martes, 30 de septiembre de 2014


Aguaitacamino común

Pauraque

Nyctidromus albicollis

 

Escrito por Eduardo López

Ilustrado con una pintura de Davis Dennis y fotografías de Arthur Grosset, Çağan Hakki  Şekercioğlu y Eduardo López


Esta es una versión del original publicado en julio de 2011, revisada, corregida y actualizada por el autor
 
Aguaitacamino se les dice en Venezuela a los integrantes de la familia Caprimulgidae, llamados Atajacaminos en Argentina y Tapacaminos en México, en Centroamérica e incluso también en nuestro estado Falcón, según sostuviera ese conservacionista pionero de la ecología que fuera Francisco Tamayo (1902–1985) (Tamayo, 1977, p. 292). Sobre esta ave había dicho el prolífico médico y etnólogo Lisandro Alvarado (1858-1929) que el nombre que le damos en Venezuela, derivado de la expresión popular aguaitar, que significa mirar y esperar, se debería «a que durante el crepúsculo vuela a trechos en los caminos delante del viandante, cuya aproximación aguarda posado en el suelo, para repetir luego la maniobra» (Alvarado, 1984 [1929], p. 505 y 988). Otra acepción de aguaitar podría ser la de vigilar, como lo señalara Bruno Manara, siendo entonces el Aguaitacamino «el ave que vigila el camino» (Manara, 2004 [1998], p. 124).
 
La voz Atajacaminos, por su parte, tiene abolengo indígena, según indicaba el también médico y etnólogo argentino Orestes Di Lullo (1898-1983) quien, hablando del término Yanarca utilizado en su Santiago del Estero natal para designar a estas aves, explicaba que «su nombre proviene del quichua Ñan Haracaj: ataja camino, de Ñan: camino y harcaj: atajar», referida a «un pájaro que tiene la costumbre de posarse en las sendas muy traficadas, siempre por delante y al paso de las personas que las transitan» (Lullo, 1943), noción coincidente con lo dicho por Alvarado en la cita anterior, aplicable igualmente a la expresión Tapacaminos, que atribuye al ave la intención de cerrarle el paso a la gente.
 
Ahora bien, aunque a los Aguaita-Ataja-Tapacaminos les pudiera divertir mucho el estorbarle la marcha a las personas que se atreven a transitar por los caminos de tierra en la oscuridad, las razones inmediatas de su tendencia a posarse en ellos cuando la noche cae tienen que ver más bien con otro tipo de animales diferentes al Homo sapiens, o al menos así sucede, como veremos de inmediato, con el Nyctidromus albicollis, nombre científico del Aguaitacamino más conocido entre las especies americanas de esta familia que tienen tal costumbre, el cual, por ser muy frecuente en la mayor parte de su rango geográfico, que abarca desde el norte de la Argentina hasta el sur de los Estados Unidos, ha recibido en varios países, incluido el nuestro, el epíteto de «común».
 
A este ejemplar lo encontramos después del atardecer posado en medio de uno de los caminos que conducen a la posada del Hato Piñero. Se quedó imperturbablemente inmóvil frente al camión lleno de pajareros de Audubon que hacíamos piruetas para verlo y fotografiarlo, de seguro algo enceguecido por el brillo del potente reflector utilizado para hacerlo visible (Fotografía tomada por Eduardo López)

Sucede, según han puesto de manifiesto algunos de los ornitólogos que lo han estudiado, que lo que hace que este Aguaitacamino común se pose en los caminos cuando el sol comienza a ocultarse es su condición de ave insectívora nocturna que utiliza la vista para ubicar a sus presas, representadas por especies voladoras como los escarabajos y polillas, siéndole más fácil hacerlo en áreas despejadas, ya que se trata de «sitios donde puede distinguir a contraluz del cielo las siluetas de los insectos que pasan. Ello explica también por qué el Aguaitacamino común puede cazar después del atardecer mientras haya alguna traza de luz en el cielo, y por qué cuando hay claro de luna se prolonga su período de cacería» (Thurber, 2003, p. 104). Si el camino es de tierra podrá adicionalmente aprovechar mejor su plumaje críptico para camuflarse e impedir que sus presas potenciales se percaten de su presencia.

