viernes, 14 de febrero de 2014

Guaro, Loro guaro

Guaro, Loro guaro

Orange-winged Amazon

Amazona amazonica


Escrito por Eduardo López


Ilustrado con fotografías tomadas por Lorenzo Calcaño, Mauro Guanandi y Eduardo López


Esta es una versión del original publicado en mayo de 2010
revisada, corregida y actualizada por el autor


 
Decía Eduardo Röhl, por allá por los años 40 del siglo XX, que en Venezuela el Guaro era «el tipo de loro más común» (Röhl, 1956 [1942], p. 247). Sesenta años después Steven Hilty lo reiteró al señalar que el Guaro era «el loro Amazona más común y más frecuentemente visto sobre la mayor parte de Venezuela» (Hilty, 2003 [2002], p. 346), mientras que David Ascanio y sus hijos hacían lo mismo en 2008 al especificar que el Guaro «puede observarse a lo largo de casi todo el país, incluyendo las principales ciudades», usualmente «en grandes bandadas», habiendo llegado en Delta Amacuro «a contar hasta veinte mil loros en un mismo dormidero» (Ascanio, 2008, p. 23). Todo ello sugiere que esta especie goza todavía, al menos en Venezuela, de buena salud, a pesar de lo que se dice, según veremos después, sobre las persecusiones que habría sufrido y que sufriría todavía.







El Guaro es casi todo verde. La cabeza es grande con la corona y las mejillas amarillas y la frente azul. Se le ve un borde del ala de color anaranjado rojizo, del cual le viene su nombre en inglés. Presenta también un espejo alar del mismo color que se le nota en vuelo. La cola es multicolor, con puntas amarillo limón, base azul y bordes anaranjados (Fotografía tomada por Eduardo López)


Los integrantes del género Amazona al que pertenecen una treintena de especies, incluidos el Loro Guaro y el muy conocido y apreciado Loro real [Yellow-crowned Parrot] (Amazona ochrocephala), fueron llamados así porque son originarios de la gran cuenca del río Amazonas. Ello explica asímismo la designación de Loros amazónicos, término utilizado en particular por los criadores y comerciantes de aves, al igual que el nombre de Loro Guaro del Amazonas que se le da al Amazona amazonica en algunas partes de su rango geográfico, que comprende, además de Venezuela, Trinidad y Tobago, Guyana, Suriname, Guayana Francesa, Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia.


En cuanto a lo de Guaro, los citados Ascanio señalaban que no habían «encontrado todavía la razón para llamar así a este loro» (Ascanio, 2008, p. 23). Sobre ese particular me parece que quien más se ha aproximado a una respuesta plausible, así sea parcial, ha sido —¡cuándo no!— ese ratón de bibliotecas y archivos que fuera don Lisandro Alvarado, quien decía que «uarro» era «loro en carúsana», lengua de una etnia homónima que el historiador Bartolomé Tavera Acosta, precursor de nuestra Etnología, ubicaba al sur de la Guayana venezolana, señalando que eran descendientes «de los antiguos marapizanos» (Alvarado, 1984 [1921], p. 213; Tavera, 1907, p. 4 y 81). Habría que agregar, sin embargo, que a Alvarado se le escapó la referencia de Tavera a otro vocablo fonéticamente algo más cercano a guaro como lo es «uaro», que significa loro en la lengua mandauaca, hablada también al sur de nuestra Guayana (Tavera, 1907, p. 69).


A partir de lo anterior se puede inferir que si a nuestra ave la llamáramos «Guaro», tal como se hacía desde mediados del siglo veinte para atrás, equivaldría a decir «loro», ya que esa palabra no sería más que el término utilizado en varias lenguas indígenas venezolanas como nombre común aplicable a todos los loros, cualquiera que fuese la especie, lo cual explicaría también la mención de Alvarado referente a que en su época la voz guaro designaba en el oriente del país y en Caracas «al loro en general» (Alvarado, 1984 [1921], p. 213).
Si, por el contrario, lo llamáramos «Loro Guaro», como se puso de moda hacerlo desde que William H. Phelps hijo y Rodolphe Meyer lo bautizaran así en su famosa Guía de las aves de Venezuela publicada en español en 1978 (Phelps y Meyer, 1978 [1977], p. 120), el significado de tal expresión sería en definitiva un redundante «Loro Loro», puesto que, según quedó dicho, Guaro significa Loro.


