sábado, 4 de enero de 2014


Turpial


Troupial, Venezuelan Troupial


Icterus icterus


 

Escrito por Eduardo López

 

Ilustrado con pinturas de Walter Arp, Kathlyn Deery de Phelps, Tim Worfolk y François Nicolas Martinet y fotografías tomadas por Lorenzo Calcaño, Carolyn747, Carolina Tosta, Arthur Gosset, José Luis Mateo, Alberto Espinoza y Eduardo López

 

Esta es una versión del original publicado en mayo de 2009 corregida y actualizada por el autor

 
Para quien se proponga hacer un recorrido por el rico mundo de la avifauna venezolana una buena manera de comenzar sería con el ave emblemática nacional, no sólo por su sitial en nuestra iconografía sino también porque en ella se reúne mucho de lo que más nos atrae a los humanos de estos extraordinarios seres voladores, en particular su recia personalidad adornada de colores hermosos y canto risueño.

 
Esa ave, como todos deben saber, no es otra que el Turpial (Icterus icterus), conocido también como trupial y turupial en tiempos pasados, nombre este último que pervive en el medio rural de varias zonas del país en tanto que el primero se convirtió en troupiale en idioma francés, como veremos de inmediato, trupiale en italiano y troupial en inglés, manteniéndose el trupial original en otras lenguas como, por ejemplo, en alemán, checo, eslovaco y noruego (Avivase, 2013).

 

Nuestro Turpial cuenta, entre los rasgos más destacados que lo identifican, el ojo amarillo rodeado de una piel ocular azul que se proyecta hacia atrás como punta de lanza, lo mismo que las plumas negras de la garganta lanceoladas hacia abajo y el pico puntiagudo. El ejemplar de la foto, fotografiado en Barlovento, estado Miranda, pertenece a la subespecie Icterus icterus icterus. El ave ha erizado las plumas de la garganta y pecho en una exhibición que incluye además el despliegue de la cola y una ligera elevación de las alas. Lugar: Finca La Pomarrosa, Barlovento, estado Miranda. Subespecie Icterus icterus icterus (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

El Turpial de los caribes

 

Se ha sostenido que el nombre del Turpial sería onomatopéyico, por cuanto habría sido creado como una imitación del canto del ave. Cabe citar al respecto a ese ameno divulgador de temas relacionados con nuestra fauna y flora llamado Bruno Manara, quien afirmó que el canto del Turpial «suena aproximadamente: turu-pío, turu-pío..., y de él deriva el nombre de turpial o turupial» (Manara, 2004 [1998], p. 20). Restall, Rodner y Lentino fueron un poco más allá al afirmar que «el nombre es onomatopéyico en español y en inglés, originado en su fuerte y musical canto repetitivo silbado tru-pial… tru-nota corta pi-nota alta y al-nota más baja» (Restall et al, 2007 [2006], Vol. 1, p. 753). Esa onomatopeya debió surgir en algún momento de nuestro pasado indígena, ya que, según asentaba ese incansable escudriñador de nuestras raíces que fuera don Lisandro Alvarado, ambos nombres son «formas que provienen de diversos idiomas indígenas: turpiára o turupiára en lengua caribe y tamanaca» (Alvarado, 1984 [1921], p. 370).

 

Ha habido, sin embargo, quienes buscando lo que no se les había perdido, voltearon la tortilla y le otorgaron origen francés a la palabra, afirmando que provenía «de troupiale, derivado de troupe, tropa, porque los trupiales forman bandadas numerosas». Semejante afirmación resultó ser sin duda un desaguisado ornitológico, ya que los turpiales —o al menos los de Venezuela— en realidad andan usualmente solos o en pareja, y como mucho en familia, pero nunca en bandos y mucho menos si son numerosos. En cuanto a lo etimológico, el prestigioso filólogo venezolano de origen polaco que fuera Angel Rosenblat hubo de salirle mordazmente al paso al exabrupto cuando opinó que «esa etimología, que aparece en textos muy serios, tiene todos los aires de ser una fantasía humorística, o por lo menos cómica» (Rosenblat, 1974 [1957], T. III, p. 245).

 

Seguramente fue por pena ajena que el creador del Instituto de Filología Andrés Bello de la Universidad Central de Venezuela no quiso señalar que la autoría del chiste correspondía a la Real Academia Española, que lo incorporó a su Diccionario de la lengua española en su edición de 1914 y así lo mantuvo hasta 1985 (Arteaga, 2008). Pero como errar es de humanos y merece crédito quien para bien rectifica, debemos dar reconocimiento al hecho de que en la 22ª edición aparecida en 2001 haya sido adoptada por fin la referida tesis de Lisandro Alvarado sobre el origen de la palabra al decir, tanto en la voz Turpial como en Turupial, que provienen «del caribe turpiara» (Real Academia, 2001, T. II, p. 2246 y 2247).

 

En realidad, no podía caber duda, ya que, según aducía Rosenblat, «la forma troupiale aparece por primera vez en francés en 1760, en la terminología del naturalista Brisson, el creador del género Icterus. Pero el nombre ya tenía doscientos años de vida castellana» (Rosenblat, 1974 [1957], T. III, p. 245). En efecto, la primera referencia escrita conocida sobre nuestro Turpial por parte de los europeos fue hecha, hasta donde sabemos, en 1578 por Juan de Pimentel, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela, en una famosa relación solicitada por el Rey en la cual el referido personaje mencionó, entre los animales que había en la Provincia, a un «pájaro llamado turpiare, amarillo y negro», sin proporcionar más detalles (Pimentel, 1964 [1578], p. 132). Igual denominación de turpiare le daría en 1647 Fray Jacinto de Carvajal, uno de los primeros curas cronistas de Indias, en su Relación del descubrimiento del Río Apure, palabra que Rosenblat aseguró que «tenía que hacerse turpial por lo que llamamos disimilación de r-r (del mismo modo que árbore, cárcere, mármore son hoy árbol, cárcel, mármol)» (Rosenblat, 1974 [1957], T. III, p. 246).

 

En 1690, es decir, 43 años después de lo dicho por Fray Jacinto, otro religioso cronista, de nombre Matías Ruiz Blanco, se explayó un poco más, aunque utilizó para designar al ave un nombre diferente, que a lo mejor era el que utilizaban los indígenas del lugar. En concreto refirió que, entre las aves de Píritu (en el actual estado Anzoátegui), había «otra casta de pájaros de música… que llaman turicha, del tamaño de los cardenales. Tienen las alas blancas y negras, el pecho negro y lo restante del cuerpo naranjado». Luego señaló lo que sería el atributo tal vez más resaltante que lo ha convertido en una de las aves venezolanas más populares, cuando aseguró que «son grandes cantores y de mucho brío y corazón», como se puede apreciar bien en una grabación de su canto que se puede escuchar al final de la sección «Símbolos Nacionales» del sitio siguiente: http://www.embavenelibano.com/v000017s.html

 

Agregó Matías Ruiz que dichas aves «se encrespan y pelean con los gallos. Puestos en la mano se encrespan y cantan. Andan sueltos y vienen a comer a la mesa. Limpian con el pico los dientes de una persona, y hacen tantos embustes que ocasionan notable diversión». Relató, por último, que había criado «uno de estos animalejos» que dormía con él y era su «despertador dos horas antes del día, a cuya hora se sacudía las alas y cantaba como los gallos» hasta despabilarlo, lo cual alegraba sobremanera al fraile, pues creía que el ave lo hacía para alentarlo a «alabar a Dios» y reprenderlo por su «descuido y pereza» (Ruiz, 1965 [1690], p. 35).