Tampoco es un hecho casual la dieta basada en escarabajos y polillas si se considera que los primeros, reunidos en el orden de los coleópteros, conforman el grupo más numeroso de insectos existente, en tanto que las segundas, esencialmente nocturnas como los Aguaitacaminos, son asimismo el grupo más extenso y diversificado en el también numeroso orden de los lepidópteros. La especialización en estas suculentas presas tan comunes y abundantes explicaría entonces en buena medida lo común que también es este Aguaitacamino. Claro que el hecho de no ser ellos ni herbívoros ni frugívoros, sino carnívoros comedores de insectos parece que no era conocido o que fue pasado por alto por quienes han transmitido una leyenda sureña que dice que en una época lejana «hubo un gaucho de alma torva, que asaltaba a los viajeros, saqueándolos después de matarlos. Como no se corrigiera, no obstante los avisos que le llegaban del cielo, Dios lo convirtió en un pájaro», el Atajacaminos, «condenándolo a asechar en los caminos, pero sin daño para las personas o animales que lo recorriesen» (Lullo, 1943).

Otra leyenda habla más bien de una indiecita guaraní que se enamoró perdidamente de un forastero, pero luego de un tiempo éste empacó sus bártulos y se fue sin darle ninguna explicación, lo cual la llenó de tal ansiedad que se puso a recorrer los caminos llamando plañideramente a su amado, hasta convertirse finalmente en un pájaro ateí, como nombran en guaraní al Aguaitacamino, que según Lisandro Alvarado se traduciría como perezoso, aunque otros le dicen dormilón (Alvarado, 1984 [1929], p. 988). En Centroamérica, tierra de los mayas, le llaman en cambio Caballero de la noche y Don Pucuyo, modo sardónico de aludir a la creencia que lo tiene como «una especie de Don Juan, al menos en espíritu, que ejercerce una influencia más o menos maligna sobre las mujeres, cuya presencia en las cercanías de una choza se ha sabido que puede preñar a las vírgenes» (Dickey y Van Rossem, 1938, p. 243).

Tan curiosa como estas historias es una peculiar técnica de caza puesta en práctica por el Aguaitacamino común, consistente en saltar verticalmente desde el suelo, ayudado por sus «bien desarrolladas patas» (Dickey y Van Rossem, 1938, p. 243) (pueden apreciarlas en la foto que está aquí: http://ibc.lynxeds.com/photo/pauraque-nyctidromus-albicollis/bird-ground-showing-legs-feet), utilizando sus alas «para el balanceo más que para la propulsión», todo ello con el fin de capturar «insectos de vuelo bajo». En relación con este punto debo destacar aquí mi sorpresa al percatarme de que el célebre militar, explorador y geógrafo Agustín Codazzi (1793-1859), por muchos respectos meritorio, habría sido, hasta donde conozco, el primero en reportar con precisión ese raro modo de cazar a saltos empleado por esta ave cuando, en su Resumen de la Geografía de Venezuela publicado en 1841, describió certeramente al Aguaitacamino común como un «pájaro nocturno que sale a los caminos después de anochecer y antes de amanecer», dotado de «un vuelo corto y bajo que parece que salta en vez de volar; en aquella hora se procura el alimento» (Codazzi, 1960 [1841], p. 199).

Para el caso de los insectos de vuelo un poco más alto, siempre y cuando su tamaño merezca el esfuerzo, el Aguaitacamino da un fuerte batido de alas que lo impele en una trayectoria diagonal tras la presa, regresando luego al lugar de partida mediante «un único aleteo que le imprime una trayectoria circular» (Thurber, 2003, p. 104). En cuanto al vuelo propiamente dicho, que es el de aleteo continuo, lo realizan principalmente para trasladarse desde los lugares donde reposan durante el día hasta los cotos de caza y viceversa, pudiéndoselos ver, como decía Kathy de Phelps, «al atardecer, zigzagueando al volar en su característica manera quebrada» (Deery, 1999 [1954], p. 31), lo cual fue llevado a la narrativa por el escritor nacido en Panaquire José Fabbiani Ruiz (1911-1975), Premio Nacional de Literatura en 1958-1959, cuando en el cuento Brisote dijo que «asaeteaba el aire uno que otro aguaitacamino» (Fabiani, 1939, p. 55).