Cabe destacar que en nuestras culturas indígenas «muchos pájaros», incluidos los loros, «desempeñan papeles sagrados», según refería ese extraordinario etnólogo francés llamado Marc de Civrieux que tanto contribuyera al conocimiento del mundo aborigen venezolano (Civrieux, 2003 [1974], p. 104). Decía este autor que a la llegada de los europeos los Cumanagoto los criaban «como suelen hacerlo todavía las diversas tribus actuales de Venezuela» (Civrieux, 1980, p. 162). En el caso de los Yekuana o Makiritare señalaba más concretamente que los loros «suelen criarse en la casa comunal sin fines utilitarios, porque se cree que son espíritus “familiares” de ciertos niños. Se recoge el animal joven en la selva, en el momento de nacer un niño; se amamanta como si fuera su hermano, y se considera espiritualmente identificado con el niño» (Civrieux, 2003 [1974], p. 101-102).
Aquí se ve a la derecha un Guaro adulto y a su izquierda un ejemplar juvenil de Loro burrón [Mealy Parrot] (Amazona farinosa). Ambos se encontraban en un pequeño poblado de la etnia Pemón cercano a Yutajé, en el Estado Amazonas, en el cual habían sido criados como miembros de la comunidad. Allí vimos también una Pava rajadora [Common Piping-Guam] (Pipile pipile) a la cual le habían atado en una pata una tira de tela que servía para advertir a quien anduviera de cacería que no se trataba de un ave de presa sino de un ave doméstica (Fotografía tomada por Eduardo López)


Pero, a diferencia de Civrieux, los europeos llegados a América en plan de conquista y colonización no hacían el menor esfuerzo para entender tales conductas, dándoles en el peor de los casos visos diabólicos y en el mejor explicaciones rebuscadas, como sucedió con el fraile Matías Ruiz Blanco quien, en un libro publicado en 1690, hablaba de una especie de loros llamados pupitiri por los indios que, según él, «para que hablen bien se ha de criar uno solo». Advertía, sin embargo, que «los loros tienen una particularidad, y es que aprenden mejor la lengua de los indios que la castellana, y es con tanta tenacidad que el que habla lengua de indio no percibe otra, aunque se trabaje mucho para enseñársela» (Ruiz, 1965 [1690], p. 34).


Claro que, tratándose de los loros protagonistas de este escrito que portan orgullosamente hoy en día su nombre indígena de Guaro, nunca se lograría hacerlos hablar mucho ni en lengua cristiana ni en lengua aborigen, ya que, como podrá saber cualquiera que conviva con uno domesticado, el Guaro es sumamente flojo para articular palabras, aprendiendo cuando más dos o tres.


Así ha sucedido, por ejemplo, con Dulcinea del Guaicay, nombre que nuestra colega María Carolina Vesga, de la Sociedad Conservacionista Audubon de Venezuela, le pusiera a una Lora guara que le regalaron hacia 1995, cuando ella, al igual que yo, todavía era neófita en aves, lorita que, según afirma su dueña, sólo pronuncia tres vocablos: «hola», «rico» y su nombre, tanto completo como el apócope «dulci», lo cual es bastante si se compara con Tranquilino, un Guaro domesticado muy pícaro que fuera adoptado por mi esposa y vive en libertad en la finca La Pomarrosa, quien a duras penas dice «lorito».
Esta belleza es Dulcinea del Guaicay, nombre este último del lugar donde se crió. Dulcinea está suelta la mayor parte del tiempo y de noche duerme en un palito en la habitación de su dueña, a la que cela mucho. Come de todo y le encanta que la visiten y que su mamá la lleve de visita (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)
Este buenmozo es Tranquilino. Nació silvestre pero alguien lo sacó de su nido. Cuando llegó a la finca La Pomarrosa tenía alrededor de un año de edad. Se la pasa en la casa cuyo techo de tejas se ve detrás de él, que es la del encargado de la finca, al igual que en sus alrededores, como el gallinero sobre cuya cerca está posado (Fotografía tomada por Eduardo López)


Esa parquedad fonética del Guaro crea generalmente gran frustración en quienes los adquieren creyendo que son habladores, máxime cuando se percatan de que a este loro lo que en realidad le encanta hacer es silbar fortísimo, reirse a carcajadas y chillar estruendosamente, como pasa con alguna frecuencia con Tranquilino y Dulcinea, maneras algo extravagantes con que suelen demostrar que están contentos o, en el tercer caso, también ansiosos o temerosos. Una de las consecuencias de ello ha sido que, por ejemplo, en varias zonas de Estados Unidos, sobre todo en la Florida, así como en Londres hayan surgido y estén en expansión poblaciones de Loros guaros que se han asilvestrado luego de ser echados de casa por sus decepcionados propietarios.


Ahora bien, hay que entender que los loros silvestres son seres muy gregarios que se comunican de muchas maneras entre sí, habiéndose demostrado que sus «enormemente diversas y variables llamadas… son utilizadas en comunicaciones complejas» y que «desarrollan dialectos, lo que subraya la importancia de la imitación en el modelado del repertorio vocal de poblaciones separadas», de modo que «en las condiciones sociales no naturales experimentadas por los loros cautivos, la disposición a imitar a su propia especie se traslada a los “miembros” humanos de la bandada y a sus vocalizaciones» (Juniper y Skutch, 2006 [2003], p. 273).


