lunes, 2 de diciembre de 2013


Quetzal coliblanco

[Crested Quetzal] (Pharomachrus antisianus)

 

Escrito por Eduardo López


Fotografías tomadas por Lorenzo Calcaño, Alberto Espinosa, Julia La Rosa y
Eduardo López 

 

Esta es una versión del original publicado en diciembre de 2009 corregida y actualizada por el autor
Llegó de nuevo el mes de la Navidad, tiempo añorado por todos aquellos que lo ven cargado de cosas bellas.

Paz y amor son dos de sus divisas más hermosas.

Alegría y felicidad identifican la esencia del sentimiento colectivo predominante en torno a ella.

Fe y esperanza son el basamento de la armonía que prima en muchos por estas fechas y que quisiéramos que se eternizara en las relaciones entre los humanos y entre nosostros y el resto de la Naturaleza.

Una estrella esplendorosa, presagio de algo grandioso, es su símbolo más destacado.

Y el motivo de esta gran celebración de la vida es la conmemoración del nacimiento de un Niño hermosísimo, como nunca antes ni después se haya visto.


Dicen los Evangelios que sobre Belén se posó una estrella resplandeciente que sirvió de guía a los Reyes Magos para llegar al sitio donde había nacido el Redentor de la Humanidad (Ilustración de libre uso tomada de un texto antiguo)


La Navidad en Venezuela es una tradición que comenzó, como en el resto de América, con la llegada misma de los europeos a nuestro continente en la última década del siglo XV. El crisol de los siglos la ha configurado de una manera tal que contiene muchos rasgos que le son muy propios, como la Hallaca, el Pan de Jamón, el Dulce de Lechosa, las Parrandas de Aguinaldos, las Misas de Aguinaldo y otros más. También ha habido la adaptación a nuestro medio de tradiciones foráneas, como el Pesebre, el Arbolito, la Cena de Navidad, la Misa de Gallo, los Reyes Magos, San Nicolás y pare usted de contar.

 
Me ha llamado la atención, sin embargo, que entre tantos símbolos y tradiciones no haya al menos un ave ampliamente aceptada como representativa de la Navidad, como no sea en las recetas de cocina, entre las cuales el Pavo doméstico tiene, para su desgracia, un lugar muy destacado, al menos en otras latitudes, teniendo mucha razón el cumanés Ramón David León (1890-1980), cofundador del desaparecido diario La Esfera y connotado entusiasta de fogones y condumios, al pensar que «en su época pagana, autóctona y selvática, jamás creyó el pobre pavo que llegaría a servir de basamento para celebrar algunas de las efemérides más significativas del cristianismo» (León, 1984 [1954], p. 262).

 
En los Estados Unidos de América, por ejemplo, la matanza navideña de pavos para comérselos rellenos es algo inveterado, como también lo fue por mucho tiempo la de toda clase de aves silvestres, aunque en su caso no para yantar. En efecto, resulta increíble que haya sido precisamente el día de Navidad la fecha escogida en ese país para que la gente saliera masivamente a cazar aves por mera diversión, obteniendo un premio quien matara el mayor número de ellas. Esa actividad llevaba por nombre Side Hunt, aunque bien pudo habérsele puesto Sadist Hunt.

 
Por suerte a alguien se le ocurrió una brillante idea. Se trataba de un ornitólogo cuya fama se iría acrecentando con el tiempo, miembro de la por entonces adolescente Sociedad Audubon de ese país. Su nombre era Frank Chapman (1864-1945) y llegaría a ser muy conocido en Venezuela por su gran amistad con el inolvidable William H. Phelps (1875-1965), padre de nuestra ornitología. Su idea fue proponer que, en vista de la disminución comprobada de las poblaciones de aves en Norteamérica, esas deplorables matanzas navideñas indiscriminadas fuesen sustituidas más bien por censos de aves y que los patrocinantes de esta actividad premiasen a quienes participasen en ella en lugar de hacerlo con los cazadores. La propuesta caló rápidamente realizándose el primer censo el día de Navidad de 1900, aunque con sólo 27 participantes, cifra que afortunadamente se multiplicó hasta alcanzar 52.471 un siglo después, dejando a la Side Hunt tan solo como un mal recuerdo (Wikipedia, 2013).

 
Lo del pavo relleno como plato navideño tiene también su lado muy oscuro.El ya citado Chef de cuisine Ramón David León, quien no dudó en calificar de «muerte hecatómbica» el sacrificio decembrino de pavos en el Hemisferio Norte, puso de manifiesto de manera cruda varias de las incongruencias consustanciales a tal práctica al afirmar que «la carne de pavo es sumamente sanguinolienta y, en máximo grado, insípida. Aparte de esas fallas, es naturalmente dura. Para suprimir esos inconvenientes se hace beber vinagre al animal durante algunos días, a fin de que aquélla se suavice y ponga blanca. A la vez, para ponerla gustosa, se obliga al pavo a tragar diariamente, durante un par de semanas, trocitos de nuez moscada» (León, 1984 [1954], p. 262). A Dios gracias mi esposa ha criado pavos no para darles semejante trato sino por el solo gusto de tenerlos deambulando como adornos vistosos y sonoros en nuestra finca, como se puede apreciar en la foto que sigue.


Este simpático pavito a quien su mamá está enseñando a subir y bajar árboles es doblemente sortario, ya que donde nació y vive no tendrá necesidad de refugiarse en un árbol para salvarse de un depredador ni será nunca sacrificado para la cena de Navidad (Foto tomada por Eduardo López en la Finca La Pomarrosa)

 
Otras aves que han sido mencionadas en conexión con la Navidad, aunque con una connotación muy diferente a la de los desdichados pavos, son las conocidas Golondrinas, como lo hacía el inolvidable Aquiles Nazoa cuando atribuía «a los viejos poetas» el decir que cuando el Niño Jesús vino al mundo «se trajo del cielo un puñado de golondrinas para que los niños sin juguetes aprendieran con ellas el lenguaje del aire», agregando que «son las golondrinas que él trajo entonces y las campanas, volando unas y cantando las otras por los aires, las que nos anuncian la fecha clara del Nacimiento del Niño Dios, en las tardes olorosas a durazno de diciembre» (Nazoa y Sánchez, 2000, p. 42). Refería por otra parte Monseñor Francisco Armando Maldonado, autor de reconocidas obras de historia eclesiástica, que Fray Francisco de Asís, Santo Patrono de los animales, habría dicho con frecuencia lo siguiente:

 
«Si conociera yo al emperador, le rogaría que el gran día de Navidad mandase desparramar trigo por los campos para que todos los pájaros y señaladamente las hermanas golondrinas estuviesen de banquete, y que todos los que tuviesen bestias en establos les diesen más comida por amor al Niño Jesús, que en un establo se dignó nacer; y quisiera también que en ese día los ricos recibiesen a su mesa a todos los pobres» (Maldonado, 1973 [1954], p. 104).

 
Como se ve no fue una casualidad que, cuando en diciembre de 2008 inicié mis entregas para la sección Ave del Mes del sitio en Internet de la Sociedad Conservacionista Audubon de Venezuela, seleccionara a la Golondrina de agua (Tachycineta albiventer) para ser el ave de ese mes.
 

Las golondrinas migratorias no suelen verse mucho en Venezuela por diciembre, salvo tal vez la Golondrina de horquilla (Hirundo rustica erythrogaster), la cual es una de las más comunes entre las visitantes habiendo registros de ella para todos los meses del año (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De San Francisco, uno de mis santos predilectos, se dice también, entre tantas otras anécdotas, que habría sido el iniciador de la tradición del Nacimiento o Pesebre, al cual habría incorporado un buey y un asno (aunque algunos prefieren decir que era una mula) como símbolos de mansedumbre, lo mismo que las ovejas de los pastores que fueron a adorar al Niño. Pero la tradición no habla, que sepamos, de ningún ave, ni doméstica ni silvestre, en esa escenificación que, como fuera la usanza de la época, habría sido efectuada con seres vivos, tanto humanos como animales. En nuestros tiempos, en cambio, el Pesebre contiene, según todos sabemos, figuritas de diferentes materiales, como la arcilla y el anime, entre las cuales las hay de otros animales, desde los camellos de los Reyes Magos hasta vacas, conejos, perros y, en representación de las aves, gallos y gallinas por aquí y por allá y patos bañándose en lagunitas hechas con espejos.
 