 

En esta toma se ve un ejemplar de la subespecie Icterus icterus icterus fotografiado en Puerto Píritu, estado Anzoátegui, que se ajusta a la descripción hecha por el cronista Matías Ruiz Blanco (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

En 1779 otro fraile cronista llamado Antonio Caulín, siguiendo una práctica plagiaria muy usual aceptada sin rubor alguno hasta el siglo XIX, copió casi textualmente, aunque sin citarlo, lo dicho por Ruiz, pero dándole al ave su nombre actual de Turpial y agregando que eran «dóciles en domesticarse» y que entre las «otras mil monerías» que hacían estaba la de quitar «la caspa de la cabeza» (Caulín, 1992 [1779], p. 50). Por la misma época Antonio de Alcedo, autor de un reputado Diccionario Geográfico Histórico de las Indias Occidentales o América publicado entre 1786 y 1789, también transcribió lo ya dicho por Ruiz un siglo antes, pero aclarando que Turpial era «lo mismo que Turicha» (Alcedo, 1988 [1786-1789], p. 280-281). En cuanto a la forma derivada Turupial, apareció escrita algunos años antes, específicamente en 1764, en un librito, hoy día bastante conocido, de la autoría de un comerciante de nombre José Luis de Cisneros, donde éste señalaba que en Venezuela había «muchos, y varios Pájaros de Jaula canoros, y de diversos colores», mencionando en primer lugar «unos de color amarillo, y negro, que llaman Turupiales» (Cisneros, 1981 [1779], p. 97).

 

Canto sin horario fijo

 

Antes de continuar, debe aclararse que los turpiales amarillos son los juveniles, ya que en los adultos el plumaje suele tirar hacia el anaranjado, que puede hacerse un poquito más tenue del vientre hacia abajo, incluidos los muslos. Tan anaranjados son algunos ejemplares, como se evidencia en las fotografías que ilustran este artículo, que, según recuerdo con nostalgia, hace años se expendía en los abastos y supermercados un excelente concentrado de pulpa de naranjas de coloración encendida que se fabricaba en Caripe, Estado Monagas, para el cual se adoptó atinadamente como marca comercial la de Turpial.

 

Este ejemplar es un juvenil de Icterus icterus icterus fotografiado en Calabozo, estado Guárico, que presenta todavía un plumaje amarillo tenue, carente de las tonalidades anaranjadas características de los adultos (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 

Cabe precisar igualmente que los turpiales, aunque puedan cantar al amanecer o incluso antes, según vimos que aseguraba el fraile Matías Ruiz Blanco, se caracterizan por emitir sus llamados y fraseos a cualquier hora del día. La literatura venezolana, que ha tenido al Turpial como uno de sus animales consentidos, no podía dejar de reflejar tal hecho. Así por ejemplo, entre los que colocaron al Turpial como heraldo del despuntar del día encontramos a un autor muy consagrado, como lo fuera el caraqueño José Antonio de Armas Chitty, cuando en su poema titulado Pueblo de abejas y turpiales dijo que «abren los cundeamores sus cofres amarillos / y el día se despierta en los turpiales» (Armas, 1968, p. 54), lo mismo que un modesto bardo llamado Hermes Delgado, nacido en El Clavo, un pueblito perdido de Barlovento, en su poema titulado De aquel canto delicioso, al señalar que «me desperté una mañana / oyendo un dulce cantar, / de un jilguero y un turpial / que solfeaban una diana» (Delgado, 1956, p. 23).

 

Mirandino como Delgado, pero de los Valles del Tuy, específicamente de Cúa, era el también poeta Juan España, quien en la primera estrofa de uno de sus sonetos, titulado Mediodía, puso al Turpial a cantar en lo que se conoce vulgarmente como la «hora del burro» cuando dijo que «La tierra con anhelos maternales / en un sueño de amor se despereza. / En las auras palpita la terneza / y en el tosco flautín de los turpiales» (España, 1988 [1926], p. 77). Ese tropo de la flauta en relación con los turpiales parece que estuvo de moda por esos tiempos ya que muchos autores lo utilizaron, incluido un escritor contemporáneo de Juan España, aunque de fama incomparable, puesto que se trataba nada menos que de Rómulo Gallegos, quien lo incluyó en un inspirado párrafo ubicado al comienzo de su novela «Canaima» que merece ser citado in extenso, en el cual daba cuenta fiel de parte de la variadísima avifauna que se puede ver en un atardecer guayanés, poniendo a cantar al Turpial en tal horario. Lo que escribió el reputado novelista caraqueño reza así:

 

«Ya vuelve, con la prodigiosa riqueza de sus matices envueltos en la suave tonalidad de una luz incomparable, hecha con los más vivos destellos del sol de la tarde y la sustancia más transparente del aire. Y en el aire mismo cantan y aturden los colores: la verde algarabía de los pericos que regresan del saqueo de los maizales; el oro y azul, el rojo y azul de los guacamayos que vuelan en parejas gritando la áspera mitad de su nombre; el oro y negro de los moriches, de los turpiales del canto aflautado, de los arrendajos que cuelgan sus nidos cerca de las colmenas del campate y los arpegios matizados al revuelo de la bandada de los azulejos, verdines, cardenales, paraulatas, curruñatás, siete colores, gonzalitos, arucos, güiriríes. Ya regresan también, hartas y silenciosas, las garzas y las cotúas que salieron con el alba a pescar, y es una nube de rosas la vuelta de las corocoras» (Gallegos, 1995 [1935], p. 5).

 

Por cierto que los Moriches mencionados por Gallegos, de nombre científico Icterus chrysocephalus, son unos primos del Turpial que habitan principalmente en el sur del Orinoco, a diferencia de éste, que lo hace mayormente al norte (Restall et al, 2007 [2006], Vol. 2, p. 610 y 614). Sucede, sin embargo, que en algunas partes de Amazonas y Guayana hay quienes llaman Turpial al Moriche, creyendo incluso que este último es el ave emblemática nacional.

 

Aquí vemos un Moriche (Icterus chrysocephalus), muy fácil de diferenciar del Turpial, ya que es todo negro por debajo con las alas sin tonos blancos y la corona y nuca amarillas (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

Pero fue ese notable valenciano pionero de la Ecología en Venezuela, pintor, ilustrador e intérprete de nuestra Naturaleza, en especial de las aves que adornan los paisajes de esta Tierra de Gracia, y poeta a ratos llamado Walter Arp (1927-2006), quien dio realmente en el clavo cuando resumió lo relativo al canto del Turpial en una estrofa de un poema que le dedicara al ave, el cual dice así: «No tienes hora para soltar tu canto, / desde el alba hasta el atardecer / rompes el aire llenándolo de encanto» (Arp, 1980, p. 122). Por cierto que en ese libro tan especial, en el cual aparecen 75 especies de aves ilustrando 63 poemas, sólo hay, además del titulado Turpial, otro dedicado a un ave en particular, el Gallito de las rocas (Rupicola rupicola), el cual fue, como veremos más adelante, el contrincante que clasificó con el Turpial para la gran final en la elección del Ave Nacional de Venezuela.