Se puede decir entonces que el Guaro lo que hace es imitar algunos de los sonidos de los humanos —que recordemos que es la especie más ruidosa de la creación—, dándole mayor relevancia no a las palabras sino más bien a los silbidos, risas, chillidos y otros ruidos que solemos emitir ya que en su ambiente natural los sonidos estridentes parecen ser para estos loros muy importantes en la cohesión de los grupos (los pueden escuchar en un comedero aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/108996 ), lo cual no excluye sin embargo la emisión de sonidos de pocos decibeles, casi murmullos, como lo hacen con frecuencia tanto los Guaros silvestres como los domésticos, incluidos Dulcinea del Guaicay y Tranquilino.


Mucho más apto que el Guaro para el parloteo es el ya mencionado Loro real, el cual sería según algunos «el más célebre “hablador” del mundo» (Gremone y Medina, 1985, p. 93), en parte por su notable capacidad verborréica, pero sobre todo por el hecho de haber sido la especie de loro más llevada por los españoles a Europa. Según Kathy Deery de Phelps ello habría dado «origen a la frase clásica que le enseñamos a los loros: “Túa, túa, Lorito Real, para España y no para Portugal» (Deery, 1999 [1954], p. 25), de la cual parece que el poeta tachirense Manuel Felipe Rugeles llegó a estar tan fastidiado que en su poema para niños titulado Lorito real dijo: «¡Ay, mi lorito! / vamos a hablar, / mas no de España / ni Portugal» (Rugeles, 1950, p. 82).
Aquí vemos un Loro real casualmente en una pose similar a la anterior de Tranquilino, pero no en Barlovento sino mucho más lejos, más allá de Upata en la ruta hacia la Gran Sabana.  Comparando ambas fotos podrán notar las diferencias más resaltantes  entre ambas especies, como lo son la distribución de los colores en la cabeza, la piel alrededor del ojo y el color de las plumas del hombro y de la cola (Fotografía tomada por Eduardo López)


Hoy día los Loros reales son los Amazona más populares en Norteamerica, gozando «de una buena reputación como imitadores. Son para los americanos lo que los amazónicos de frente azul para los europeos» (Bales, 2005 [1997], p. 62). Aclaremos que este último nombre se aplica al Amazona aestiva, llamado en inglés Blue-fronted Amazon, un loro que no habita en Venezuela sino en países del sur de Suramérica que tiene la particularidad de presentar los mismos colores azules y amarillos en la cara que tiene el Guaro, pero que se diferencia de éste por ser un poco más grande y por tener el pico negruzco y colores amarillo o rojo en el hombro, según se puede confirmar en la foto que sigue.

Compárenlo con Tranquilino y Dulcinea del Guaicay y se convencerán de que más de uno podría pensar a primera vista que se trata de un Amazona amazonica y no de un Amazona aestiva (Fotografía tomada por Mauro Guanandi)


Hay, sin embargo, quien ha sostenido que en Europa no sería el Frentiazul sino el Guaro «el Amazona más numeroso debido al elevado número importado de Guyana» (Low, 2005, p. 145). Como el Loro real, el Frentiazul es famoso «por su capacidad de imitación», de modo que en los aviarios se vende caro. Ahora bien, dado su parecido con el Guaro «a menudo es confundido con él y cabe incluso que sea anunciado como tal por parte de algunos vendedores» (Bales, 2005 [1997], p. 60 y 62), o lo que es lo mismo: éstos estafan descaradamente a los compradores haciéndoles creer que los Guaros chillones son Frentiazules conversadores.


Ser los loros más solicitados tiene generalmente la contrapartida de ser también los más perseguidos en su ambiente natural, lo cual acontece tanto con nuestro Loro real como con el sureño Loro frentiazul. Este último usualmente es capturado y «vendido por el campesino al “colector” por $4; éste lo vende al exportador en $8, y eventualmente el detallista lo vende a $400 en Europa y USA», lo cual implica una ganancia exorbitante que lo convierte en un negocio extremadamente atractivo (Collar, 1997, p. 328).


En el caso de nuestro Loro real sucede algo parecido, estando marcado este comercio ilegal por hechos muy lamentables, no siendo el menor de ellos la promoción por parte de los traficantes criollos del involucramiento de los indígenas, quienes son muy eficientes cazadores, criadores y cuidadores de loros. Es de destacar respecto de los Kariña del Llano, que el citado Civrieux elaboró una lista de animales para que ellos dijeran libremente lo que se les ocurriera sobre cada uno, siendo la respuesta para el Loro real la siguiente: «que la lora, cuando llega el tiempo de ella, pone, y después la gente anda buscando. Que cuando está pichón, lo anda buscando para venderlo. Que lo vende a los criollos» (Civrieux, 2003 [1974], p. 154). Vale aclarar que la «gente» a que alude el informante son los mismos Kariña, etnia formada por los descendientes más cercanos en Venezuela de los famosos Caribe, quienes tenían como divisa, como es bien sabido, «ana karina rote», que significa «sólo nosotros somos gente».