En los pesebres venezolanos no pueden faltar, además de San José, la Virgen y el Niño, la mula, el buey y varias ovejas. Lo sorprendente es encontrar en uno de ellos un gato de carne y hueso (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Otra tradición navideña que suele incorporar representantes de la fauna es el Arbol de Navidad, cuyo origen era referido por ese prestigioso profesor de Arte de la Universidad Central de Venezuela que fuera Santiago Magariños de la siguiente manera:

 
«Cuentan que paseando Martín Lutero, solo, a través de la oscuridad de la noche, hondamente impresionado por el brillo y el titilar de las estrellas que relumbraban sobre su cabeza, y por el claro resplandor de la luna en la nieve blanca, al regresar a su hogar colgó muchas candelitas de un arbolito verde con el fin de hacer partícipes a los muchachos de la misma belleza que él había contemplado en el bosque» (Magariños, 1989, p. 20).

 
Hoy día buena parte de la cristiandad comparte ese gusto, utilizándose, además de las luces, otros objetos como adornos colgados en las ramas de los arbolitos, tales como bolitas y figuritas, incluidas algunas de palomas y de otras aves, entre las cuales he visto en Venezuela ocasionalmente loros y guacamayas.

 
Ahora bien, todas estas referencias a las aves tienen en común el ser meramente casuísticas, sin que en ningún caso impliquen la consideración de alguna de ellas como ave especialmente representativa de la Navidad, lo cual, por lo demás, no quiere decir que no las haya en algunos países. Así sucede, por ejemplo, en el Hemisferio Norte donde, puesto que las especies migratorias para tal época ya han abandonado esas geografías, se les da connnotación navideña a varias aves residentes que por las fechas decembrinas se destacan más, tal como sucede en Norteamérica con, entre otras, las Perdices [Partridges], Urracas [Juncos / Jays], Palomas [Doves] y, sobre todo, con el Cardenal [Northern Cardinal] (Cardinalis cardinalis) (ver uno aquí: http://www.flickr.com/photos/tanoury/3121954405/sizes/o/), primo hermano de nuestro Cardenal coriano [Vermilion Cardinal] (Cardinalis phoeniceus) (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/8497298642/sizes/l/in/photostream/), sucediendo en el Reino Unido y otros países de Europa algo parecido con el Petirrojo [Robin] (Erithacus rubecula) (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/stevegreaves/3272753844/sizes/l/), clasificado actualmente como un atrapamoscas del viejo mundo. Además de dejarse ver frecuentemente durante el invierno, el primero y el último tienen también en común el portar colores rojos o rojizos en sus plumajes, aunque en el Robin el pecho muchas veces es más propiamente naranja, color que, en todo caso, se forma de la mezcla del rojo y el amarillo.

 
El rojo, como es bien sabido, es uno de los colores de la Navidad. Desde el punto de vista simbólico este color presenta, sin embargo, connotaciones divergentes, ya que evoca a la vez el amor, la calidez, la belleza y la salud, la energía, la excitación, la pasión ardiente y el sacrificio, la angustia, la ira, el peligro mortal, la guerra, el crimen y hasta el propio diablo, no estando muy claro cuál es el origen de su vinculación con la Navidad, como no sea la muy plausible referencia a la sangre redentora de Cristo, o la del fuego «como símbolo de que el Señor ha nacido» (Nazoa y Sánchez, 2000, p. 16). En todo caso esa conexión luce como muy sólida, tanto así que en el pasado reciente, cuando los decoradores y publicistas han pretendido, vaya usted a saber por qué, quitarle a la Navidad el rojo y cambiárselo por otros colores, como el rosado, el púrpura y el azul, han tenido muy pocos seguidores firmes, logrando cuando más que la gente agregara el color sugerido sin eliminar el rojo. Consiguieron también que hubiera protestas en muchos sitios por semejante atrevimiento. Y esto no es de sorprender ya que la raigambre del rojo en las celebraciones navideñas tiene la consistencia de una tradición más que milenaria.

 
El verde es otro color navideño emblemático que casi siempre se utiliza combinado con el rojo, lo cual tiene mucho sentido en términos cromáticos ya que se trata de colores complementarios que se resaltan recíprocamente. El origen de ello hay quienes lo atribuyen a la adopción de una costumbre precristiana consistente en representar el Arbol de la Sabiduría que había, según dice la Biblia, en el Paraíso Terrenal, mediante la colocación de manzanas rojas guindadas de una conífera siempreverde llamada Abeto, o bien de un Pino, lo cual se ha dicho que sería el antecedente del Arbol de Navidad. Sea lo que fuere, el verde representa la esperanza, sobre todo en cuanto al advenimiento del Reino de los Cielos y la vida eterna, una de las ideas matrices del Cristianismo. Su uso simbólico se remonta cuando menos a los tiempos en que la agricultura daba sus primeros pasos sujeta a los avatares climáticos, dando lugar a los ritos de fecundidad relacionados con el paso del invierno a la primavera, en los cuales se entronizaron símbolos como el Muérdago y el Pino que comparten con el Abeto la cualidad de, en vida, no perder nunca su verdor, pasando a ser alegóricos en las celebraciones cristianas, el Muérdago al ser utilizado para la elaboraración de las coronas navideñas y el Pino como árbol de Navidad por antonomasia (González, 2002; Dawson, 2002; Hecht, 2002).

 
El blanco se une, por último, al rojo y verde como el otro color emblemático de la Navidad, históricamente por haberse escogido como fecha celebratoria del Nacimiento de Jesús el 25 de diciembre, que cae en pleno invierno boreal, es decir, en tiempo de nieve. En términos simbólicos el blanco significa la pureza y la inocencia que caracterizan a todo niño recién nacido, así como la paz preconizada por la religión cristiana. También es el color de la Hostia que representa en la Eucaristía el cuerpo de Cristo. Por último, el blanco equivale a luz divina, siendo Jesús, como decían los apóstoles, el «Padre de las Luces» (Santiago) y la «Luz del Mundo» (San Juan), lo cual explica el papel central que desempeña la luminosa estrella de Belén en la Natividad.


En esta sala ya brillan alegremente los colores rojo, verde y blanco de la Navidad. El Niño, bajo la atenta mirada de María, está muy cómodo en una cesta que le sirve de cuna a la espera de que terminen de armar el pesebre para ser colocado allí (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Esos tres colores aparecen en esta época por doquier: en los decorados, en las tarjetas de Navidad, en los envoltorios de los regalos, en la mesa del comedor, en la sala, en la puerta principal y en otros ambientes de nuestros hogares, acompañándonos durante diciembre y parte de enero, y en ciertos lugares hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria, para recordarnos que estamos en un tiempo distinto (otros decorados navideños presentes desde finales de noviembre en la Finca La Pomarrosa se pueden ver aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/4130203811/ y  aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/4130202987/).

 
Dicho esto podríamos pasar ahora a preguntarnos si entre las alrededor de 1400 especies que tenemos registradas en la lista de nuestra avifauna, la casi totalidad de las cuales está presente en esta Tierra de Gracia para las fiestas decembrinas, hay alguna que pudiera ser considerada como representativa de la Navidad. A tal respecto no me cabe duda que lo primero que nos viene a la mente a muchos de nosostros son los Tucusitos en razón del conocido aguinaldo que nos trae nostalgias, sobre todo a los cincuentones y sesentones, cuando oímos aquello de «Tucusito, tucusito, / llévame a cortar las flores, / piensa que en las Navidades / se cortan de las mejores» (pueden oirlo completo aquí: http://www.goear.com/listen/30703e1/Tucusito,-Tucusito-los-tucusitos).

 
En esta ocasión, sin embargo, hablaremos más bien de un pariente de los Tucusitos que, a diferencia de éstos, no es pequeñito ni inquieto ni chupa el néctar de las flores sino de tamaño mediano, muy reposado y comedor sobre todo de frutas. Se trata de un ave muy hermosa que, a pesar de no tener un aguinaldo ni un conjunto de parrandas que lleven su nombre, lo cual no es de extrañar ya que para la mayoría de los venezolanos se trata todavía de un ilustre desconocido, forma parte, sin embargo, de una familia de mucho abolengo, calzándole casi a la perfección el título de ave navideña. Las razones principales son que, además de exhibir en su plumaje de modo bien definido, sobre todo en el caso del macho, los colores brillantes de estas festividades, tiene toda la apariencia de un simpático peluche gordinflón navideño, según se puede apreciar en la foto que sigue.