 

El poema de Walter Arp titulado Turpial va acompañado de la hermosa imagen que se ve aquí, también de su autoría, compuesta de tres ejemplares en un nido que parece de Guaití (Phacellodomus inornatus) (Tomado de Arp, 1980, p. 123)

 

Sin connotación horaria alguna, tampoco podía faltar la combinación de flauta con Turpial en un poemario dedicado a los pájaros, publicado por el abogado y periodista monaguense José Villarroel casi cuatro décadas después de la aparición de Canaima, donde le decía al ave que «una flauta barroca es tu pico / Vivaldi vuela contigo sobre el follaje» (Villarroel, 1972). Cabe señalar, por último, que Ramón Urbano, destacado colector de aves y poeta aficionado que trabajara por varias décadas para la Colección Ornitológica Phelps, de la cual hablaremos de inmediato, fue mucho más lejos cuando puso al Turpial a anunciar, cual meteorólogo, los cambios de estaciones, como se puede apreciar en la estrofa de su Joropo al Turpial que dice: «qué lindo canta el Turpial / en las palmeras del Llano / y le anuncia al Caporal / que va pasando el Verano» (Urbano, 1959, p. 23).

 

El Turpial de aquí

 

Pero, volviendo al nombre que distingue a nuestro Icterus icterus, digamos que, ya entrados al siglo XX, pasó a ser asunto preferentemente de los ornitólogos. Turpial común fue la designación utilizada en la primera lista sistemática de todas las aves de Venezuela conocidas hasta entonces elaborada por el principal precursor de nuestra ornitología, eficiente recopilador, productor y sistematizador del conocimiento sobre nuestra avifauna que fuera William H. Phelps, nacido en Nueva York en 1875 y nacionalizado venezolano en 1947, lista compilada conjuntamente con su hijo y colaborador del mismo nombre que «marcó época por su solidez científica y por ser una de las primeras de su tipo para Centro y Suramérica y el Caribe» (Phelps y Phelps hijo, 1950, 1958 y 1963; Rodner y Martínez, 2006, p. 4). No obstante ello, Misia Kathy, como le decían cariñosamente a la esposa del segundo, prefirió llamar Turpial, sin apelativos, a nuestro protagonista en 1954, año de publicación de su libro dedicado a «Cien de las más conocidas aves venezolanas», con ilustraciones de su misma autoría, en cuya portada colocaba, sin embargo, al por entonces ignoto Gallito de las rocas que, como veremos más adelante, subiría circunstancialmente a la palestra pública un quinquenio después (Deery, 1999 [1954]), p. 75).

 

En su bonito libro así nos presentó Kathlyn Deery de Phelps, misia Kathy para sus allegados, al garboso Turpial. Lástima que en su versión la piel alrededor del ojo no exhiba la tonalidad azul eléctrico, como tampoco el negro brillante en el plumaje de la capucha, lomo, alas y cola característicos de los ejemplares adultos en vida (Tomado de Deery, 1999 [1954], p. 75)

 

Esa denominación de Turpial común, con la cual a lo mejor se quería denotar que se trataba de la más famosa de las especies portadoras de tal nombre, fue utilizada de nuevo en 1979 por su esposo en su famosa «Guía de las aves de Venezuela», escrita con el norteamericano Rodolphe Meyer de Schauensee, la cual fue el primer libro enciclopédico sobre las aves de Venezuela, reconocido ampliamente como un modelo de texto de referencia en la materia (Phelps y Meyer, 1979 [1978] p. 354). Ese libro pudo ser elaborado en gran medida gracias a la enorme cantidad de lo que los ornitólogos llaman «pieles de aves» (en realidad aves disecadas) y los registros respectivos a disposición de los autores contenidos en la famosa Colección Ornitológica Phelps (COP) antes mencionada, la cual no sólo constituye «el reservorio de aves venezolanas más importante en el mundo», sino que hoy día es considerada también como la colección de aves «más importante del mundo en manos privadas» (Rodríguez, 2006, p. 313 y 332), reunida por obra de la iniciativa del padre, quien en 1937, a los 62 años de edad, se retiró de los negocios para dedicarse a ello en cuerpo y alma con un equipo de eficientes colaboradores, incluido su hijo homónimo, quien asumió la tarea de asegurar la continuidad de tan loable esfuerzo.

 

Otro autor norteamericano, de nombre Steven Hilty, lo llamó, por su parte, Turpial venezolano (Hilty, 2003 [2002], p. 823) en una exhaustiva actualización de la obra ya clásica de Phelps y Meyer, muy oportuna por cierto, publicada en 2002 con una segunda edición en 2003, denominación que seguramente buscaba diferenciarlo de los demás portadores del nombre mediante la mención del país que constituye el hogar principal de la especie. Por último, un destacado trío de profesionales proveniente de la mencionada Colección Ornitológica Phelps, formado por un experimentado inglés radicado en Venezuela llamado Robin Restall y dos reconocidos ornitólogos venezolanos de nombre Clemencia Rodner y Miguel Lentino, autores de un libro sobre las aves del norte de Suramérica que, junto con los otros dos ya citados, son de consulta indispensable para quien quiera adentrarse con buen pie en la exploración del exuberante mundo de la avifauna venezolana, lo denominaron allí simplemente Turpial, sin ningún adjetivo, a lo mejor para dar a entender que es el turpial por antonomasia, pero aclarando de manera ecléctica en una nota que era «llamado también Turpial venezolano» (Restall et al, 2007 [2006], V. 1, p. 753).

 

Emblema nacional

 

En todo caso, lo cierto es que el Turpial, con apelativo o sin él, ya se había convertido desde 1957 en nuestra ave emblemática nacional. La iniciativa surgió de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales (SVCN) en setiembre de ese año, concediéndose «dos meses para que diversas instituciones y personalidades aupasen a sus candidatos» (Rodríguez, 2006, p. 349). Este proceso contrastaba con lo que sucedía en el restringido mundillo político autorizado por el ufano «Presidente Constitucional de la República», General Marcos Pérez Jiménez, alias Tarugo (para quienes sientan la curiosidad, localicen con el buscador que hay en este sitio: www.rae.es/drae el significado de esta palabra en el lenguaje coloquial, en particular el tercero de la lista), quien quería ser reelegido para el cargo, pero no mediante una contienda que implicara competir con otros candidatos, lo cual alborotaría aún más el ya revuelto gallinero, sino mediante un plebiscito incorporado a la Ley Electoral en una reforma aprobada a la carrera por el Congreso el 13 de noviembre de ese año, el cual finalmente resultó, como era de esperarse, burdamente amañado y condujo irremisiblemente a la rebelión popular que culminó con la huída del país del último de los dictadores que ha tenido Venezuela.