Otro autor llamado Pablo Anduze, quien estudió a los Piaroa o Dearuwa del estado Amazonas, señalaba en un texto aparecido originalmente el mismo año que el de Civrieux, que estos indígenas utilizaban pegamento para cazar loros y otras aves «para la venta», ubicando los árboles donde suelen posarse y embadurnando «las ramas con pega de tal manera que las aves no sólo quedan pegadas por las patas sino que se les pegan las plumas y caen al suelo sin poder volar», agregando que estos indios poseen «una habilidad especial para amansar las aves que capturan y la paciencia requerida para alimentarlas mientras se amansan» (Anduze,1974, p. 68-69)


Sobre la magnitud adquirida por el comercio con Loros guaros silvestres hay posiciones encontradas. Por ejemplo, en 1994 dos investigadores del Ministerio del Ambiente llamados Salvador Boher y Ricardo Smith afirmaban que «los indígenas Warao manifiestan que los centenares de guacamayas y loros que muchas de sus familias mantienen en las viviendas (la cifra puede variar de 2 hasta 18 aves por vivienda) son para venderlas a los compradores guyaneses», estimando ese comercio en 5000 aves anuales (Boher y Smith, 1994, p. 277). El varias veces citado Nigel Collar decía al respecto, por su parte, que aunque el Loro guaro era abundante en su rango, en especial en el norte, era «atrapado excesivamente en partes de ese rango, siendo Guyana la fuente de la gran mayoría de aves de esta especie en el comercio internacional». También sostenía que «la caza “deportiva” había reducido su número en Suriname», al igual que «en la Guayana Francesa» (Collar, 1997, p. 474), lo cual fue señalado también por Restall y sus colegas, pero especificando que la caza excesiva orientada hacia el comercio de aves se daba «por todas partes» (Restall et al, 2007 [2006], Vol. 1, p. 192). Rosemary Low decía dubitativamente, por último, que el Guaro «tal vez» era «el Amazona más fuertemente atrapado de todos» (Low, 2005, p. 145). Sin embargo los Ascanio, que como es sabido se la pasan desde hace muchos años explorando «en el terreno» o «en el campo» —como se dice en la jerga ornitológica—, parecen haber desestimado tales aseveraciones al afirmar que como el Guaro «es un loro muy gritón y no aprende palabras no es solicitado por los contrabandistas de aves» (Ascanio, 2008, p. 23).


Cualquiera que fuera el caso, no cabe duda que la vocinglería de los Loros guaros constituye un gran espectáculo en las muchas partes de Venezuela donde ocurre. En Barlovento, por ejemplo, si bien los bandos no tienen las magnitudes reportadas para Delta Amacuro, es muy notoria desde siempre su presencia divertidamente ruidosa, sobre todo en la mañana temprano y al atardecer, al punto que son una referencia infaltable en la literatura regional.


En la inspiración del curiepeño Juan Pablo Sojo, por ejemplo, el retorno de los Guaros a sus dormideros venía envuelto en el halo enigmático del océano, como se puede apreciar en un párrafo de su novela Nochebuena negra que dice que «por un clarol de oriente contra la lejanía zafirina, los puntos presurosos, alados y bullangueros de los loros traían la misteriosa reticencia del mar abierto allá frente al Codera, en la costa barloventeña orlada por la esmeralda de los manglares y guamos» (Sojo, 1976 [1930], p. 126). Por su parte Julio Febres Cordero, quien fungiera de cronista de la región, buscando resaltar tal vez la condición autóctona de estas aves, asimiló en un párrafo de su Cuenterío barloventeño el regreso vespertino de los bandos de Loros guaros al retorno de un grupo de indígenas luego de sus correrías sorpresivas contra los españoles, denominadas antiguamente malones, al decir que «el sol declinaba. Los majestuosos samanes, los “mulatos” elegantes, los espigados araguaneyes lo iban ocultando. Comenzaban las tribus de loros a regresar de sus malones. Iniciaban los grillos su desapacible chirriar» (Febres, 1985, p. 92). Arturo Uslar Pietri, por último, en un cuento escenificado en Barlovento titulado El baile del tambor, tampoco pudo dejar de mencionar a los Guaros en un párrafo que dice así: «A veces, después de beber, tendido en la orilla, soltaba una hoja seca para verla irse con la corriente, y se quedaba mirándola atontado hasta que el grito de una guacharaca en el bosque o la algarabía de un bando de loros que cruzaba en el aire venían a sacudirle» (Uslar, 1969, p. 95).