El Quetzal coliblanco es un ave excepcionalmente hermosa que exhibe con gracia su plumaje adornado con los colores de la Navidad. Aunque no es tan fácil de encontrar, cuando esto sucede resulta una experiencia inolvidable ya que no es arisco y suele quedarse perchado verticalmente sobre una rama hipnotizándonos con su encanto durante bastante tiempo (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 
Se le conoce en español como Quetzal coliblanco y en inglés como Crested Quetzal, es decir, Quetzal encrestado, pues efectivamente la cola se le ve blanca por dedajo y presenta como rasgo distintivo un moño cuyas plumas le caen desde la frente hacia las mejillas y el pico. Tiene asimismo las «coberteras alares alargadas» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 175), sobresaliéndoles del borde del ala, al igual que las del pecho, las cuales se ven colgando como sobrepuestas en el plumaje rojo, color que también exhibe en sus grandes ojazos, según se puede apreciar muy bien en la foto que sigue.
 

Este hermosísimo ejemplar nos muestra su muy llamativo perfil, con la cresta desplegada, el ojo muy visible y los bordes colgantes del ala. Nótese también lo largo de la cola (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

Su peculiar canto, que ha sido descrito como «lento, melancólico» (Hilty, 2003 [2002], p. 436); pueden escucharlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/flashPlayer.do?id=121824. Sólo habita en los países bolivarianos, es decir, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, a los cuales se les llama así por haber logrado su independencia del reino de España gracias a los ejércitos libertadores comandados por ese excepcional hijo de Caracas que fuera Simón Bolívar. En nuestro país es un ave poco común que cuenta con poblaciones pequeñas, encontrándosele únicamente en los Andes, en los estados Táchira, Mérida, Trujillo y Lara, y en Perijá, estado Zulia, siendo su hábitat las selvas nubladas montanas ubicadas entre aproximadamente los 1200 y 3000 metros sobre el nivel del mar.

 
El nombre científico del Quetzal coliblanco es Pharomachrus antisianus, cuyo epíteto hace referencia a la región andina donde vive y el componente genérico significa «capa o manto largo», en alusión a las glamurosas plumas alares tanto de él como, sobre todo, de su primo hermano, el mucho más conocido Quetzal centromericano (Pharomachrus mocinno), las cuales le cubren la rabadilla y la cola y se prolongan por casi un metro (ver un ejemplar aquí: http://www.flickr.com/photos/76140973@N03/7097905719/).

 
Esas largas plumas eran utilizadas por los mayas y aztecas para confeccionar los tocados que adornaban las cabezas de sus altos dignatarios. Es famoso, en tal sentido, el llamado Penacho de Moctezuma, confeccionado con piedras preciosas, oro y más de 400 plumas de Quetzal (verlo aquí: http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/spl/pop_ups/08/specials_enl_1205345834/html/1.stm). Pero, léase bien, para obtenerlas no mataban a los Quetzales ya que éstos tenían el rango de aves sagradas, recibiendo inapelablemente la pena de muerte quien osase hacerlo, de modo que los encargados de la faena tenían que ingeniárselas para capturarlos sin dañarlos, cortándoles hábil y rápidamente las cuatro plumas verdes que les sobresalen de la cola y que no tardan en crecerles de nuevo y soltándolos de inmediato, no fueran a morírseles del susto. De ese modo se proveían de un suministro seguro y suficiente sin reducir la población silvestre de Quetzales, actitud bastante más inteligente que la asumida por muchos de nuestros contemporáneos que, a fuerza de traficar ilegalmente con estas aves o bien de deforestar las selvas nubladas que constituyen su hábitat, han estado llevando a esa hermosísima especie a una situación juzgada por varias organizaciones ecológistas como muy preocupante.

 
En México y Centroamérica sólo vive esa única especie venerada desde épocas tan remotas que se pierden en la noche de los tiempos, ave llamada por muchos Quetzal resplandeciente en razón de su gran atractivo, aunque lo más usual es denominarla Quetzal a secas. Esto ha contribuido a que la mayoría de las personas, incluidos los propios latinoamericanos, piense que es el único Quetzal que existe, cuando en realidad hay otras cuatro especies más que habitan en Suramérica, incluido el coliblanco, todas ellas muy parecidas entre sí y con el centroamericano, salvo que no poseen la vaporosa cola que en buena medida le ha dado su fama a este último.

 
Otro hecho muy poco conocido es que Venezuela y Colombia son los únicos países en que están presentes las cuatro especies suramericanas, de modo que podríamos preciarnos de contar con la mayor diversidad de estas aves neotropicales tan admiradas por quienes saben de su existencia, no siendo extraño que se trate de un secreto compartido casi sólo por los iniciados, dado que los Quetzales son aves tímidas que suelen habitar en sitios recónditos dejándose ver muy poco. En el caso del Quetzal coliblanco tanto Hilty como Restall et al confirmaron que, efectivamente, «no es común» (Restall et al, 2007 [2006], p. 284), teniéndosele como un residente «de muy baja densidad poblacional» (Hilty, 2003 [2002], p. 437).

Este Quetzal coliblanco, al igual que sus congéneres, pasa la mayor parte del tiempo perchado en posición vertical sobre una rama, moviéndose sólo para atrapar frutas o insectos y para trasladarse volando usualmente distancias cortas. La sombra negra de una rama sobre la mitad delantera de la cara le da a este ejemplar un solemne aire frailengo (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)


Cabe señalar que en la Cordillera de la Costa, en los estados Yacacuy, Carabobo, Aragua, Miranda, Distrito Capital, Anzoátegui, Monagas y Sucre, habita una especie parecida al coliblanco, según se puede apreciar en la foto que sigue. Se trata del Quetzal dorado [White-tiped Quetzal] (Pharomachrus fulgidus), especie según parece algo más común que el coliblanco la cual, al decir de Steven Hilty, puede «encontrarse rápidamente en el Parque Nacional Henri Pittier cuando vocaliza» (Hilty, 2003 [2002], p. 437). Presenta algunos hábitos interesantes que, como el de ser «más vocalizador, en especial al comienzo de la estación seca» y más gregario, «reuniéndose al comienzo del período reproductivo en grupos ruidosos de 4 a 10 individuos» (Hilty, 2003 [2002], p. 437), conducta señalada para otros miembros de esta familia sobre la cual no se cuenta todavía con una explicación convincente (Collar, 2001, p. 93).


El Quetzal dorado se diferencia del coliblanco por la corona y manto color bronce, que le da su nombre en español, contrastante con la tonalidad de la cara, lo mismo que por tener la cresta frontal tan pequeña que puede no notarse y las plumas exteriores de la cola negras con las puntas blancas, lo cual le da el nombre en inglés (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De ellos dos es el Quetzal coliblanco el más semejante al centroamericano, al punto que ambos conforman lo que los biólogos llaman una superespecie, es decir, un agrupamiento de dos o más especies de un mismo género con muchas características en común (Collar, 2001, p. 126), de modo que no es sorprendente que en el pasado hayan sido considerados como coespecíficos, o sea, como dos subespecies de la misma especie, como lo hicieron los Phelps al clasificar al coliblanco como Pharomachrus mocinno antisianus (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 175).

 
Los Quetzales coliblancos son monógamos, como sucede con los demás miembros de la familia Trogonidae a la cual pertenecen, integrada por Quetzales y Sorocuaces, encargándose ambos padres del cuidado de los pichones. La anidación la realizan en un hoyo cavado en un árbol, bien sea por un Carpintero que lo ha desocupado o bien por los mismos Quetzales. En este último caso debe tratarse de árboles en descomposición cuya madera esté lo suficientemente blanda como para que el pico del ave, que no es particularmente fuerte, pueda horadarlo sin mayor dificultad. Sin embargo no debería estar tan podrido que pueda venirse abajo y dañar a las aves, accidente que acontece de vez en cuando. Decía el varias veces citado Nigel Collar, reconocido especialista en Quetzales y Sorocuaces, que para los primeros «el encontrar y preparar un sitio apropiado para anidar es una cuestión crítica en cada ciclo anual de reproducción» (Collar, 2001, p. 93), lo cual se debe a que el territorio que ocupan es relativamente pequeño, con un rango de sólo «6 a 10 hectáreas» (La Bastille y Allen, 1969, p. 297), no soliendo haber en él simultáneamente demasiados árboles aptos para levantar su prole.