 

La elección del ave nacional contó, en cambio, con muchos candidatos. Eran tantos que en un momento dado el recordado Ramón Aveledo Hostos, quien era por entonces un joven de 36 años que fungía de Presidente de la SVCN y Curador de la COP, tuvo el poco tino de enviarle a sus colegas zulianos un escueto telegrama que decía más o menos lo siguiente: «Nos urge recibir nombre de su pájaro candidato» (Rodríguez, 2006, p. 354). No sabía él que a la Seguridad Nacional, siniestra policía política de esos tiempos, le era consignado un legajo diario con copias de todos los telegramas enviados y recibidos en el país.

 

Los esbirros a cargo de la revisión de los telegramas se frotaron las manos pensando que en breve caería mansito ese supuesto «pájaro candidato», expresión detrás de la cual estaban seguros que se escondía algún temerario aspirante a suceder a Pérez Jiménez. Prestos procedieron a detener al inocente Ramón, según me refirió ese baluarte de la COP que ha sido Margarita Martínez, y a llevarlo a uno de esos tenebrosos calabozos donde tanta gente fue torturada durante todos esos aciagos años de cruel represión. ¡Canta! ¡Canta rápido pajarito!, le gritaban iracundos. Pero, para su sorpresa, los únicos nombres de candidatos que lograron sacarle a Ramón fueron los del Cucarachero, la Paraulata llanera, el Cristofué, la Guacharaca del norte, la Corocora colorada, el Guácharo, el Arrendajo y el Gallito de las rocas, sin olvidar al Zamuro ni, por supuesto, al Turpial.

 

Kathy de Phelps escogió al Gallito de las rocas para la portada de su libro titulado «Cien de las más conocidas aves venezolanas» editada por primera vez en 1955, ave por entonces muy poco conocida que habita en las selvas del sur del Orinoco, lanzada a la palestra pública durante la elección del Ave Nacional de Venezuela en noviembre de 1957 (Pintura de la autoría de Kathlyn Deery de Phelps tomada de la portada de la edición de lujo de Deery, 1999 [1954])

 

Una vez que, gracias a una gestión del viejo Phelps ante un encumbrado pajarero del gobierno «comprometido con la candidatura del Turpial» (Rodríguez, 2006, p. 354), quedó en evidencia el malentendido y soltaron a Aveledo, entró en la recta final la gran campaña electoral por el ave nacional. En ella se involucraron varios medios de comunicación social, brindando «espacio y tiempo cada día hasta el final del certamen» (Aveledo, 1994), lo mismo que otras instituciones privadas y numerosas personalidades, desde el mencionado Angel Rosenblat quien, aunque era partidario de la Corocora colorada, produjo el texto citado anteriormente sobre el Turpial (Rosenblat, 1957) que se agregaría luego a sus famosas Buenas y malas palabras, hasta el sabio don Francisco Tamayo, pasando por los principales columnistas del momento, como Aníbal Nazoa, Miguel Otero Silva, Federico Pacheco Soublette, Julio Barroeta Lara, Ida Gramko y otros más. En palabras del mismo Aveledo, «escritores, poetas, caricaturistas, científicos y pueblo en general se volcaron con simpatía» en la contienda, con un gran sentido del humor (Aveledo, 1994), conscientes de ser la parodia del espurio proceso plebiscitario que discurría en paralelo sin ningún apoyo popular.

 

Victoria apretada

 

La divertida campaña discurría mientras en la arena internacional se sucedían hechos de la mayor seriedad y trascendencia histórica reseñados por la prensa local, como la sucesión de pruebas con armas nucleares efectuadas por Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido, que impulsaron a los dos restantes miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es decir, Francia y China, a acelerar su entrada al club atómico, o el lanzamiento por los soviéticos del satélite artificial Sputnik II, que llevaba como pasajera a la perrita Laika, lo cual daría impulso a la carrera espacial, o, en fin, la avanzada final de la guerrilla comandada por Fidel Castro, que anunciaba la despavorida huída del dictador cubano Fulgencio Batista y toda su camarilla y marcaría un indudable punto de inflexión en la historia de Latinoamérica y el Caribe.

 

Mientras tanto, en nuestra Tierra de Gracia el Turpial, postulado por la sección ornitológica de la SVCN a instancias del muy activo Hermano Ginés, coautor con Aveledo de un libro que ya estaba a punto de publicarse sobre nuestras aves de caza (Ginés y Aveledo, 1972 [1958]), era el gran favorito para coronarse como Ave Nacional de Venezuela, aunque a última hora arremetió con fuerza el Gallito de las rocas, apoyado por William H. Phelps con la intención de «atizar el interés inusitado que el certamen había provocado». La polémica adquirió ribetes que seguramente hicieron poner nervioso a más de uno en el tambaleante gobierno. El Turpial fue acusado, en «clara alusión al dictador», de «pájaro bravo», condición que «ensalzaron sus defensores como básica para defender su libertad», aunque hubo a quien le pareció que tenía más bien «inclinación a olvidar fácilmente su cautividad con su propio canto». En cuanto al Gallito de las rocas, se arguyó que ya no se quería «más gallos en este país», mientras que un indignado anónimo criticaba que se pudiese pretender elegir a «ese pájaro que casi nadie conoce», en lo cual no le faltaba razón (Rodríguez, 2006, p. 353 a 356).

 

La elección se efectuó en la SVCN, ubicada por entonces en El Paraíso, el lunes 11 de noviembre de 1957, un mes antes del plebiscito del 15 de diciembre. Clasificaron para la gran final, como era de esperarse, el Turpial y el Gallito de las rocas, luego de unas rondas eliminatorias en las cuales el Zamuro, como siempre vilipendiado y discriminado injustamente, fue el primero en quedar fuera, seguido por el Guácharo, considerado tenebroso por algunos. La elección fue más reñida de lo previsto, sucediéndose los alegatos a favor y en contra de ambos contrincantes. La crítica más recurrente contra el Turpial fue que éste «vivía en cautiverio, se adaptaba a la jaula, en tanto que el Gallito no», frente a lo cual alguien retrucó que «también el caballo es domado por el hombre y es símbolo de nuestro escudo», en tanto que un tercero, en velada alusión a los presos políticos, aseguró que con la elección del Turpial «se abogaría porque fuesen liberados todos los turpiales» (Diario El Nacional, p. 42).

 

En la rima del ya citado colector de aves y poeta Ramón Urbano publicadas en El Gallo Pelón, semanario humorístico muy leído, «después de la algarabía / que formó la concurrencia / no era electa todavía / el ave de preferencia» (Urbano, 1958, p. 18). Finalmente, al filo de la medianoche 49 doctos electores votaron, obteniendo el Turpial 27 sufragios y el Gallito de las rocas 22. La reseña diría que «sus cualidades canoras, su agresivo vuelo, su lindo plumaje y ese estar metido en el alma popular, le dieron el margen suficiente al Turpial para imponerse en una elección por demás reñida» (Diario El Nacional, p. 1).