Pero no se crea que la bullaranga de los Guaros es permanente, ya que sólo «vocalizan alto a determinadas horas: después del amanecer, al partir del dormidero, durante el vuelo, antes del atardecer y cuando se acicalan y juegan. De resto están en silencio» (Collar, 1997, p. 305). Yo agregaría, sin embargo, que también son ruidosos, como muchos humanos, al llegar y al salir de los comederos, al menos de acuerdo con mi experiencia en, por ejemplo, lugares tan disímiles como la finca La Pomarrosa, localizada en Barlovento, estado Miranda, y Río Frío, lugar ubicado hacia el oeste del estado Mérida, cerca del Lago de Maracaibo.


Es asimismo cierto, sin embargo, que mientras están comiendo suelen no vocalizar o hacerlo quedamente, aunque si su alimento consiste, por ejemplo, de semillas de Mijao (Anacardium excelsum) o frutos de Jobo (Spondias mombin) la continua caída de las piezas desechadas por estos exigentes comensales los delatarán. Además de semillas y frutas suelen alimentarse con néctar y pétalos de flores, siendo unos apasionados de las de Bucare (Erythrina spp) e incluso de las hojas maduras.
Los Guaros también son come flores. Este ejemplar formaba parte de un bando que llegó a este Bucare para darse banquete con la abundante floración del árbol (Fotografía tomada por Eduardo López)


Otro momento en que los Guaros se quedan mudos es cuando llueve copiosamente, como sucede con mucha frecuencia en algunos de sus hábitats, como la frondosa selva amazónica lo mismo que el Barlovento venezolano. En tales circunstancias buscan guarecerse rápidamente quedándose muy quietecitos deseando que el chaparrón no se extienda por mucho tiempo ni arrecie demasiado. La razón de su conducta es que caracen de la glándula uropigial secretora del aceite que muchas especies de aves utilizan para la impermeabilización de su plumaje, de modo que a estos loros el agua textualmente no les resbala. Por el contrario, penetra y enchumba sus plumas haciéndose progresivamente más y más pesada la carga, lo cual les obliga a sacudírsela reiteradamente antes de que se haga insoportable. Se trata pues de una situación de obvia vulnerabilidad en que lo más conveniente es, como dicen, pasar agachados.



 

Este Guaro se ve que el agua acumulada en su plumaje ya le está pesando mucho, estando por ello a punto de sacudírsela. Esto sucede porque carecen de la glándula uropigial secretora del aceite que muchas otras especies, sobre todo las acuáticas, utilizan para su limpieza e impermeabilización (Fotografía tomada por Eduardo López)


En el pasado el Guaro y otros loros tenían muy mala fama debido a los daños que se decía que provocaban en los cultivos. El cronista Fernández de Oviedo decía ya en 1526 que eran «muy dañosos para el pan y cosas que se siembran para mantenimiento de los indios» (Fernández, 1979 [1526], p. 167), mientras que en 1578 el entonces gobernador de la provincia de Venezuela, Juan de Pimentel, señalaba que en su jurisdicción había «tres y cuatro maneras de papagayos y de éstos hay muchos y hacen mucho daño en las labranzas de maíz» (Pimentel, 1964 [1578]), p. 132).


Si damos un salto hasta 1841, ya en época republicana, el discurso seguía siendo igual, como lo evidenciaba Agustín Codazzi al decir que «los loros van en bandadas y cuando caen sobre un campo de maíz lo destrozan completamente» (Codazzi, 1960 [1841], p. 203), en tanto que un siglo después Eduardo Röhl, hablando del Loro guaro, afirmaba que «en el estado silvestre es muy dañino entre las plantaciones, especialmente le gusta mucho comer las almendras del cacao, haciendo grandes daños en estas haciendas, asimismo ataca las cerezas rojas del café y por estas razones es muy perseguido, aunque muy difícil de matar por su color que lo disfraza entre las copas de los altos árboles que dan sombra en las plantaciones» (Röhl, 1956 [1942], p. 247). Esa fama secular hizo surgir, de acuerdo con Lisandro Alvarado, dos vocablos derivados del nombre de este loro, cuales son guarear, que significa «atalayar animales dañinos para ahuyentarlos» y guarero, que es el «oteador en una sementera» (Alvarado, 1984 [1821], p. 210 y 211).