 
Ese «período reproductivo va desde febrero hasta junio», habiendo iniciado a principios de abril la excavación del nido el ejemplar de la foto siguiente, que no es un Quetzal coliblanco sino un Quetzal dorado, quien seguramente fue ayudado en esa fatigosa tarea por la hembra, lo cual «se supone que pueda jugar un rol vital en la reproducción al estimular la ovulación» (Pylman y Fraser, 2006, p. 2; Labastille et al, 1972, p. 343). Una vez depositados los huevos, que suelen ser uno o dos, la pareja se rota para la incubación, haciéndolo usualmente el macho de día y la hembra de noche. Nacidos los polluelos, colaboran también en su alimentación y protección, pero como nada en este mundo es perfecto, sucede que «la hembra a menudo abandona el nido antes de que los pichones se independicen, dejando al macho la tarea de continuar alimentándolos y protegiéndolos hasta que sean volantones» (Pylman y Fraser, 2006, p. 2). Tal vez se sienta muy cansada, o tal vez esté reservando energía para una segunda camada, ¡quién sabe!

Cuando un Quetzal no tiene pareja, sea el dorado, como el de la foto, o bien el coliblanco, suele atraer a las hembras solteras con su canto, pero para convencer a alguna necesita algo más sustancioso, como un nido en construcción. Si la hembra se le une en la excavación, entonces es probable que continúen siendo pareja por muchos años (Fotografía tomada por Alberto Espinoza)

 
Cabe destacar que la mortalidad de los juveniles es bastante alta, debiéndose sobre todo a la acción de los depredadores. En el caso del Quetzal centroamericano se ha «reportado que el 80% de los polluelos muere antes de emplumar y que el 80% de los restantes muere antes de la adultez» (Collar, 2001, p. 126), siendo de suponer que entre los Quetzales suramericanos suceda algo parecido, hecho que explicaría en parte el por qué los Quetzales parecen no ser muy numerosos. Con todo, ninguno de ellos ha sido colocado en las listas oficiales de especies en peligro o amenazadas, situación que podría cambiar si la destrucción de las selvas nubladas que constituyen su hábitat continúa incrementándose en nuestros países.

 
Aunque los Quetzales son exclusivos del trópico y subtrópico americano, sus primos los Sorocuaces están presentes también en Asia y Africa, habiendo sido este último continente la cuna de la familia Trogonidae que los agrupa. No obstante ello, en Africa sólo habitan tres especies, en tanto que en Asia lo hacen once y en América venticinco, incluidos los cinco Quetzales existentes, siendo el Neotrópico la región biogeográfica con «mayor densidad de especies por unidad de superficie» (Collar, 2001, p. 87).

 
Todos ellos tienen comportamientos parecidos, constituyendo sus maneras aparentemente parsimoniosas y confiadas uno de sus rasgos más intrigantes, lo que ha llevado a algunos a calificarlos de lerdos. Hay quienes piensan, sin embargo, que en este caso las apariencias son engañosas. Por ejemplo, a muchos observadores de aves seguramente les habrá sucedido que al encontrarse con un Sorocuá o un Quetzal perchado de frente éste no huye inmediatamente sino que cambia de posición dándonos la espalda. Pero ¡ojo!, sucede que estas aves, «pueden, como los búhos, voltear la cabeza hasta 180 grados», de modo que lo siguiente que de seguro se verá es cómo el ave, lejos de descuidarse, nos vigilará mirándonos una y otra vez «por sobre los hombros» (Collar, 2001, p. 88), como lo hace la bella Viuda de la montaña [Golden-headed Quetzal] (Pharomachrus auriceps hargitii) de la foto que sigue, un Quetzal de cabeza bronceada, ojos marrones y cola negra que comparte con el Quetzal coliblanco las montañas de Perijá y los Andes y que, como éste, parece ser poco común (Hilty, 2003 [2002], p. 437; Restall et al, 2007 [2006], p. 284).

La Viuda de la montaña de la foto es un macho, lo cual se sabe por el pico amarillo y la cabeza verdosa. La manera como incide la luz solar en el dorso hace que sus plumas se vean azuladas, contrastando con la tonalidad verdosa de la cola. Su despliegue sonoro y visual frontal no obsta para que esté bastante alerta por la retaguardia (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 
En el caso de los Quetzales coliblancos es incluso probable que no nos den la espalda, como se evidencia a través de varias de las fotos que acompañan a este texto en las cuales aparecen dando el frente muy orondos. Más aún, si no se sienten amenazados por el observador, lo cual requiere evitar movimientos bruscos y ruido, puede que continúen perchados así por largo tiempo y que permitan un acercamiento mayor (Restall et al, 2007 [2006], p. 279), haciendo las delicias de los fotógrafos de aves que tengan la suerte de hallarlos en tales momentos de laxitud. Pero si se rebasa la distancia mínima segura, el ave huirá, aunque lo más probable será que lo haga sin alterarse, volviéndose a perchar sólo un poco más lejos aunque dándonos esta vez la espalda.

 
Todo ello hace parte de un comportamiento innato principalmente defensivo, como lo es el ocultamiento, ya que los Quetzales, «a pesar de estar vivamente coloreados de rojo y verde brillante, son sorprendentemente crípticos» (Restall et al, 2007 [2006], p. 279; Skutch, 1944, p. 220), no teniendo tampoco la necesidad de moverse mucho para satisfacer sus necesidades, lo cual era expresado gráficamente por Nigel Collar cuando aseguraba que estas aves «permanecen quietas cuando buscan comida, permanecen quietas cuando la digieren, y el trabajo de captura de la comida les toma apenas segundos» (Collar, 2001, p. 88).

 
Esto último apunta al hecho de que, cuando se requiere, ellas pueden ser muy ágiles. Por ejemplo, su método para apoderarse de las frutas que constituyen su alimento casi único consiste en lanzarse, «a partir de una posición de reposo, sobre un racimo, tomar una fruta con su pico y arrancarla lanzando su peso contra ella mientras se aleja, todo ello sin posarse» (Skutch, 1944, p. 218), momento en el cual el movimiento de la vegetación le permite al observador y al fotógrafo de aves ubicarlo con cierta facilidad. Esa presteza también la aplican cuando se trata de cazar, lo cual hacen principalmente cuando tienen crías que alimentar, a quienes proporcionan inicialmente muchas proteínas animales, vivacidad que asimismo muestran al enfrentar a cualquier intruso que ose acercarse al nido (Labastille et al, 1972, p. 345 y 347) o simplemente penetrar en su territorio, al cual le tienen un apego entrañable.


Este ejemplar nos muestra lo intrincados y encubridores que pueden ser los parajes sombreados donde habita el Quetzal coliblanco. El musgo, componente preciado en los pesebres venezolanos, le da al ave un toque navideño todavía más marcado (Fotografía tomada por Julia La Rosa)

 
En conclusión, será difícil ver a un Quetzal haciendo, fuera del período reproductivo, algo más que mantenerse en reposo casi absoluto escondido entre la vegetación arbórea de la selva nublada, frecuentemente envuelto en la bruma que le da su nombre a esta última, o bien en una rama sombreada, como un colorido muñeco que fungiese de adorno de un árbol paradisíaco de la Sabiduría convertido en árbol de Navidad, a veces cantando melancólicamente, tal vez a la espera de que a él también lo convirtamos en algún momento, para alegría de todos, en emblema aviar de esas hermosísimas fiestas que celebran el advenimiento del Niño Dios, sacándolo así del riesgoso anonimato, lo cual seguramente contribuiría a que esas bellas aves fueran más conocidas y apreciadas y, por esa vía, protegidas de tal modo que se les asegure su conservación dentro del hábitat que constituye su hogar insustituible.

 
Roguemos al niñito Jesús que así sea.

 
¡Felices Pascuas y próspero Año Nuevo para todos!