El Aguaitamino común pasa mucho tiempo posado en el suelo dedicando relativamente poco al vuelo, durante el cual se le podrán notar al macho varias marcas blancas en las alas y la cola que lo identifican como tal (Pintura ® Davis Dennis)

Es de señalar que, así como en sus incursiones nocturnas muestran preferencia por los caminos de tierra, de día se les puede encontrar en una diversidad de ambientes, como los «bordes de bosques, tierras cultivadas, chaparrales con matorrales, tanto xerofíticos como cenagosos, manglares y sabanas, plantaciones, parques y jardines» (Restall et al, 2007 [2006], p. 215). Para echarse a dormir o descansar, que es lo que más hacen de día, acostumbran utilizar los suelos cubiertos de hojarasca y trozos de ramas o troncos, «donde sus colores se mezclan con los de las hojas caídas» (Cherrie, 1916, p. 301), lo cual les permite confundirse con su entorno haciéndolos «casi invisibles» (Deery, 1999 [1954], p. 31), de tal suerte que, a pesar de la luz diurna, el descubrir su presencia en esos lugares a menudo sombreados se dificulta muchísimo. Ello implica que, salvo que se utilicen instrumentos especiales de detección, casi siempre serán ellos los que noten primero nuestra presencia, como han coincidido en señalar muchos autores.

Comencemos por citar a un cirujano del ejército norteamericano y ornitólogo llamado James C. Merrill, quien descubrió en 1876 por primera vez la presencia de esta especie en los Estados Unidos (Bent, 1940, p. 199), lo cual le valió al animalito el nombre en inglés de Merrill’s Pauraque, que en venezolano se traduciría como Aguaitacamino de Merrill, así como el nombre científico de Nyctidromus albicollis merrilli para la subespecie respectiva. Luego de opinar que se trataba, «con mucho, del más hermoso de los caprimúlgidos» presentes en ese país, Merrill agregaba que cuando uno se tropieza con él en «los matorrales y malezas sombreadas que frecuenta», el ave «se escabulle rápida y silenciosamente entre los arbustos, aunque posándose prontamente, sólo para repetir el corto vuelo cuando uno se le acerca de nuevo» (Merrill, 1878, p. 145).

Algo parecido fue referido en 1895 por otro oficial del ejército estadounidense interesado en las aves, de nombre Charles Bendire quien, citando las notas que le suministrara un amigo suyo apellidado Burrows, señalaba que «cuando uno se les acerca mucho echan a volar prestamente hacia adelante cual saetas en curso zigzaguente, dejándose caer repentinamente en el suelo. Este vuelo es corto, usualmente de unos 15 a 18 metros, y cuando se posan es común que permanezcan perfectamente quietos hasta que son ahuyentados de nuevo» (Bendire, 1895, p. 161). Ya en el siglo XX dos investigadores del Instituto de Tecnología de California que estudiaron el comportamiento de esta especie en El Salvador precisaban que «durante el día muchos ejemplares pueden pasar inadvertidos, dado su hábito de echarse muy pegados al suelo y no levantar el vuelo sino hasta que son casi pisados» (Dickey y Van Rossem, 1938, p. 243).