Entre las frutas cultivadas que pueden comer eventualmente los Guaros están las Parchitas (Passiflora edulis) maduras que caen al suelo. Nótese su versátil lengua carnosa de forma redondeada y gran movilidad que utiliza no sólo para extraer semillas sino también para imitar la voz humana y otros sonidos (Fotografía tomada por Eduardo López)


Sobre lo anterior cabría decir que, lamentablemente, los seres humanos todavía tenemos la tendencia a anteponer casi siempre nuestros propios intereses a los del resto de las criaturas que habitan en nuestro planeta, acusando de plaga a cualquier animal o vegetal que se nos ocurra que atenta contra ellos, así sea mínimamente. Resulta, sin embargo, que en muchísimos casos, incluido el del Guaro, somos nosostros mismos los propiciadores de los pretendidos «ataques» a los cultivos comerciales, ya que hemos deforestado aceleradamente y lo seguimos haciendo, reduciendo así el hábitat natural de estas aves y eliminando sus fuentes de alimentos silvestres, de modo que debería ser obvio que, si por el accionar del hombre éstos se vuelven excesivamente escasos, tenderán a sustituirlos por productos cultivados que se ajusten a sus necesidades.


La gran enseñanza de todo esto, que muchos se siguen negando a reconocer a pesar de las pruebas irrefutables que los investigadores imparciales han venido acumulando, consiste en que si alguna plaga realmente temible existe en la Tierra, ésa somos nosotros mismos, capaces de afectar seriamente no sólo a todas las demás especies sino incluso también a la nuestra, a la cual hemos calificado vanidosamente de homo sapiens sapiens a pesar de que, como dirían en Lara, ¡no queremos servir pa’ un guaro!


En todo caso, los Loros guaros cuentan, como asomaba Röhl, con una estrategia defensiva muy refinada que si bien los ha protegido de sus enemigos, ha tenido a la vez un aspecto negativo significativo como lo han sido los obstáculos que ello ha colocado a sus amigos potenciales para realizar los estudios sobre su biología indispensables para establecer políticas de protección. Se ha dicho al respecto, por ejemplo, que «los loros pueden ser muy ruidosos, pero habitan en el dosel de los bosques, lo que dificulta su observación o posibilidad de censo. Más aun… anidan en cavidades en las partes altas de los árboles, lo que dificulta igualmente encontrarlos y estudiarlos… No presentan dimorfismos de tamaño o plumaje, de modo que no es fácil distinguir entre sexos. Debido a sus fuertes picos y patas en forma de reloj de arena, ha sido muy difícil desarrollar sistemas de marcaje o anillado que no les produzcan daños a las aves… Viajan largas distancias (más de 25 km) diariamente, lo que dificulta la determinación de sus movimientos sin telemetría» (Beissinger, 1994, p. 143).


Es costumbre de los Guaros posarse en las copas frondosas de los árboles grandes a descansar y acicalarse, como lo hace esta pareja, seguros de que pasarán desapercibidos al confundirse con el color de las hojas (Fotografía tomada por Eduardo López)


En síntesis, para bien y para mal, los Loros guaros y los demás de su género son «difíciles de atrapar, marcar, seguir y observar», de modo que la mayoría de los estudios existentes se basan principalmente en ejemplares cautivos (Collar, 1997, p. 296), que no son precisamente los más fieles exponentes de la historia natural de la especie.


Hablando del pico y las patas de los Guaros y de los demás miembros de la familia Psittacidae que los agrupa, destaquemos que los pies, denominados zigodáctilos por tener dos dedos hacia delante y dos hacia atrás, son tan versátiles que les sirven tanto para desplazarse con remarcada agilidad a través del enramado de los árboles como para sostener delicadamente el alimento mientras lo mordisquean con el pico. Cabe destacar que este tipo de pies de los loros «son una indicación de que ellos evolucionaron en hábitats forestales, los cuales permanecen como su primer hogar» (Collar, 1997, p. 291).



En cuanto al pico, además de servirles para asirse a las ramas y ayudarlos a trepar, constituye, como muchos saben, un instrumento poderoso que les permite comer casi cualquier alimento de su agrado por más duro que sea, así como un arma defensiva y a veces ofensiva de temer. Pero lo que no todos conocen es que dicho pico es hasta tal punto singular que su estructura y la correspondiente a la musculatura a él asociada son considerados como «la característica definitoria más importante de los Psittaciformes» (Collar, 1997, p. 286).





Este ejemplar llegó con un grupo a alimentarse de jobos en el Parque del Este Generalísimo Francisco de Miranda, en Caracas, el día del Avethon de Audubon de 2009. Véase la manera como este ejemplar se apoya en la pata izquierda mientras sostiene la fruta con la derecha para cortarla más fácilmente con su poderoso pico. Por cierto, parece que, como los humanos, la mayoría de los Guaros son derechos (Fotografía tomada por Eduardo López)



Aclaremos que la raíz Psitta que tienen los términos técnicos citados relativos a la familia Psittacidae y al orden de los Psittaciformes proviene de la lengua griega antigua, siendo su significado «loro» o «papagayo», como gustan llamarlos los españoles (Jobling, 1991, p. 192). Ello denota que los loros, aunque no son autóctonos de Europa, son ciertamente unos viejos conocidos de los griegos, correspondiendo al siglo IV a. C. la primera referencia escrita conocida en ese idioma sobre ellos. Su autor fue «un médico e historiador llamado Ctesias», quien describió un ejemplar de Cotorra asiática de cabeza bruna (Psittacula cyanocephala) que lo tenía «claramente cautivado por la capacidad del ave de hablar el lenguaje de su tierra, la India, y observó también que podía enseñarle palabras griegas. Desde entonces los coloridos loros parlantes se convirtieron en símbolos codiciados de las clases gobernantes de la Grecia y la Roma clásicas» (Juniper y Skutch, 2006 [2003], p. 278).