Bibliografía citada


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viernes, 15 de noviembre de 2013


Atrapamoscas sangre de toro


[Vermilion Flycatcher] (Pyrocephalus rubinus)


Escrito por Eduardo López

Ilustrado con una pintura de John Gould, otra de François Nicolas Martinet y fotografías tomadas por Carlos Castillejo y Eduardo López
 

Esta es una versión del original publicado en junio de 2011 corregida y actualizada por el autor

 

Imaginémonos sentados en un mecedor o acostados en una hamaca en el corredor exterior de una casa de campo. Es la hora en que la noche cae y la penumbra comienza a invadirlo todo. Muchos insectos voladores parecen animarse. Los que chupan sangre nos hacen sentir su presencia de modo particularmente desagradable. Simultáneamente aparecen moviéndose en el aire de un lado a otro unas silenciosas figuras oscuras. El claro de luna nos permite verlos mejor y verificar de qué se trata. Son murciélagos. De pronto notamos que entre ellos hay uno al que se le ven la cabeza, la garganta, el pecho y el vientre de un rojo fulgurante. Si por casualidad nos contamos entre los muchos a quienes los murciélagos les causan aprensión y además somos algo supersticiosos nos quedaremos pasmados ante semejante visión inesperada que de seguro nos hará exclamar: ¡por Dios, qué es eso!

 
No debe, sin embargo, cundir el pánico ya que el personaje de la «cabeza de fuego rubí», que sería la traducción de su nombre científico (Manara, 2004 [1998], p. 51), es sólo un gracioso Pyrocephalus rubinus, llamado en Venezuela Atrapamoscas sangre de toro, avecilla que, al igual que los murciélagos con que se mezcla en las tinieblas, es totalmente inofensiva para nosotros, lo cual no implica que nuestra reacción no sea comprensible ya que, como dijera atinadamente el biólogo colombiano José Ignacio Borrero (1921-2004), «a estas horas extremas sorprende verlos entrecruzándose y comiendo simultáneamente con los murciélagos que por el mismo tiempo capturan los primeros y los últimos insectos en su faena nocturna» (Borrero, 1972, p. 119).

 

No es frecuente que los atrapamoscas de la familia Tyrannidae presenten un plumaje tan llamativo como el  rojo encendido del Atrapamoscas sangre de toro. Las mejillas, espalda, alas y cola son, en contraste, de un negro amarronado (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
La coincidencia parcial de horarios se debe a que a estas pequeñas aves, que apenas miden en promedio unos 13,5 centímetros y pesan sólo entre 11 y 14 gramos (Alvarez, 2002, Physical Description), les gusta retirarse a dormir después que la noche ha cubierto el paisaje con su oscuro manto, lo mismo que comenzar su faena diaria en la madrugada, al igual que lo hacen los ordeñadores de los Llanos, región donde los Atrapamoscas sangre de toro son bastante conocidos, sobre todo por su presencia en los alrededores de los poblados y por el uso que hacen de las cercas de los potreros y corrales de los hatos como perchas para cazar, exhibirse y descansar.

 
A menos que haya alguna fuente de luz es probable que uno no pueda ver al Atrapamoscas sangre de toro de noche, pero eso no impedirá que se haga notar ya que, como decían Robin Restall y sus colegas, «en Venezuela canta principalmente al anochecer y de madrugada, raramente de día» (Restall et al, 2007 [2006], p. 503). A esas horas, de acuerdo con la opinión del naturalista y literato argentino hijo de norteamericanos Guillermo Hudson (1841-1922), sus «notas parecen más suaves y prolongadas que cuando las emite durante el día» (Hudson, 1872, p. 809), fraseo que el colombiano Borrero describía como un «ti ri bí» que constituiría, en efecto, una variación menos fuerte de su canto más típico, siendo éste un «ti ti ri bí / ti ti ri bí» (Borrero, 1972, p. 121) del cual se deriva el nombre común que se le da a esta ave en Colombia (pueden oírlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/69693).

 
Titiribí es también un municipio del Departamento colombiano de Antioquia, denominación que le viene del nombre del cacique de la etnia Nutabe que habitaba en la zona a la llegada de los españoles en 1541 (Cervecería Unión, 1941, p. 520), lo que permite deducir entonces que la palabra es de origen indígena. Que un cacique tomara para sí el nombre que le daban en su lengua a este pajarito no resulta raro, ya que las aves que portan el color rojo encendido representan un «símbolo solar para muchas culturas americanas» que las han considerado sagradas (Civrieux, 2003 [1974], p. 105). Tan arraigada estaba esa creencia que Hudson, citando al famoso naturalista francés Alcide d’Orbigny (1802-1857), autor de un Viaje a la América Meridional en nueve tomos, uno de los cuales dedicó a las aves, mencionaba entre los nombres indígenas del Pyrocephalus rubinus, además del guaraní «Guira-pitá (Ave roja)», uno que le parecía mucho mejor, como lo era «Quarhi-rahi, que significa Hijo del Sol» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6), denominación con una carga mística tan marcada que los incas la utilizaban para designar a sus soberanos.

 

Hijo del Sol y Cabeza de fuego rubí son nombres que le calzan bien al macho de esta llamativa ave, la cual resalta refulgentemente contra el cielo azul, sobre todo en los hábitats áridos donde le gusta vivir, como este ejemplar fotografiado en la costa de Unare, estado Anzoátegui. Las tonalidades amarillas que se le ven son propias de los recién llegados a la adultez (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De hecho, no sólo estos atrapamoscas y los soberanos incas sino todo lo que ha habido y hay en la Tierra, incluidos nosotros mismos, seríamos literalmente hijos de algún sol, al menos si nos atenemos a lo sostenido por los científicos que afirman que todos los átomos que han conformado nuestro planeta provendrían de esos astros que llamamos estrellas. El ser nosotros literalmente polvo de estrellas tal vez tenga algo que ver con esa fascinación atávica que a través de la historia pareciera despertar en los seres humanos el color rojo fuego, símbolo no sólo del Sol en torno al cual gira nuestro planeta, sino también del «amor, la calidez, la belleza y la salud, la energía, la excitación, la pasión ardiente y el sacrificio, la angustia, la ira, el peligro mortal, la guerra, el crimen y hasta el propio diablo» (López, 2009). Una muestra de esa fascinación ha sido y es justamente el macho de este Atrapamoscas sangre de toro, ya que la gran mayoría de quienes han dejado referencias sobre él han destacado, diríase que con efusión, el distintivo color rojo encendido que predomina en su plumaje, comenzando por los mencionados aborígenes que lo convirtieron en un ave sagrada.

 
Referencia especial merecen también quienes le pusieron su nombre científico actual, cuyo epíteto de rubinus fue establecido en 1783 por el holandés Pieter Boddaert (1730-1795), quien a su vez se inspiró en el encantador nombre común de «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas» que le diera a este pajarito el famoso naturalista Georges-Louis Leclerc, mejor conocido como Conde de Buffon (1707-1788), uno de los pilares de la Ilustración francesa. En cuanto al género, fue obra del ornitólogo inglés John Gould (1804-1881) quien, a petición del más reconocido de los padres del evolucionismo, que no es otro que Charles Darwin, realizó la descripción de la mayoría de las especies de aves nuevas colectadas por el ilustre científico en su memorable expedición por varios continentes iniciada en 1832 a bordo del Beagle, proporcionando también muchos de los nombres científicos de las ya conocidas, incluido el de Pyrocephalus (Boddaert, 1783, Pl. 42; Buffon,1801 [1770-1783], p. 425; Darwin, 1841, p. 45; Zimmer, 1941, p. 16).

 

François Nicolas Martinet, el más destacado entre los franceses del siglo XIX dedicados a la ilustración de libros, elaboró 973 láminas a color de aves, incluida la que se ve aquí, que fue la N° 675 correspondiente al «Rubí o Atrapamoscas rojo encrestado del río de las Amazonas», primera ilustración a color publicada de esta especie, seguramente basada en un ave disecada ya que el resultado no es muy fiel al ave real

 Charles Darwin incluyó en su libro sobre el viaje del Beagle esta lámina pintada por el ornitólogo e ilustrador John Gould, mucho más parecida al ave viva que la de Martinet, donde aparece un ejemplar macho de una de las subespecies que habitan en las Islas Galápagos, la cual es un poco más pequeña que las subespecies de Tierra Firme

 
Algunos casos paradigmáticos adicionales de deslumbramientos causados por el color de este pajarito deben incluir, de entrada, a uno de los europeos pioneros en difundir con sus escritos las maravillas del Nuevo Mundo, como lo fuera Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), considerado como el primer cronista de Indias, autor que al hablar de los «pájaros que cantan» mencionaba a uno colorado, «de una color tan fina y excelente, que no se puede creer ni ver otra cosa más subida en color, como si fuese un rubí» (Fernández, 1979 [1526], p. 185), descripción que podría por igual aplicarse no sólo al «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas», sino a cualquier otra de las relativamente pocas aves canoras que portan el rojo encendido como color dominante en su plumaje en estos trópicos americanos que tanto inspiraron a Fernández de Oviedo.