Por mi parte, puedo dar fe  de los encuentros cercanos que he tenido con ellos entre 2008 y 2010 en uno de los manglares adyacentes a la boca del río Capaya, en Barlovento, donde vivía estacionado un Aguaitacamino común al que le puse el apodo de Pinto, aunque no estoy muy seguro de que se haya tratado siempre del mismo ejemplar. Su sitio preferido para dormir estaba ubicado justo en la ruta que yo acostumbraba seguir cuando exploraba el manglar -hoy día lamentablemente desaparecido a causa de una inundación- en busca de aves interesantes, de modo que aunque de entrada no lo veía estaba consciente de que me vigilaba, pudiendo inclusive intuir dónde me iba a topar con él. No obstante esto, siempre me causó admiración su reacción sorpresiva un tanto estrafalaria, condimentada con un batir sonoro de alas y un ruido sordo al aterrizar, como cuando cae un fardo. Desde su nueva ubicación seguía pendiente de mí con los ojos muy abiertos y si yo persistía demasiado en acercármele para fotografiarlo llegaba un momento en el cual arrancaba malhumorado en un vuelo más decidido y prolongado que lo sacaría del manglar como si estuviese hecho una furia.

Pinto es el apodo que le puse a este ejemplar residente en un manglar de la boca del río Capaya, quien dormitaba placenteramente, entre hojas secas y ramas caídas, bajo un rayo de sol, convencido tal vez de que su camuflaje era perfecto. La pequeña abertura del ojo nos indica, sin embargo, que ya había comenzado a notar que alguien lo estaba observando (Fotografía tomada por Eduardo López)

Todo lo anterior permite inferir que, a pesar de lo que la tradición asegura, el Aguaitacamino no se posa en los caminos para asechar a la gente, ni se coloca por delante, ni junto ni detrás de ella para impedirle o dificultarle el paso, sino que, si alguien se le aproxima a pie en la oscuridad de la noche simplemente optará, al igual que lo hace a la luz del día, por alejarse de trecho en trecho, hasta que el hastío por la persistencia del viandante en seguir en la misma dirección del ave le haga tomar a ésta otro rumbo que la aparte de aquél de una vez por todas.

Cuando el ave además está incubando huevos o criando los pichones, actividades que realizan tanto el macho como la hembra, puede haber también otro tipo de reacciones como, por ejemplo, la clásica simulación de tener un ala rota, reportada por el ya citado explorador norteamericano George Cherrie respecto de un Aguaitacamino común macho al que encontró incubando un par de huevos en Caicara del Orinoco, sobre el cual dijo que, «cuando lo ahuyentaba, fingía tener un ala rota para desviar mi atención de los huevos» (Cherrie, 1916, p. 301) (pueden ver una angustiante representación muy convincente aquí: http://ibc.lynxeds.com/video/pauraque-nyctidromus-albicollis/bird-performing-distraction-display). Casi un siglo después un grupo de investigadores brasileños que observó este comportamiento en Minas Gerais pudo constatar que no sólo los machos realizan esas simulaciones, como se creía hasta entonces, sino también las hembras (Ferreira et al, 2003, p. 146).

Otra conducta, reportada inicialmente por Merrill, es la de «volar y posarse algunos metros más allá del nido  para observar al intruso, frecuentemente levantándose sobre sus patas y moviendo la cabeza de una manera curiosa, articulando simultáneamente un sonido plañidero profundo» (Merrill, 1878, p. 145), lo cual fue acotado también por Borrows, el informante de Bendire, al asegurar que «cuando el pájaro parecía sentir que era observado» le había notado «un peculiar movimiento de cabeza parecido al del Mochuelo de hoyo, excepto en que levantaba el cuerpo desde una posición completamente postrada» (Bendire, 1895, p. 161). Este comportamiento fue observado también por el grupo de investigadores brasileños antes citado, quienes lo llamaron de «inquietud», describiéndolo así: «el ave permanecía en un lugar próximo al sitio de anidación moviendo la cabeza en sentido vertical, asociando a veces este comportamiento con saltos de menos de 10 cm de altura sin abrir las alas».

Estos autores también reportaron un despliegue denominado de «amenaza», realizado solamente por el macho, tal vez por lo riesgoso de la finta, consistente en «la aproximación del ave en dirección del observador, a través de saltos bajos y cortos, con las alas desplegadas y la boca completamente abierta, vocalizando a veces un gargareo bajo» (Ferreira et al, 2003, p. 143).