Por cierto que en la India los loros han sido reverenciados tradicionalmente, seguramente a causa de la admiración que producía en tiempos remotos su capacidad de imitar el lenguaje humano, lo mismo que por su reconocida inteligencia y por su longevidad, que puede alcanzar entre 50 y 60 años. No resulta casual entonces que sean numerosos allí los cuentos tradicionales sobre loros que presentan moralejas de colofón, uno de los cuales dice así:


«Erase una vez un hombre que le encantaban los loros y quería críar unos que fueran especiales, lo cual hizo con tres pichones a los cuales enseñó música y toda suerte de fórmulas físicas y matemáticas. Pero pronto el hombre murió y alguien sacó a los loros de la casa colocándolos en un árbol. Entonces llegó un loro entrado en años y comenzaron los tres jóvenes a ufanarse ante él de lo mucho que sabían. El viejo loro vio aproximarse un gato y les preguntó a los jóvenes si sabían volar. Uno de ellos le respondió: “¿Volar? Pues bien, cuando se crea presión en la parte inferior del ala y hay baja presión en la parte superior, entonces podemos volar, ¡eso es!”. El loro longevo les retrucó: “El punto es si vosotros realmente estais en capacidad de volar en este momento”. Los tres dijeron al unísono: “Con todo lo que sabemos ¿qué importancia podría tener eso?” “Pues mucha” sentenció el recién llegado, “ya que eso que ignorais es lo que en verdad os es vital justo ahora, de modo que toda la ciencia que aprendisteis de nada os va a servir”. La enseñanza que nos deja el anciano loro sabio de este relato reza así: Todos nuestros logros son vanos si no hemos conseguido aquello que nos es esencial».


Este Guaro silvestre barloventeño vuela muy bien, de modo que no siente temor por el fotógrafo, ubicado en ese momento dentro del automóvil, lo cual no quiere decir que no le eche una miradita indagatoria de vez en cuando… por si acaso (Fotografía tomada por Eduardo López)



A diferencia de lo que pasaba en la India, en esa sociedad pragmática que fuera la antigua Roma no eran tan filosóficos con los loros cautivos parlanchines sino más bien supersticiosos, de modo que éstos corrían otro insospechado tipo de riesgos ya que allí «a los loros se les cortaba la lengua para alimentar con ella… a personas con trastornos del habla» (Juniper y Skutch, 2006 [2003], p. 273), pues se creía firmemente que ese apéndice milagroso le trasmitiría al enfermo las facultades fonéticas del animal ayudándolo a curarse. Claro que la lengua de nuestro Loro guaro, de haberle tocado vivir en el famoso Imperio Romano, a lo mejor no hubiera corrido tal peligro de amputación dado su ya mencionado desapego por el habla de los humanos.


En contrapartida los Guaros tienen otros atributos que los diferencian de los tres jóvenes del relato hindú anterior, siendo uno de los más remarcables su gran capacidad de vuelo sostenido en distancias largas, ya que, al igual que los otros loros Amazona, deben moverse mucho para acceder a los elementos que les son esenciales para sobrevivir, los cuales generalmente están muy dispersos.

 

Así por ejemplo, los comederos son lugares donde lo ideal es que haya no sólo comida suficiente sino también poco riesgo para obtenerla, de modo que suelen contar con varios sitios que visitan durante el día que pueden estar muy distantes entre sí, lo mismo que de los dormideros, los cuales, al igual que los parajes intermedios de descanso deben ofrecer condiciones ante todo de seguridad y comodidad. Otra área que necesitan, como muchas otras aves, son las que dispongan de fuentes de agua, lo mismo que depósitos de los minerales que sus organismos requieren, todo lo cual «explica por qué viajan todos los días muchos kilómetros» (Collar, 1997, p. 294)


Uno de los hechos más resaltantes que llama la atención de quienes tienen la posibilidad de observar el comportamiento de los Guaros silvestres es su costumbre de andar en parejas, hecho muy obvio cuando están volando, ya que el bando está conformado no por una suma de aves individuales, como sucede con algunas otras especies, como por ejemplo las Gaviotas, sino compuesto más bien por una multitud de parejas donde el macho y la hembra aletean generalmente muy juntos el uno del otro, escoltando de muy cerca el primero a la segunda y manteniéndose ambos a una cierta distancia de las parejas circundantes.