 
En una tónica parecida el ya citado Hudson, refiriéndose al Churrinche, nombre que le dan al Pyrocephalus rubinus en el cono sur de nuestro continente, exclamaba que su plumaje era «del escarlata más vivo que se pueda imaginar. Las plumas sueltas de la coronilla, que forman una cresta, son especialmente brillantes, pareciendo un ascua encendida entre el verde follaje», rematando con la aserción de que «al lado del Tiránido, aun los Tangarás arco iris parecen pálidos y los Picaflores, vistos en la sombra, son, sin ninguna duda, de colores opacos» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6).

 
Mencionemos, por último, al prolífico ornitólogo norteamericano Arthur Cleveland Bent (1866-1954), quien lo calificó de «brillante gema flameante, con su prominente cresta de escarlata encendido y su igualmente reluciente pecho rojo escarlata». También opinó que «Pyrocephalus, cabeza de fuego» era «un buen nombre para él» y destacó que en las zonas áridas donde esta avecilla suele habitar sorprendía «ver ese estallido de fulgurante color» que parecía «opacar inclusive a las más brillantes flores escarlatas del desierto» (Bent, 1942, p. 302).

 
Ahora bien, vista la tonalidad resplandeciente del plumaje rojo del macho de esta especie me parece obvio que ese nombre de Sangre de toro que le pusieron en nuestro país a este pajarito resulta inapropiado, ya que, como pusimos de manifiesto al hablar de la tangara llamada en Venezuela Sangre de toro apagado (Ramphocelus carbo), tal denominación hace referencia a una tonalidad de rojo opaco que tira más bien a morado (López, 2010a). Cabe destacar al respecto que ese término se utiliza ante todo para designar un color que se elabora a partir de un insecto. Este animalito, conocido como quermes, vive preferetemente en un árbol semejante a la encina llamado «coscoja», en el cual el insecto produce una «excrecencia o agalla pequeña» denominada «coscojo» y también «grana», la que al ser «exprimida produce color rojo» llamado indistintamente «carmesí» o «grana». Sin embargo, puede suceder que la tonalidad obtenida tire a morado, en cuyo caso se le dice «grana de sangre de toro» y se le considera de calidad muy inferior (Real Academia, 2002, T. I, p. 457, 672 y 1152).

 
Por ello nos parece que el nombre en inglés de «Vermilion Flycatcher» le hace más justicia al rojo intenso que lo adorna, de modo que tal vez algunos piensen que le quedaría mejor llamarlo con su equivalente en español, que sería «Atrapamoscas bermellón», término que designa al «cinabrio reducido a polvo, que toma color rojo vivo» (Real Academia, 2002, T. I, p. 310). Un precedente que hablaría a favor del cambio de nombre es el del ictérido Sturnella militaris, conocido hoy día en Venezuela como Tordo pechirrojo, equivalente al de Red-breasted Blackbill que porta en inglés, pues sucedía que, a pesar de mostrar el macho en su garganta y pecho un rojo nada opaco (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/3639297240/), fue llamado Sangre de toro cuando menos hasta 1949 (Martín, 1949, p. 97). Pero si nos pareciera que el adjetivo bermellón carece de impacto en nuestro medio por lo poco familiar que nos es, lo cual es verdad, pues entonces llamémoslo, siguiéndonos por el Pyrocephalus de su nombre científico, con el muy expresivo nombre de «Atrapamoscas cabeza de fuego».

 
Una verdadera llamarada pareciera brotar de la cabeza de este ejemplar, lo que justifica expresiones como las de ascua encendida, cabeza de fuego, cresta ígnea y otros que le han dado (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Algo que también ha llamado mucho la atención de varios autores sobre esta avecilla es su aparente ausencia de temor o, como dijera el afamado naturalista y explorador norteamericano Charles William Beebe (1877-1962), «su inmunidad frente al peligro» (Beebe, 1905, p. 71), luciéndole al citado Bent como «dócil y despreocupado» ante su presencia (Bent, 1942, p. 306), lo mismo que a Bruno Manara, quien igualmente notaba que este atrapamoscas no rehuía «la presencia del hombre» (Manara, 2004 [1998], p. 52). Sería interesante desentrañar las causas de esa sorprendente conducta en un ave tan vulnerable, la cual tal vez guarde relación con el hecho de que en la Naturaleza el color rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, sea porque es una comida tóxica o porque inocula un veneno poderoso, lo cual inhibe los ataques de sus enemigos potenciales, posibilidad que se correlaciona con el hecho significativo de que no haya informes sobre depredación contra ejemplares adultos de Atrapamoscas sangre de toro (Ellison et al, 2009, Predation).

 
Otro rasgo muy llamativo del macho de esta agraciada especie son sus elaboradas exhibiciones nupciales y territoriales, conducta que comparte con muchas de las otras aves que también se destacan por su colorido, ya que constituye una manera muy efectiva de sacarle a éste el máximo provecho. Varios autores han descrito este comportamiento en diferentes lugares del amplio rango geográfico del Pyrocephalus rubinus (Hudson, 1872, p. 808-809: Bendire, 1895, p. 323; Bent, 1942, p. 302-303; Benedictis, 1966; Smith, 1967 y 1970; Taylor y Hanson, 1970, p. 315-316; Borrero, 1972, p. 120-123), el cual abarca desde la Argentina hasta los Estados Unidos. Ahora bien, considerando que dichas exhibiciones comprenden una serie de componentes que son muy variables, las descripciones publicadas son en la mayoría de los casos sumamente engorrosas, resultando por ello muy poco digeribles, incluso para alguien familiarizado con este tipo de escritos ornitológicos.

 
En vista de lo anterior y siguiendo la máxima china según la cual una imagen vale más que mil palabras, me pareció que lo mejor sería remitir a mis lectores a algunos videos que mostraran las glamurosas exhibiciones en referencia. Pensé que sería sencillo hallarlos en Internet ya que, según señalan los textos y me consta por experiencia personal, este pajarito tiene costumbres que lo deberían hacer fácil de filmar, como la de establecerse en territorios relativamente pequeños a los cuales está muy apegado, de modo que una vez localizado habrá una alta probabilidad de que cuando uno regrese él continúe allí. Adicionalmente tiene predilección por los lugares muy abiertos y, por tanto, muy visibles, lo que unido a la coloración resplandeciente del macho, su falta de recato y, por si fuera poco, su proverbial carácter poco arisco ya referido, lo hacen susceptible sin dificultades excesivas de aproximaciones cercanas y de ser seguido cuando se desplaza por sus predios.

 

Aquí se ve otro bonito macho en el Hato El Cedral posando para los fotógrafos que estábamos en el transporte para turistas a escasos tres metros frente al imperturbable pajarito que todavía estaba allí cuando el camión arrancó de nuevo (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Esa ausencia de temor, dicho sea de paso, era para Bruno Manara la causa de que ya no se encontraran Atrapamoscas sangre de toro «en la vertiente sur, sino en la zona seca y los espinares del lado norte del Parque El Avila» pues, por ser confianzudo con la gente, «está expuesto al cautiverio por obra de los cazadores furtivos», lo que hace, según él, que aun en la vertiente norte que colinda con el mar Caribe sea «poco frecuente observarlo en la actualidad» (Manara, 2004 [1998], p. 51 y 52). Esa cacería se debería mayormente a su apariencia, ya que su canto está lejos de ser tan llamativo como su coloración, comprendiendo adicionalmente una coreografía nada apropiada, e incluso muy peligrosa para el ave si la ejecutara dentro de una jaula, ya que, como decían Phelps y Meyer y veremos con más detalle de seguidas, el macho «vuela hacia arriba y luego canta al dejarse caer lentamente» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 280). Sin embargo, tal vez pesen además otras razones menos obvias en la rareza de esta especie en el Avila, ya que este pajarito, si bien «es un favorito entre los observadores de aves, no suele ser tomado por los avicultores, ya que los machos tienden a perder sus brillantes colores cuando son atrapados silvestres y encerrados en jaulas» (Wikipedia, 19/11/2013), lo cual se debería a que en las aves este color depende no sólo de la genética sino también de los alimentos que ingieren y del ambiente en que viven.