 

Como colofón, el Gobierno que sustituyó el 23 de enero de 1958 al derrocado Pérez Jiménez dictó con presteza encomiable una resolución conjunta firmada por el Ministro de Educación, Julio de Armas y el de Agricultura y Cría, Carlos Galavís, mediante la cual se asentaba que, «en atención a que la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, después de efectuar un dilatado y reñido certamen entre naturalistas y ornitólogos con el fin de escoger la especie de nuestra avifauna que resultase más apropiada para ser elegida Ave Nacional de Venezuela», se endosaba la elección referida, declarándose así, con todas las de la Ley, «oficialmente al Turpial (Icterus icterus) Ave Nacional de Venezuela, y con tal carácter deberá ser considerado en los textos de estudio y enseñanza que versen sobre la fauna venezolana» (Ministerios de Educación y de Agricultura y Cría, 1958). Ello acaeció el 23 de mayo de 1958, en pleno mes de las flores, algunas de las cuales al Turpial le agrada mucho degustar.

 
 
El árbol de cuyas flores se alimentaba este ejemplar parece un Bucare, pero todavía no tengo la certeza total. El ave que se alimenta de elllas es un adulto de Icterus icterus icterus fotografiado en Barlovento, estado Miranda (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

Además de libar néctar y comer flores de los Bucares, lo mismo que de Samán, Cardón y Tuna, a los Turpiales les encantan las frutas, tales como «lechosas cultivadas, mangos, sapodillas, guanábana y frutas silvestres», al igual que «semillas». Además comen «pequeños vertebrados y artrópodos», como «larvas de mariposas, coleópteros e himenópteros» (Fraga, 2013 [2011], Food and feeding), de modo que se trata de omnívoros muy versátiles que difícilmente pasarán hambre.

 

Turpiales, orioles y oropéndolas

 

Ahora bien, aunque el Icterus icterus es sin duda el Turpial por antonomasia, lo que tal vez ameritaría reservarle con exclusividad la denominación de Turpial, lo cierto es que todavía hoy en día siguen siendo en Venezuela y en otros países varios los que portan el mismo nombre con diferente apellido, como sucede con el Turpial de agua (Chrysomus icterocephalus), bautizado así porque «habita en ciénagas, lagos y ríos con abundantes juncos y gramíneas acuáticas», colocando «los nidos entre la vegetación acuática» (Deery, 1999 [1954], p. 77).

 

Aquí vemos un Turpial de agua (Chrysomus icterocephalus), que se diferencia del Turpial (Icterus icterus) por tener una capucha amarilla y no negra y todo el resto del cuerpo también negro (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

Hay asimismo otras dos especies llamadas turpiales en Venezuela, o al menos en nuestros textos ornitológicos, las cuales no son, como la anterior, residentes permanentes sino migratorias. Se trata del Turpial de huertos (Icterus spurius) y el Turpial de Baltimore (Icterus galbula), los cuales anidan en Norteamérica y después de levantar a sus crías se vienen a veranear a varios países latinoamericanos, incluido el nuestro, como lo hacen igualmente muchos turistas canadienses y gringos. El primero de ellos, conocido en inglés como Orchard Oriole, es un ave sumamente rara en Venezuela que con muchísima suerte pudiera uno encontrársela al oeste del lago de Maracaibo.

 

 
En la foto se puede apreciar al Turpial de huertos (Icterus spurius), un raro visitante en Venezuela, cuyo plumaje se distribuye de manera parecida al del Turpial de Baltimore (Icterus galbula) que pueden ver en la foto que sigue a ésta, pero su color por debajo no es amarillo naranja sino marrón castaño (Fotografía tomada de la galería de Carolyn747 en Flickr) 

 

El segundo, llamado Baltimore Oriole en inglés, cubre en su migración un área mayor, llegando incluso hasta Guatopo, al suroeste de Barlovento en el Estado Miranda, lo cual puede que hacia los años 30 del siglo XIX fuera sospechado ya por ese famoso observador, pintor y estudioso de las aves de Norteamérica llamado John James Audubon —cuyo apellido tomaron prestado para identificarse algunas agrupaciones de pajareros y pajarólogos, incluída la Sociedad Conservacionista Audubon de Venezuela (SCAV)— quien comentaba dubitativamente que «el Turpial de Baltimore llega desde el sur, tal vez desde México, o a lo mejor de una región más distante, y entra en Louisiana apenas la primavera comienza allí» (Audubon, 1995 [1827-1838]). Luce aquél las tonalidades negras, amarillo naranja y blancas de nuestra ave nacional, pero a diferencia de ésta no tiene la espalda anaranjada ni el iris amarillo sino negros y carece de la bella piel ocular azul que distingue al Turpial, mientras que el blanco de las alas está distribuido de otra manera y la cola tiene no sólo negro sino también amarillo.

 

 
Este es un Turpial de Baltimore (Icterus galbula) que llegó en marzo de 2013 al Parque del Este Generalísimo Francisco de Miranda ubicado en Caracas. Nótese el ojo de iris oscuro y la ausencia de piel ocular azul, así como la profusión de blanco en las alas y el reverso amarillo de la cola, todo lo cual lo diferencia de nuestro Turpial (Fotografía tomada por Carolina Tosta)

 

Cabe aclarar que oriol en español, así como su equivalente oriole en inglés y francés, significan lo mismo que oropéndola, ave europea de cuerpo amarillo, alas y cola negras y pico puntiagudo (pueden ver una aquí: http://www.naturalezadigital.org/ampliar.php?id_foto=676), denominación que los conquistadores, colonizadores, exploradores y viajeros procedentes de ese continente aplicaron también a otras especies parecidas que encontraron en sus correrías por América, Asia, Africa y Oceanía. Y si bien en Venezuela esos términos no han calado, hay una peculiar excepción representada precisamente por los referidos Orioles de Baltimore, aves muy populares en Norteamérica y también entre nosotros, no porque sean muy comunes por estas latitudes sino más bien porque ese nombre identifica a un equipo de grandes ligas bien conocido en nuestro medio por ser el béisbol el deporte que cuenta aquí con la mayor afición, no siendo ello ajeno al mencionado William H. Phelps, quien fuera uno de sus promotores pioneros (Rodner y Martínez, 2006, p. 2). Esto permitió que desde fecha tan temprana como 1939 llegaran peloteros venezolanos a las ligas mayores, siendo el primero de ellos un lanzador caraqueño nacido en 1912 de nombre Alejandro Carrasquel, apodado «El Patón» por el tamaño de sus pies (Cárdenas, 1990, p. 65).

 

A otro caraqueño llamado Alfonso Carrasquel, para más señas sobrino del Patón y apodado el «Chico» para diferenciarlo del tío, le cupo ser el primer latinoamericano en participar en un juego de las estrellas de la gran carpa, lo cual sucedió en 1951. Esta gloria de nuestro béisbol, luego de una trayectoria brillantísima como campocorto de los Medias Blancas de Chicago, terminó su carrera de bigleaguer en 1959, cuando contaba con 31 años de edad, jugando precisamente para los Orioles de Baltimore (Cárdenas, 1990, p. 76). Ese mismo año a otro as venezolano, el maracucho Luís Aparicio, quien había sustituido a Carrasquel como campocorto de los Medias Blancas, le tocó en suerte convertirse con esta novena en el primer venezolano en participar en una serie mundial, experiencia que repitió en 1966, esta vez con, ¡claro que sí!, ¡los Orioles de Baltimore!, oportunidad en la cual contribuyó a que ese equipo se titulara campeón de las ligas mayores por primera vez en su historia (Cárdenas, 1990, p. 22 y Vené, 2005, T. II, p. 58), hecho que hizo trinar de alegría no sólo a la afición venezolana sino también, ¡cómo no!, a los Turpiales de Baltimore que por esa fecha, como todos los años, disfrutaban del Sol muy orondos y risueños en Barlovento y en otras regiones de nuestro país.