Aclaremos que estos Aguaitacaminos no fabrican nidos realmente, sino que sus huevos, normalmente uno o dos, «son dejados simplemente en el suelo o sobre hojas caídas» (Latta y Howell, 1999, Nest), como lo reportara en 1916 el citado Cherrie al constatar, con cierto asombro, que «no había construcción de nido y los dos huevos eran a menudo depositados en los sitios más descubiertos y, lo que parecería ubicaciones peligrosas, sobre el suelo pelado» (Cherrie, 1916, p. 301). También es un hecho curioso que esos huevos tengan un colorido tal que, según opinaban los ya citados Dickey y Van Rossem, «ni siquiera con un gran esfuerzo de imaginación podría considerarse como encubridor. Antes bien, son excepcionalmente vistosos» (Dickey y Van Rossem, 1938, p. 244).

La manera de lidiar con semejante extravagancia, única entre los aguaitacaminos, sería «manteniendo los huevos constantemente cubiertos» a fin de «reducir la pérdida de los coloridos huevos debida a los depredadores», para lo cual ambos padres se turnan durante todo el período de incubación, que se extiende por cerca de tres semanas (Latta y Howel, 1999, Incubation; Skutch, 1976). Cabe advertir, sin embargo, que hay quienes han señalado que, al menos en las subespecies amazónicas, los huevos lucirían «una imitación de la coloración general de las hojas secas contenidas en la hojarasca» (Ferreira et al, 2003, p. 145).

Los huevos que se ven aquí ciertamente resaltan sobre el fondo de hojas y ramas secas oscuras, aunque tal vez no tanto como algunos aseguran (Fotografía tomada por Çağan Hakki Şekercioğlu)

Aunque durante el período reproductivo macho y hembra se rotan de día en la incubación de los huevos y en el cuidado de las crías, las cuales son alimentadas mediante regurgitación, parece ser que en la jornada nocturna a la hembra le toca hacer el trabajo durante la mayor parte del tiempo, mientras el macho está de cacería y quien sabe si insinuándosele a otras hembras. Nadie puede, sin embargo, asegurar a ciencia cierta que así sea ya que, como sucede con muchas otras aves noctámbulas, la escasez de estudios sistemáticos sobre lo que hacen después que el sol se oculta ha motivado que este Aguaita-Ataja-Tapacaminos continúe envuelto en un halo de misterio.

Un buen ejemplo es su propio nombre científico de Nyctidromus que, de acuerdo con James Jobling, significaría textualmente «corredor nocturno», que sería una «referencia a los hábitos nocturnos del Pauraque N. albicollis»  (Jobling, 1991, p. 164), lo cual resulta ya de por sí extraño, pues si bien ha habido quienes han señalado que esta ave correría «ocasionalmente por el suelo para alimentarse», o bien que podría «caminar una corta distancia» (Latta y Howell, 1999, Locomotion), al cotejar esto con la restante información disponible la primera suposición parecería el producto de una confusión, ya que, como hemos visto, los Aguaitacaminos se alimentan sólo de bichos voladores, despreciando a los rastreros, en tanto que lo segundo, de ser cierto, no justificaría el título de «corredor».

En todo caso, aunque no sepamos en qué pensaba el ornitólogo británico John Gould cuando en 1838 le puso a esta especie semejante nombre, creo que es mucho más interesante la explicación dada por el escritor guatemalteco Miguel Angel Asturias (1899-1974), Premio Nobel de Literatura de 1967, cuando relataba que a los Tapacaminos se les oye «caer y arrastrarse por el suelo con ruidos de tuzas», asegurando que ello se debe a que «estos pájaros nocturnos que atajan a los viajeros en los caminos, tienen alas, pero al caer a la tierra y arrastrarse en la tierra, las alas se les vuelven orejas de conejos. En lugar de alas estos pájaros tienen orejas de conejos. Las orejas de tuzas de los conejos amarillos» (Asturias, 1996 [1942], p. 48). También decía este autor que «el Tapacaminos, como el Tecolote, son aves de la muerte» (Asturias, 2000 [1946], p. 346), conseja muy difundida por toda América, desde el Río de la Plata hasta el Río Grande, pasando por la Amazonía y la Orinoquia, que mete en el mismo saco agorero (o pavoso, como diríamos en Venezuela) a los Aguaitacaminos y a las Lechuzas y Búhos, conocidos estos últimos como Tecolotes en Guatemala, Honduras y México.