 
Volviendo a los videos, lamentablemente resultó que, después de pasar varios días buscándolos en Internet infructuosamente, tuve que resignarme a desistir. Entre los por qué de la extraña ausencia de tales videos podría estar lo señalado por uno de los ornitólogos que más ha contribuido a sistematizar el repertorio de despliegues, cantos y llamados de esta ave, como lo ha sido el norteamericano John Smith, quien se quejaba del «montón de tiempo que se requería para el estudio de cada ejemplar» en razón de que «ejecutan muy pocos despliegues», los cuales al parecer se concentran «durante el período reproductivo» (Smith, 1967, p. 601). Esta referencia me hizo sentir afortunado de haber podido presenciar una de tales exhibiciones hecha por un ejemplar al que siempre visito en la Laguna de Unare, cerca del restaurante Pelícano, lo cual me ha permitido además deducir otra razón de la falta aparente de videos en Internet, ya que en esa oportunidad su despliegue me tomó totalmente por sorpresa, de modo que, aunque hubiese tenido mi cámara presta en el modo de video, difícilmente hubiera podido filmarlo ya que duró muy poco y no lo repitió.

 

Las exhibiciones del macho, tanto durante el cortejo como en la defensa de su territorio, son tan llamativas como el plumaje. Este ejemplar combina aquí el efecto visual con el vocal (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Pudiera ser, sin embargo, que el dichoso video sí exista y que no fui lo suficientemente persistente en mi pesquisa, en cuyo caso les agradecería en el alma a quienes sepan de uno, aunque su calidad deje que desear, que nos indicasen dónde se le puede encontrar. Por lo pronto he optado por transcribirles un collage de las inspiradas descripciones con que se regodeaban cuatro ornitólogos de tiempos ya idos, salpicadas con algún aderezo propio, muy diferentes a las frías relaciones que estilan los de ahora, rebosantes de terminología técnica y pesadas cual ladrillo, lo que no quita, por supuesto, que sean una calificada fuente de información muy útil para entender el comportamiento de esta especie. El texto en cuestión quedó así:

 
A partir de su percha, ubicada usualmente en una ramita de un árbol, se ve al macho en su hermoso plumaje rojo ascender 5, 10, 15 metros y hasta más alto en un éxtasis de excitación, con su ígnea cresta erecta, su resplandeciente pecho expandido, su cola alzada y desplegada y sus alas vibrando rápida y sonoramente, suspendiéndose como un Cernícalo y ascendiendo en círculos, asemejando una bola bermeja flotante. A intervalos frecuentes el ave vierte una encantadoramente dulce canción de amor, suerte de sucesión de gorjeos tintineantes y borboteantes semejantes al sonido del agua corriente de una esclusa de cuello estrecho, pero infinitamente más musical y rápido, todo ello para el deleite de la pareja que ha escogido. Repentinamente, a punto ya de agotarse su energía, el galán se deja caer casi verticalmente en una serie de caladas, al estilo de un rapaz, para posarse, evidentemente ufano de su atractiva apariencia, cerca de la pequeñina forma gris destinataria de su refinada representación. Luego ambos se escaparán juntos… a menos que otro aspirante se haya tal vez ganado el amor de la muy ingrata (Hudson, 1872, p. 808; Bendire, 1895, p. 323; Beebe, 1905, p. 92-93; Bent, 1942, p. 303).

 
Esa hembra tan opacada por el macho, de la cual todavía no hablábamos, es un personaje de conducta mucho más discreta que su contraparte masculina, como veremos más adelante. A diferencia del macho, su plumaje presenta variaciones, a veces muy marcadas, entre diferentes grupos de individuos, sobre cuya base han sido reconocidas a través de su rango geográfico una docena de subespecies. En la mayoría de ellas esos colores suelen ser muy poco llamativos, de tonalidades grisáceas por arrriba, blancas en la garganta y blancuzcas con estrías anteadas en el pecho. En la parte ventral se  presentan las mayores divergencias, pudiendo variar desde el blanco hasta el rojo, pasando por diferentes tonalidades rosadas y amarillas, lo cual no sólo se da entre las distintas subespecies sino incluso dentro de algunas de ellas en particular, como la migratoria Pyrocephalus rubinus rubinus de Suramérica.

 
Es importante destacar que, entre todas las subespecies, la que presenta en el vientre la tonalidad roja más subida es la que tenemos en Venezuela, denominada Pyrocephalus rubinus saturatus, palabra esta última que justamente significa «ricamente coloreado» (Jobling, 1991, p. 210), la cual habita también en el noreste de Colombia, en Guyana y en el noreste de Brasil, siguiéndole en intensidad del rojo la subespecie peruana P. r. ardens. Sobre este particular cabe citar al naturalista norteamericano John Todd Zimmer (1889-1957), quien por cierto mantuvo una estrecha colaboración con los Phelps, incluida una revisión de su famosa colección de aves que les permitió descubrir en ella cuatro nuevas especies endémicas de Venezuela que habían sido pasadas por alto, autor que con igual minuciosidad estudió también la avifauna del Perú, pudiendo así describir por primera vez tres de las cinco subespecies reconocidas que hay allí del Turtupilín, como llaman en ese país al Atrapamoscas sangre de toro, incluida la mencionada P. r. ardens. Opinaba Zimmer sobre el punto en cuestión que «el color de la saturatus» alcanzaba, en comparación con el de la ardens, «un extremo mayor en la viveza del color del abdomen» y usualmente tenía «las rayas del pecho más pronunciadas» (Zimmer, 1941, p. 22).

 
Debo advertir aquí a nuestros lectores observadores y fotógrafos de aves que las imágenes de la hembra que aparecen en los libros de Phelps y Meyer (lámina 29) y Hilty (Lámina 45), pintadas por Guy Tudor, parecen haber sido hechas tomando como modelo ejemplares de museo de otras subespecies, seguramente las norteamericanas P. r. flammeus y P. r. mexicanus, ya que tienen en la parte ventral tonalidades respectivamente asalmonadas y rosadas. En contrapartida, la imagen pintada por Robin Restall que aparece en Restall et al (lámina 198) resulta mucho más próxima a los ejemplares vivos con vientres rojos que uno va a encontrarse en el campo.

 
Podría pensarse que esta característica coloración tal vez genere en Venezuela confusión a la hora de diferenciar a las hembras adultas de los machos inmaduros, como sucede con algunas otras especies con dimorfismo sexual, pero en realidad casi siempre es relativamente sencillo distinguirlos ya que el plumaje de las primeras, salvo que se encuentren en período de muda, aparece bastante definido, con los colores bien diferenciados, mientras que el de los segundos suele estar salpicado de plumas rojas dispersas en cantidades variables, sobre todo en la cabeza, la garganta y el pecho, y a veces incluso en el vientre, que es la parte que adquiere primero su color definitivo (ver un ejemplo aquí: http://www.flickr.com/photos/8661450@N04/2851526873/ y otro aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3442360090/).

 

Este ejemplar exhibe por debajo la vistosa tonalidad de rojo propia de la hembra del Pyrocephalus rubinus saturatus. En este caso estamos segurísimos de que es una hembra no sólo por esto sino también porque se encontraba alimentando a su cría en el nido, como se ve en otra foto más adelante, vigilada por el macho desde una percha cercana (Fotografía tomada por Carlos Castillejo)

 

Esta es otra hembra adulta con la coloración típica de la Pyrocephalus rubinus saturatus, la cual estaba también acompañada de un macho, aunque no pude saber si estaba anidando (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
En cuanto a los juveniles, son fáciles de identificar ya que presentan un color gris anteado por arriba y blanco por debajo, sin tonos rojos, con estrías en el pecho (ver uno aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3545778741/). En este caso la única confusión posible sería con la hembra de la ya referida subespecie migratoria sureña Pyrocephalus rubinus rubinus, pues hay muchos ejemplares de ella que, según se puede verificar en Internet, también son blancas por debajo. Esta subespecie llega a Colombia y se sospecha que también lo haga a Venezuela, aunque todavía no hay registros que lo confirmen (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Tampoco he encontrado referencias sobre la presencia en nuestro país del Pyrocephalus rubinus piurae que se encuentra en Colombia y Ecuador, cuya hembra tiene el vientre rosado (pueden ver una aquí: http://ibc.lynxeds.com/photo/vermilion-flycatcher-pyrocephalus-rubinus/female-branch), aunque debo señalar que fotografié en la Laguna de Unare una con un bien definido plumaje adulto que se le parece muchísimo, según se puede verificar en la foto que sigue, aunque pudiera tratarse también de un ejemplar desteñido quién sabe por qué o de una jugarreta de la luz.