 

Canto sin rival

 

Hay quienes han afirmado, dicho sea de paso, que el Turpial de Baltimore canta parecido al venezolano (Carter y Omland, 2007, p. 7), pero también habemos quienes no estamos convencidos de eso, sobre todo porque el repertorio de nuestro Turpial es muy extenso y variado (quien desee compararlos puede encontrar ambos cantos aquí: http://www.xeno-canto.org/browse.php?query=icterus).

 

También se ha sostenido que cantan parecido al Turpial venezolano el ave endémica de Brasil llamada Corrupião en portugués y Campo Oriole en inglés, algo así como Oropéndola de los campos en español (Icterus jamacaii), el cual habita en el este de Brasil, lo  mismo que otra conocida como Matico en Argentina, Paraguay y Bolivia y João-pinto en Brasil, cuyo nombre en inglés es Orange-baked Oriole, equivalente a Oropéndola de espalda anaranjada (Icterus croconotus), pero tampoco creemos, al igual que otros mucho más versados según veremos después, que la semejanza sea tanta (pueden cotejarlo en la página citada de xeno-canto).

 

Arriba aparece un Corrupião (Icterus jamacaii), el cual se diferencia de nuestro Turpial en la escasa coloración blanca en las alas y la ausencia de azul en la piel ocular.
Abajo se ve un  Matico (Icterus croconotus), cuya diferencia más notoria con el Turpial y el Corrupião es la ausencia de la capucha negra (Fotografías © Arthur Grosset)


 
Pero en realidad no hay ninguna otra ave que tenga un canto como el de nuestro Turpial, que todos coinciden en calificar de «bello y melodioso», como dijera ese destacado precursor de la zoología de los vertebrados de Venezuela llamado Eduardo Röhl, quien agregaba que está «adornado de variados tonos, que encantan el campo en las frescas horas de la mañana», canto «cuyas notas poderosas sólo pueden emitir las cuerdas del violín», aprendiendo «con prontitud cualquier aire que oiga silbar», según sostenía Ramón Páez, acaudalado hijo del Centauro de las Queseras del Medio, quien aseguraba que tenía un Turpial en su casa de Nueva York que cantaba «la Cachucha, el Yankee Doodle, y varios otros tonos» y que silbaba «claramente el nombre de una persona» (Röhl, 1956 [1942], p. 342).

 

Para Kathy de Phelps se trata, en efecto, de un «canto sin par» (Deery, 1999 [1955], p. 75), mientras que Phelps y Meyer hablaron de «silbido fuerte, melodioso, usualmente repetido» (Phelps y Meyer, 1959 [1958], p. 354), lo cual fue reiterado por Walter Arp (Arp, 1980, p. 182). Hilty fue mucho más descriptivo al mencionar que «a menudo es el fraseo de su rico e hipnótico canto lo que a uno lo alerta sobre la presencia de esta hermosa ave que suele percharse en el tope de un gran cactus columnar o en una rama desnuda alta para cantar» (Hilty, 2003 [2002], p. 823); Restall, Rodner y Lentino señalaron, por su parte, que los llamados del Turpial «incluyen silbidos melodiosos y sonidos nasales», agregando que su canto onomatopéyico es «emitido desde perchas altas sonando claramente a través del campo abierto, fincas y parques y es inconfundible» (Restal et al, 2007 [2006], p. 753). Finalmente, Rosendo Fraga nos describe «el canto en ambos sexos» como «fuertes repeticiones de ricos fraseos melodiosos de dos a cuatro elementos, usualmente gorjeos o silbidos modulados, raramente notas puras siendo el canto bastante variable, pudiendo diferir el orden de los elementos y la longitud de las pausas entre las notas. Las parejas suelen cantar a dúo. Ha sido registrada también la mímica. En cuanto a los llamados, incluyen notas nasales y agradables silbidos. En vuelo, por último, producen sonidos alares audibles» (Fraga, 2013 [2011], p. 766).

 

Ha habido también vocalizadores que, a pesar de no ser pájaros, han asumido que su canto es tan variado y melodioso como el del Turpial, sobrando ejemplos de quienes, para identificarse artísticamente, han utilizado el nombre de esta «avecilla de hermoso canto que se domestica fácilmente», como definiera al «turpial, turupial o trupial» Julio Calcaño, uno de mis autores de abolengo nacional preferidos (Calcaño, 1950 [1896], p. 449), tío bisabuelo de Lorenzo Calcaño, para mí actualmente el mejor fotógrafo de aves de Venezuela quien, como habrán podido notar, ha aportado gentilmente varias de sus magníficas fotos de aves para ilustrar algunos de los artículos de esta serie, incluido el presente.

 

Entre los muchos que, desparramados por nuestra geografía, han adoptado la «gracia» de nuestra ave nacional como suya se encuentran, por ejemplo, Santiago Rojas, apodado «el Turpial de Guardatinajas», Nerys Padrón, «el Turpial de Mantecal», José Roberto Vargas, «el Turpial sabanero» y Manuel María Pacheco, intérprete de golpes tuyeros llamado «el Turpial mirandino».

 

Tanta ha sido la fama musical del Turpial que hubo un famoso sello disquero que adoptó ese nombre, editando entre otras excelencias un Long Play titulado «Folklore venezolano» que fuera el primer disco de la Orquesta Típica Nacional, dirigida para la ocasión por su fundador, el maestro Luís Felipe Ramón y Rivera.

 

Los que son y los que no

 

Pero, volviendo al Corrupião y al Matico, debemos precisar que también se les llama en inglés Troupial, lo cual no es de extrañar ya que hasta no hace mucho fueron considerados como subespecies del Turpial venezolano, recibiendo en tales casos los nombres científicos de Icterus icterus jamacaii e Icterus icterus croconotus respectivamente. Sin embargo, desde los lejanos tiempos en que estos pájaros fueron descritos por primera vez hasta los más cercanos en que William H. Phelps padre e hijo elaboraron sus listas de aves de Venezuela, es decir, «hasta bien entradas las décadas de 1950 y 1960», los tres eran tratados como especies diferentes (Fraga, 2007). Sucedió, sin embargo, que en razón, entre otros argumentos, de la supuesta similitud de sus cantos y del descubrimiento de la subespecie Icterus icterus metae, considerada por algunos como un caso de hibridación entre el Turpial venezolano y el Matico, fueron agrupados, según acabamos de acotar, en una sola especie: Icterus icterus.