Tal característica se reafirma cuando llegan a cualquiera de las escalas de su trajinar ya que allí también se percibe un conjunto de parejas, sea en actividad como, por ejemplo, comiendo o arreglándose el plumaje, o bien descansando. Todo ello no hace en definitiva más que exteriorizar que cuando el macho y la hembra Guaros se juntan lo hacen de por vida guardándose fidelidad absoluta, de modo que «las parejas permanecen siempre juntas», vínculo se refuerza con, entre otras prácticas, las «de alimentarse y acicalarse mutuamente» (Juniper y Skutch, 2006 [2003], p. 276), lo cual «reduce la complejidad de las relaciones individuales dentro de los grupos» (Collar, 1997, p. 296), haciendo que sea raro ver a los Guaros peleando entre ellos, a diferencia de lo que suele suceder con muchos humanos.

 



Aquí se ve una pequeña parte de un bando de Guaros pasando sobre la finca La Pomarrosa, pudiéndose notar que se trata de parejas que van al unísono manteniendo una distancia variable respecto de las parejas vecinas. Además de las parejas se ve uno que otro individuo que vuela sin acompañante, generalmente juveniles e inmaduros (Fotografía tomada por Eduardo López)



Uno de los escasos momentos en que pueden producirse rencillas intraespecíficas tiene que ver, como sucede con todas aquellas aves que anidan en huecos, con la necesidad de encontrar y apropiarse de uno, lo cual «es un paso inicial vital en el ciclo reproductivo». Una vez resuelto ese problema todo fluye más pacíficamente, sin mostrar «territorialismo más allá de la vecindad inmediata del nido» (Collar, 1997, p. 312). La hembra es quien empolla, encargándose el macho, una vez que los huevos eclosionan, de proveer el alimento, el cual se lo entrega a la hembra para que lo distribuya entre las crías. Desde la segunda semana en adelante la hembra también se dedica a buscar comida. Según Nigel Collar la anidación de los Guaros se produce entre «marzo y junio en el noreste de Venezuela» (Collar, 1997, p. 474), lo cual coincide con el comienzo de la estación lluviosa y la subsecuente mayor disponibilidad de alimento.




Aunque esta foto es de principios de abril, ya en la época reproductiva, es difícil saber si se trata de una Guara madre con su hijo o de unos Guaros macho y hembra adultos, ya que en ambos casos se da la entrega de alimentos, en esta oportunidad de capullos de ceiba (Fotografía tomada por Eduardo López)



Sobre otros aspectos de la vida cotidiana de los Guaros silvestres no es mucho lo que se conoce a ciencia cierta debido a las dificultasdes mencionadas anteriormente para su seguimiento sistemático por parte de los especialistas. Sin embargo, todo parece indicar que sus poblaciones prosperan, no obstante las persecusiones que han sufrido de parte de los traficantes de aves y la pérdida de hábitat causada por el avance de la deforestación. Prueba de ello es el hecho de que no figuren en ninguna lista de aves en peligro, no obstante ser hoy día «la familia de los loros… la más amenazada de todos los grandes grupos de aves», a tal punto que «de las 350 especies» que la integran «más de 90 figuran en la lista de cierto riesgo de extinción en los inicios del siglo XXI» (Juniper y Skutch, 2006 [2003], p. 277), incluidos cuatro loros del género Amazona que aparecen en el Libro rojo de la fauna venezolana, cuales son la Cotorra cabeciamarilla (A. barbadensis), el Loro frentirrojo (A. autumnalis), el Loro carazul (A. dufresniana) y el Loro verde (A. mercenaria) (Rodríguez y Rojas, 2008, p. 44 y 45).




Ello augura que podremos disfrutar por mucho tiempo más del alegre espectáculo de ver a las parejitas de Guaros surcar nuestros cielos en grupos abundantes con su vuelo rectilíneo de aletear continuo, lanzando sus gritos agudos que anuncian a los cuatro vientos su amor eterno y la cohesión inquebrantable del grupo, para luego percharse en los doseles de los grandes árboles que presiden alguna de las escalas de alimentación o de descanso en sus itinerarios diarios, como lo es, por ejemplo, la finca La Pomarrosa, lugar de refugio donde saben que no sufrirán daño alguno, para luego de un rato escuchar de nuevo su sonora voz, cuyo llamado más común suena para los angloparlantes como un come quick, que se traduce como «vengan rápido», conminando a sus inseparables parejas y al bando a emprender de nuevo ese esforzado vuelo que, entre los loros del género Amazona, es el que alcanza las mayores alturas.



Fuentes citadas




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