No es casual entonces que un escritor nuestro, también famoso, llamado Rómulo Gallegos, en su novela Pobre negro escenificada en Barlovento, tierra por excelencia de hechicerías y encantamientos, escribiera que a su personaje Negro Malo «un aguaitacamino, rozándole casi la oreja, le dejó la impresión escalofriante de su vuelo sigiloso. Lejos, en un árbol de la opuesta margen del Tuy, cantó una pavita. Negro malo se llevó la diestra al inseparable amuleto terciado sobre su pecho, para conjurar el maleficio de las aves agoreras» (Gallegos, 1958 [1945], p. 11). Y es que con el Aguaitacamino pasa lo mismo que con la Pavita (Glaucidium brasilianum) (verla aquí: http://ibc.lynxeds.com/photo/ferruginous-pygmy-owl-glaucidium-brasilianum/perched-branch), que cuando canta se da por seguro que alguien muere, y si canta en casa de un enfermo de cuidado no debería caber la menor duda de que está anunciando a los cuatro vientos que al pobre no le queda demasiada vida por delante.

Lo anterior nos lleva a otro punto de interés referente al Aguaitacamino común, como lo son sus vocalizaciones, ya que se trata de un ave muy locuaz a la espera de que su variado lenguaje sea cuando menos comenzado a sistematizar y descifrar. Entre lo menos desconocido está el sonoro canto que más suele entonar y que ha dado lugar a la mayoría de los nombres, de clara raigambre onomatopéyica, que se le dan a esta ave (pueden escucharlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/60622 y aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/71997), como el de Pauraque, palabra de origen mexicano con que lo conocen en inglés incorporada asimismo a otras lenguas europeas, a veces escrito como Paruaque y Paraque, de seguro errores de dedo; están asimismo los de Picuyo, Pocuyo y Pucuyo utilizados en México y Centroamérica y Curiango en el sur de Suramérica, a los cuales se une otra buena cantidad de designaciones locales.

Podría decirse que quienes han escrito sobre las vocalizaciones del Aguaitacamino común en lo único en que parecen haber coincidido es en considerar este canto como el más característico de la especie y en señalar que es emitido a partir del atardecer, pero cuando tratan de transcribir el sonido surgen «substanciales variaciones en las descripciones, sin que se sepa si ellas reflejan diferencias geográficas en las canciones o en las interpretaciones humanas» (Latta y Howell, 1999, Vocalizations). En materia de llamados y otras vocalizaciones las divergencias son aun mayores en cuanto a su transcripción y al señalamiento de los momentos y situaciones en que se supone que son emitidos, incluidas, según señalara otro ornitólogo que los estudió en El Salvador, algunas «vocalizaciones bizarras que podrían aterrorizar a cualquiera que deambulara solitario por el bosque después de la caída de la noche» (Thurber, 2003, p. 102) (pueden formarse su propia opinión escuchándolas aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/5963).

En todo caso, ya se cuenta con los primeros análisis espectográficos del canto de los machos de los cuyeos, como los llaman en Costa rica, mediante los cuales se ha determinado que ellos presentan, al igual que los humanos, una «variación individual significativa basada en las características del canto, lo que sugiere que éste refleja la identidad del macho» (Sandoval y Escalante, 2011, p. 173). En otras palabras, no habría dos machos que canten exactamente igual. Un hecho curioso que llama particularmente la atención es que no haya seguridad de que la hembra cante, o al menos que lo haga de manera tan sonora y variada como los machos, lo cual no es de sorprender ya que de la poca información con que se cuenta se desprende que, a diferencia de éstos, ellas son unas chicas sumamente tímidas y medrosas. Tanto es así que casi todo lo concerniente a las féminas de esta especie constituye todavía un absoluto misterio.