 

Este ejemplar fotografiado en el estado Apure me pareció inicialmente que presentaba las características de la subespecie Icterus i. metae, en particular la nuca amarilla y las plumas blancas del ala separadas en dos, aunque ahora creo que pudiera tratarse más bien del Icterus icterus icterus pues la separación de las plumas blancas no es muy neta ni la nuca amarilla tan obvia (Fotografía tomada por José Luis Mateo)

 

 

Pueden comparar la foto anterior con la presente ilustración del Icterus icterus metae en la cual se ve bastante extensa el área de amarillo naranja de la nuca que reduce notablemente el área negra de la cara. También se aprecia la neta separación en dos de la franja blanca del ala (Ilustración de Tim Worfolk © HBW)


 

Esta es una de las primeras ilustraciones a color conocidas del Turpial ya que data de 1765. Curiosamente las plumas blancas del ala aparecen divididas como en el Icterus. i. metae, que no sería descrito sino dos siglos después, en 1966, careciendo además de la piel ocular azul, como sucede con el Corrupião (Icterus jamacaii). Todo ello hace dudar sobre la identidad y el estado de conservación del espécimen a su disposición en el cual se basó el ilustrador (Ilustración de François Nicolas Martinet, 1765, Pl. 532)

 

No obstante, hubo otros que sostuvieron que los argumentos para tal agregación no eran suficientemente convincentes, al punto que solicitaron, mediante una propuesta con mucho apoyo presentada en junio de 2007 al Comité de Clasificación Suramericano de la Unión Americana de Ornitólogos, que su separación fuera reconsiderada (Fraga, 2007). De hecho, dicha separación ya había sido adoptada en varias publicaciones cuyos autores se basaron no sólo en características morfológicas y de comportamiento, sino también en varios estudios genéticos, hoy día muy en boga, basados en la comparación de su ADN (ácido desoxirribonucleico), nombre con que se conoce el material genético de los seres vivos que codifica las instrucciones a partir de las cuales se crean nuevos seres de la misma especie, cuyos resultados hacían sospechar que pudieran no ser coespecíficos (Carter y Omland, 2007).

 

La propuesta fue aprobada por unanimidad sobre la base, entre otros elementos de juicio, del reciente descubrimiento de que el Corrupião y el Matico convivían en el estado brasileño de Tocantins sin hibridizarse, al igual que sucede en el de Para. Por otra parte, se consideró que la enorme separación geográfica que existe entre las poblaciones del Matico y el Icterus i. metae de Venezuela y Colombia hace presumir que tampoco haya hibridización entre ellos sino más bien una evolución convergente.

 

De este modo el Turpial venezolano (Icterus icterus) vuelve a quedar con sólo tres subespecies, siendo la más difundida de ellas el referido Icterus i. icterus, que habita al este de los Andes, en los Llanos de Venezuela y Colombia, y en la zona costera desde Carabobo hasta Sucre, seguida por el Icterus i. ridwayi, distribuido en la costa occidental y en el este del Zulia, así como en Falcón y Lara y en la isla de Margarita, donde tal vez haya sido introducido originalmente por el hombre, como ha sucedido en otras islas del Caribe, como Aruba, Curazao, Puerto Rico y Saint Thomas. El de menor dispersión es, por último, el Icterus i. metae, descrito por primera vez en 1966 por William H. Phelps hijo y Ramón Aveledo Hostos (Phelps y Aveledo, 1966, p. 4 a 12), subespecie que se encuentra a ambos lados del río Meta que hace de frontera entre Venezuela y Colombia.

 

Todos ellos se parecen en el canto sonoro que a tantos embeleza y en el colorido de su plumaje de tonos predominantemente anaranjados y negros brillantes, incluidas las poco comunes plumas negras lanceoladas dirigidas hacia el pecho, así como la ancha banda blanca en las alas, cortada en dos en el caso de la subespercie del Meta, siendo una de sus marcas más atractivas los «ojos amarillos rodeados por una gran área ocular lisa azul que se extiende hacia atrás en punta» (Hilty, 2003 [2002], p. 823).

 

Turpiales entrampados

 

Por cierto que un par de ejemplares con rasgos de la subespecie Icterus i. metae, en particular la banda blanca de las alas dividida en dos y la nuca anaranjada, según se puede apreciar en la fotos que siguen, se instalaron entre junio y agosto de 2007 en La Pomarrosa (nuestra pequeña finca situada en Barlovento), lo cual me hizo sospechar que, dado que estaban muy lejos del río Meta, pudiera tratarse de ejemplares de jaula evadidos. Presentaban asimismo algunas otras características muy inusuales, como eran una coloración parcialmente blanca por debajo, la ausencia de las plumas negras lanceoladas que bajan de la garganta al pecho y la cola deshilachada.
 

Estos dos ejemplares de plumaje extravagante se aparecieron en junio de 2007 a comer mangos en la Finca La Pomarrosa y sus alrededores, ubicada en Barlovento. Tienen la franja blanca de las alas netamente dividida en dos como en el Icterus i. metae (Fotografías tomadas por Eduardo López)

 

Como la incógnita al respecto persistía cuando comencé la redacción final de la primera versión publicada de este escrito decidí, con la ayuda de mi amiga pajarera Karla Pérez, consultarle a los expertos. La respuesta del ya citado Robin Restall no se hizo esperar. La razón de su extraña apariencia se debería a que sufrieron «daño en su plumaje, posiblemente al escapar de una rama con pegamento en la que habían quedado atrapados, dejando atrás la mayoría de sus plumas. O bien escaparon del cautiverio sufriendo laceraciones en el proceso. El deterioro y desgarre de la cola apoyan ambas tesis», apreciaciones con las que estuvo de acuerdo el conocido ornitólogo Gustavo Rodríguez.

 

Que se tratara de ejemplares escapados de una trampa o evadidos de una jaula no era en realidad de extrañar ya que el Turpial —sea macho o hembra pues ambos, para su desgracia, son brillantes en plumaje y canto— ha sufrido desde hace mucho persecuciones de parte de los traficantes de aves silvestres que ansían capturarlo para meterlo en una jaula y venderlo. En efecto, de acuerdo con el Libro rojo de la fauna venezolana el Turpial es «una de las especies venezolanas más solicitadas como ave de jaula, y a consecuencia de ello varias de sus poblaciones se encuentran decreciendo drásticamente en la actualidad... Esta presión a nivel nacional es considerable, y a nivel local se trata de la especie favorita de los lugareños y uno de los passeriformes más capturados y comercializados. A nivel internacional también existe demanda sobre la especie, aunque ésta es principalmente abastecida por otros países suramericanos» (Rodríguez y Rojas, 1999, p. 318).

 

No falta quien quisiera tener metido en una jaula a un ave tan grata como ésta no sólo a la vista sino también al oído y de carácter alegre, pero somos muchos los que preferimos disfrutarla en libertad, como lo está este ejemplar en Paraguaná, estado Falcón, de la subespecie Icterus i. ridgwayi (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 

Tan obvia es la trata que ha servido incluso de tema literario. Así por ejemplo, en El osario de Dios, publicado en 1969, obra por la cual ese famoso anzoatiguense, nacido en Clarines y criado en Puerto Píritu, precursor del realismo mágico, llamado Alfredo Armas Alfonso (1921-1990) fuera galardonado con el Premio Nacional de Literatura de ese año, dicho autor abordó el tema en un brevísimo texto muy aleccionador que dice así:

 

«Cochino Macho, el hijo de La Conga, cazaba los torditos con trampajaula, con pega, con lazo, con habilidad, les pintaba las plumas de las alas y el pecho con pintura amarilla y los pasaba como turupiales, a siete reales el casal.

