Aguantapiedras puede que, en efecto, crispe a más de uno ya que es muy sonoro y prolongado, incluso estridente, ejecutado en pareja o en grupo generalmente a la vista de todos, de modo que cuando lo emite abandona su actitud furtiva para hacerse notar sin recato, aunque muchos no lo puedan ver debido a su marcado mimetismo con su entorno. Otra de sus peculiaridades que causan extrañeza es la emisión de sonidos manteniendo a la vez el pico cerrado. Pero preferiría, mis queridos lectores, que juzgasen por ustedes mismos si en el canto del Bobito aguantapiedras hay algo capaz de causar temor en las almas impresionables escuchándolo en las grabaciones que hay aquí (para oírlas deben hacer click en los códigos de la última columna): http://www.xeno-canto.org/browse.php?query=hypnelus+ruficollis.
A las 8 a.m. este ejemplar estaba junto con otros
dos ejecutando sus sonoros cantos perchados sobre cables de electricidad, en
tanto que otros dos lo hacían un poco más allá en la vegetación (Fotografía
tomada por Eduardo López)
Su contrapunto lo he escuchado en muchas
oportunidades, y a veces lo he presenciado también, ya que se da con bastante
frecuencia en la finca La Pomarrosa. Puede durar bastante tiempo, siendo usual
que los ejecutantes de rato en rato cambien de percha hasta que, de improviso,
cesa el concierto. No he podido hallar ningún trabajo de investigación que
explique esta interesante conducta social, siendo probable que no haya sido
estudiada sistemáticamente, o que tal vez no haya nada publicado todavía al
respecto, al menos en las revistas más conocidas y accesibles, de modo que no
sabemos con seguridad si es parte del cortejo amoroso o más bien para marcar el
territorio, o si tiene algún otro significado relevante distinto, desde luego,
del sibilino.
Hace bastante tiempo ha sido reportado también que
los Aguantapiedras «tienen un llamado sorprendentemente fuerte», que el
ornitólogo y médico inglés Percy Lowe, quien fuera curador de la colección de
aves del Museo de Historia Natural de Londres, decía en ocasión de una estadía
de trabajo en la isla de Margarita que sólo llegó a escucharlo «cuando volaban
de un árbol a otro» (Lowe, 1907, p. 550). Treinta años después de lo señalado
por Lowe, Alexander Wetmore refirió que en la población guariqueña de El
Sombrero vio a un Aguantapiedras que «voló desde cerca del suelo hasta una rama
de un árbol alto, articulando un graznido» (Wetmore, 1939, p. 211). Tanto Hilty
como Restall et al aluden, por último,
a «un llamado fuerte como un siiiiip
parecido al de un insecto» (Hilty, 2003
[2002], p. 451; Restall et al,
2007 [2006], Vol. 1, p. 296), si bien a mi me suena más bien como un lamento.
Un Aguantapiedras con el pico cerrado puede que
esté cantando ya que tienen la capacidad de hacerlo así, en tanto que otro con
el pico abierto sin la emisión de ningún sonido, como sucedía con el de la
foto, de seguro que estará tratando de refrescarse (Fotografía tomada por
Eduardo López)
Sobre otros aspectos de la historia natural del
Aguantapiedras parece que no hay tampoco mucho que haya sido dicho por los
especialistas. En referencia a la anidación, por ejemplo, sólo se señala que el
Aguantapiedras comparte el gusto de, entre otros, su pariente cercano el
Sorocuá cola blanca (Trogon viridis)
(verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/2416925169/),
de hacerlo, según ya dijéramos, en huecos que cava en las comejeneras ubicadas
en árboles (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 186), a lo que se agrega que en el
Parque Nacional Henri Pittier «anida en junio» (Schäfer y Phelps, 1954, p. 84)
y en Guárico en «agosto-setiembre», siendo la nidada usual de «tres huevos» (Hilty,
2003 [2002], p. 452).
Ahora bien, si la información ya citada existente
sobre el Burrito cabecirrojo (Bucco
macrodactylus) fuese aplicable asimismo al Aguantapiedras, entonces los
polluelos serían atendidos por ambos padres, los cuales les suministrarían
alimento consistente principalmente de invertebrados tales como saltamontes,
libélulas, chicharras, mariposas, orugas, hormigas, arañas y cucarachas, entre
otros, así como vertebrados, en concreto lagartijos arbóreos. Ambos
padres forrajearían separadamente en un área próxima al nido, tomando la
precaución, por si acaso hubiese cerca algún depredador al acecho, de percharse en dos o tres sitios específicos y de
manera alternada antes de posarse en el
termitero e introducir en él parte de la cabeza para dejar la comida,
alejándose luego rápidamente del lugar (Maillard, 2007).
Pero todo lo anterior no son, en el caso del
tranquilo Aguantapiedras, más que hipótesis, de modo que en este tema, como en
gran parte de los demás, seguirá subsistiendo un cierto halo de misterio, al
menos hasta tanto algún tesista en busca de un buen tema ornitológico que no le
presente demasiadas complicaciones se percate de lo asequible y previsible que
puede ser este personaje del cual sabemos tan poco a ciencia cierta.
Lo más importante sería, en todo caso, que a este
nada arisco pajarito parece que, comportándose como lo hace, no le ha ido nada
mal en la vida, al menos en Venezuela, ya que entre nosotros es bastante común
e incluso abundante en algunas zonas. Ello pudiera estar demostrándonos, entre
otras cosas, que lo que algunos han catalogado como bobería y estupidez le
habría resultado bastante rendidor al Aguantapiedras, de modo que tal vez no se
trate sólo de suerte.
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