 

Al comparar a este ejemplar con las chicas de las fotos anteriores se advierte que su coloración no se parece mucho a la hembra adulta de Pyrocephalus rubinus saturatus sino más bien a la de Pyrocephalus rubinus piurae (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Ahora bien, sea cual fuere la subespecie, resulta que la hembra del Atrapamoscas sangre de toro se diferencia del macho no sólo por su plumaje sino también porque tiene muy poca afición por el exhibicionismo y las vocalizaciones. Más aun, estas últimas no son propiamente cantos sino llamados, en particular uno que hacen tanto el macho como la hembra para «llamar a la pareja o congregar a la familia» (Borrero, 1972, p. 122), que puede ser utilizado también como «llamado de alarma» (Ellison et al, 2009, Sounds). Hay quienes agregan que la hembra emplearía ese sonido como «una invitación al macho para aparearse», pero el único caso referido, no muy convincente por cierto, concernía a ejemplares en cautiverio (Smith, 1967, p. 604), mientras que para las aves silvestres los registros efectuados se ubican dentro de las denominadas situaciones «angustiantes» (agonistic en inglés), como sería una aproximación poco amistosa a la pareja (Smith, 1970, p. 489-490), comportamiento presente también en los machos cuyas motivaciones no han sido bien esclarecidas todavía.

 
Lo que sí está claro es que, cuando el macho llega al empecinamiento en su afán por cautivar a la fémina, recurre a un artilugio casi infalible que suele culminar con la entrega extasiada de ésta al irresistible galán, consistiendo la treta, en palabras del colombiano José Ignacio Borrero, en que, «como acto previo, el macho caza un insecto, vuela con él en el pico y lo ofrece a la hembra, o la hembra que lo ha visto vuela hacia donde él está», siendo el desenlace de esta tierna historia de seducción gastronómica que «el macho entrega el insecto a la hembra e inmediatamente la monta», degustando ella el bocadillo apenas termina el apareamiento (Borreo, 1972, p. 124). Este resultado se debería en realidad a que esta parte del ritual del cortejo parece fungir de evaluación de la disposición del macho para alimentar a la hembra cuando ella esté incubando los huevos, lo mismo que de cooperar posteriormente en el suministro de comida para la prole, que puede alcanzar entre uno y tres pichones.

 
Y en efecto, ése será el comportamiento que seguirá el macho cuando la hembra se acomode en el nido para iniciar la incubación de los huevos, de modo que la madre tendrá la seguridad de que no necesitará descuidar esa tarea por buscar alimento, ya que su consorte le proveerá periódicamente de nuevos bocadillos que degustar (Taylor y Hanson, 1970, p. 317; Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 33 y 34), oportunidad que el libidinoso macho aprovechará de vez en cuando para hacerle el amor rapidito mientras ella engulle el obsequio (Ellison et al, 2009, Behavior).

 
El resto del tiempo el macho estará posado en alguna percha cercana cuidando a su adorada pareja, siendo, según refería Guillermo Hudson, «extremadamente vigilante y violento para repeler a los intrusos», lo cual impide, entre otras cosas, que tenga éxito con ellos la astuta hembra del Tordo mirlo (Molothrus bonariensis), bien conocida por colocar sus huevos en los nidos de otras aves para que éstas los incuben y se ocupen de las crías (Hudson, 1872, p. 809). Unas dos semanas después nacerán los pichones cuya alimentación estará «en gran proporción a cargo del macho, mientras que, para la etapa de pichones grandes, la contribución de cada sexo» será aproximadamente «similar» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 34). Esta atención sigue cuando los volantones abandonan el nido, siendo de destacar que si la hembra «inicia otra postura, tan sólo el padre» continuará atendiendo a la prole previa (Borrero, 1972, p. 128).

 

La hembra construye su nido casi siempre en una horqueta de ramas horizontales con materiales que se confunden con los colores del árbol. Esta hembra, que es la misma que aparece de frente en una foto anterior, alimenta un pichón bastante crecidito al que parece faltarle poco para salir del nido (fotografía tomada por Carlos Castillejo)

 

Esta otra hembra fue fotografiada en La Geraldina, lugar situado varios kilómetros más abajo de La Azulita, en el estado Mérida. En este momento estaba empollando los huevos mientras el macho que aparece en la foto que sigue vigilaba perchado muy alerta en otra rama del mismo árbol (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

He aquí el macho consorte de la hembra de la merideña Giraldina, mucho más cercana al Lago de Maracaibo que a los páramos andinos (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Todo el comportamiento reseñado contradice el patrón de conducta que predomina en la mayoría de las otras aves con pronunciado dimorfismo sexual en que el plumaje del macho es muy vistoso, como lo son, por ejemplo, los Saltarines de la familia Pipridae, los cuales son unos narcisistas consumados que ocupan su tiempo en tratar de seducir el mayor número de hembras posible valiéndose de exhibiciones muy elaboradas, renegando de cualquier responsabilidad parental o familiar posterior, según referimos con detalle en un texto de esta serie dedicado al Saltarín cola de hilo (Pipra filicauda) (López, 2010b). De esta suerte el Atrapamoscas sangre de toro sería una excepción de la norma que iguala el dimorfismo sexual acentuado con la ausencia de participación del macho en la crianza de la prole, e incluso de otra que dice que «en las especies con cuidado biparental en las que los machos son más coloridos que las hembras, éstos tienen una menor participación relativa en el cuidado parental» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32).

 
Estos últimos autores citados afirman además que este Atrapamoscas sangre de toro de actuación tan peculiar también es «una especie monógama» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32). Sucede, sin embargo, que aunque nunca hubiera sido sorprendido in fraganti un ejemplar cometiendo adulterio, ello no impide hoy día que se sepa con certeza si lo ha habido o no, pues desde que se inventaron las pruebas genéticas la filiación dejó de ser un hecho inescrutable no sólo en los humanos sino en cualquier otro ser vivo. Ha resultado así que estos pajaritos, a pesar de los pesares, no pasaron la prueba del ADN, habiéndose encontrado en un estudio realizado en México que «entre uno y dos tercios de las nidadas contenían pichones extra-maritales», demostrándose así que «las relaciones fuera de la pareja» eran «relativamente comunes» (Ellison et al, 2009, Behavior). Podemos decir entonces, con conocimiento de causa, que nuestro personaje tiene en realidad algo más que la sola pinta de Don Juan y que tampoco su Dulcinea es tan casta como aparenta.

 

En la Naturaleza el color rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, lo cual inhibe a sus enemigos potenciales. Tal vez allí esté la razón de la actitud relativamente despreocupada ante el peligro que trasluce esta avecilla (Fotografía tomada poe Eduardo López)

 
Todo lo anterior nos indica que el Atrapamoscas sangre de toro ejemplifica una mixtura muy creativa que no calza completamente en ningún esquema o patrón. Para mí tal vez lo más admirable radica en que este pequeñín constituye una prueba palpable de que la aparentemente muy riesgosa combinación de vistosidad con candidez no excluye el éxito vital como especie, ya que se trata de un ave muy «común ampliamente distribuida» en su extenso rango geográfico (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Por ello comparto el asombro de William Beebe cuando, a principios del siglo XX, decía que «esta hermosa criatura debe haber contado con algún talismán que lo ha protegido del sino que pende sobre las aves brillantemente coloridas, pues parece no tener temor de mostrar su belleza» (Beebe, 1905, p. 70). Sólo faltaría agregar el deseo de que ese talismán nunca pierda su poder.

 

BIBLIOGRAFIA CITADA

 

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