Este ejemplar es una hembra que se distingue sobre todo por su collar blanco casi ausente, su banda alar anteada y su cola oscura con bordes blancos anteados en las esquinas. No le gusta hacerse notar y ante cualquier indicio de algo inusual en sus cercanías emprende una rapidísima fuga (Fotografía ® Arthur Grosset)

Si nos transportamos al mundo de la literatura y el folklore podremos verificar que las opiniones y comentarios sobre el canto del Aguaitacamino van asimismo de un extremo al otro, seguramente por lo poco visible y muy audible que es esta ave, considerada por muchos como un animal feo y desagradable, aunque a otros nos parezca muy bonito y gracioso.

Mencionemos que, además de lo ya citado sobre el supuesto mal agüero de su canto hay quienes, como Kathy de Phelps, lo han calificado de «silbido muy triste» (Deery, 1999 [1954], p. 31), o como reseñaba Lisandro Alvarado, que imitaría las palabras «tú, judío» (Alvarado, 1984 [1929], p. 988), una de las tantas transcripciones populares que han circulado por allí, de las cuales hay otra recogida por el curiepeño Fernando Madriz Galindo cuando relataba que, «ya al anochecer, el viajero que pasa por el solitario camino oye un extraño canto. Un canto muchas veces repetido en la quietud de la noche. Un monótono canto de pájaro triste que dice: ¿Tú vas por ahí? ¿Tú vas por ahí? ¿Tú vas por ahí? Es el Aguaitacamino, un pájaro enfermo de tristeza desde que la Soisola deshizo con él un amor que nació en las nubes y murió en la nada. Y la Soisola se retiró también a una eterna soledad. Allí mora, allí olvida, allí canta siempre: Soisola… Soisola… Soisola… Y cuando con la aurora nace un nuevo día como un camino de esperanza, el pájaro triste se despide: Adiós Soisola… Adiós sola… Adiós solita…» (Madriz, 1964, p. 15).

Otra leyenda popular sobre el canto del Aguaitacamino, difundida con matices diferentes en toda América, la cual fue narrada en su versión venezolana por el fabulador yaracuyano Luis María Jiménez y recogida por Bruno Manara, dice que «en los buenos tiempos de antes el Aguaitacamino poseía un hermoso bonete rojo, y el Pájaro carpintero se lo pidió prestado para ir a una fiesta. El confiado Aguaitacamino le dio el gorro; pero el carpintero, en lugar de regresar a devolverlo después de la fiesta, huyó lejos y se quedó con él. Como recuerdo de esa fechoría, se le oye todavía gritar jactancioso: Huí… Huí… Huí… En cambio, el burlado Aguaitacamino, hacia el anochecer, llama con insistencia al Pájaro carpintero, reprochándole: ¿M’hai juío?… ¿M’hai juío?… (es decir: ¿Me has huído?... ¿Me has huído?... porque a las aves les cuesta hablar como la gente). Pero el Pájaro carpintero a esas horas ya está escondido para dormir y nunca contesta a la llamada del Aguaitacamino, que de esta forma nunca pudo encontrar al carpintero para exigirle que le devolviera su gorro rojo» (Manara, 2004 [1998], p. 124).

Ha habido, por último, quienes han expresado sobre el canto del Aguaitacamino cosas muy espirituales, como lo hizo ese hombre sabio que fuera el Gran Cacique Seattle de la Tribu Dewamish en una famosa carta, muy citada por los ecologistas, dirigida al Gran Jefe de Washington en que se preguntaba, entre otras cosas, «de qué sirve la vida si no podemos escuchar el grito solitario del Aguaitacamino» (Seattle, 1855), o lo expresado por ese escritor guariqueño nacido en Camaguán llamado Germán Fleitas Veroes, cuando dijo en una glosa que «para escribir sólo quiero / oír con oído fino / las gotas del tinajero / y algún Aguaitacamino» (Fleitas, 1979), lo cual demuestra que no faltan aborígenes ni criollos que consideren que el canto del Aguaitacamino es sobre todo de buen augurio. Tengámoslo siempre presente a la hora de escucharlo.

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