Los compradores se quejaban después que los turupiales cantaban como torditos» (Armas, 2004 [1949-1990], p. 87).

 

Cabe comentar al margen que, sin menoscabo de la indudable calidad literaria de este cortísimo relato, parece claro que cuando Armas Alfonso lo escribió no tenía por delante un Turpial o una foto o un dibujo de él, ya que de lo contrario no hubiera puesto a Cochino Macho a pintarle las alas, más allá de los hombros, de amarillo, ya que, como sabemos, éstas son negras con una franja blanca.

 

Es de destacar, por otra parte, que para los autores del Libro rojo citado anteriormente la designación del Turpial como ave emblemática nacional no parece que hubiera mejorado mucho el conocimiento que se tenía sobre dicha especie, ya que señalaban que, paradójicamente, sobre ella «no se ha realizado prácticamente ningún estudio… desconociéndose muchos aspectos sobre su biología y situación poblacional» (Rodríguez y Rojas, 1999, p. 318), de modo que no es raro que circulen por allí los rumores más extraños, como por ejemplo uno algo truculento extraído de Internet que decía textualmente así:

 

«Mediante conversaciones mantenidas con personas que trabajan en la captura de esta ave de forma artesanal en Nueva Esparta, ellos comentan que el ave se suele capturar de pichón y enjaularlo en el mismo lugar en donde estaba ubicado el nido y allí se mantiene hasta cierto tiempo para que los mismos padres del ave lo alimenten, para luego en un momento de su madurez alistarlo para venderlo. Es de fundamental importancia que el ave sea retirado antes de su completa adultez, de modo contrario los padres del ave buscarán un gusano verde venenoso para asesinarlo, en la imposibilidad de verlo dentro de la jaula» (Wikipedia, 8 de marzo de 2009).

 

El misterio de los nidos

 

Sucede, además, que los malentendidos respecto del Turpial son de muy vieja data. Al respecto, cabe citar que el renombrado naturalista Alejandro Humboldt, refiriéndose a una de sus visitas a las áreas silvestres próximas a Cumaná hecha en 1800, comentaba que le «extrañaron en ese paraje por vez primera esos nidos de botella o de bolsillas, que se hallaban suspendidos de los brazos menos elevados de los árboles. Atestiguaban la admirable industria de los Turpiales que mezclaban sus gorjeos con los raucos gritos de los loros y guacamayas» (Humboldt, 1985 [1814-1825], Tomo 2, p. 31). Tal vez Humboldt, muy buen observador, como sabio que era, tuviera razón, pero a lo mejor no, como veremos más adelante.

 

Quien sí estuvo a todas luces equivocado fue Agustín Codazzi, autor de la primera Geografía de Venezuela publicada, cuando, cuatro décadas después, aseveró que el Turpial «hace su nido en los extremos delgados de las ramas de los árboles más elevados y los deja flotar libremente para que no puedan cogerlo las serpientes y otros animales que los buscan para devorar los pichones. Está en forma de botella y la entrada se encuentra de un lado en el lugar que principia el ensanche del nido», ubicación y descripción de los nidos que se parece mucho a la de los conotos, a lo que se adiciona que Codazzi dijo también que vivían «en familias, y así es que un árbol es como una población» (Codazzi, 1960 [1841], p. 200), cambote que los Conotos (Psarocolius decumanus) y Arrendajos (Cacicus cela) acostumbran, pero el Turpial decididamente no.

 

Ya en el siglo XX los biólogos españoles Cristina Ramo y José Ayarzaguena, hablando del Turpial que habita en los llanos, afirmaron que era un ave «un poco perezosa a la hora de construir el nido, prefiere esperar a que otras especies abandonen el suyo, a fin de apropiárselo y realizar allí su puesta» (Ramo y Ayarzaguena, 1983, p. 42). lo cual fue puesto en verso por Walter Arp cuando le dijo al Turpial: «Te haces el tonto para construir un nido» (Arp, 1980, p. 122). Carlos Ferraro y Miguel Lentino, por su parte, sostuvieron que «entre las aves que no construyen nidos están el Turpial (Icterus icterus), el Cucarachero Currucuchú (Campilorhyncus griseus) y los halcones, ellos reacondicionan nidos viejos de sus congéneres» (Ferraro y Lentino, 1992, p. 75). Adelantemos al respecto que, según confirmaremos después, en realidad no todos los Turpiales actúan así, de modo que sólo a quienes lo hacen se les podría decir que les gustan más los nidos fabricados por otros, motivo por el cual no se les podría aplicar el refrán según el cual «a cada pájaro le parece mejor su nido», manera figurada de expresar «la preferencia que todos tenemos por lo propio, considerándolo superior a lo de los demás» (Carrera, 1974, p. 15).

 

 
Este ejemplar de Icterus icterus icterus  fue fotografiado en el Hato Piñero, estado Cojedes. Lo sorprendí ocupando un nido de Guaitíes a una de cuyas entradas le estaba quitando palitos para agrandarla más (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

Sobre los métodos utilizados por algunos turpiales para apropiarse de los nidos ajenos ha habido algunas referencias muy cruentas, ya que se ha dicho que hubo un caso, reportado en 1985 por un ornitólogo de apellido Robinson, en el cual los «turpiales usurparon los nidos y destruyeron los huevos y mataron al pichón de otro ictérido, el Arrendajo (Cacicus cela), en la selva lluviosa tropical de las tierras bajas de Perú», en tanto que otro autor muy reputado de origen alemán llamado Helmut Sick sostuvo en 1993 que en Brasil los turpiales a veces lanzan «fuera de sus nidos a los pichones de las especies huéspedes antes de poner sus propios huevos» (Lindell y Bosque, 1999, p. 87 y 88). Sin embargo, por la ubicación geográfica se puede colegir que en estos episodios violentos no estuvieron involucrados individuos pertenecientes a la especie Icterus icterus correspondiente al Turpial que vive en Venezuela, sino sus primos, el Icterus jamacaii y el Icterus croconotus.

 

Lo anterior no quita, sin embargo, que a veces los Icterus icterus de nuestro Llano puedan actuar con alguna rudeza como ladrones de nidos ajenos, utilizados no sólo para empollar sino también para guarecerse, ya que por lo menos desde 1900, año en que estuvo lista para su publicación la primera versión de su Silva Criolla, el poeta Francisco Lazo Martí, nativo de Calabozo, Estado Guárico, los tenía pillados a tal punto que en ese famoso poema pudo escribir sin ningún rodeo que «conquistan por la fuerza y la osadía / nidos para el invierno los turpiales» (Lazo, 2000, p. 10). Sin embargo, no hay pruebas de que esa «fuerza y osadía» llegue a los extremos sanguinarios de sus mencionados primos. Antes bien, se ha demostrado que en el Hato Masaguaral, ubicado en el estado Guárico, «la anidación» de los Guaitíes «con Turpiales tuvo el mismo éxito que sin ellos» (Lindell, 1996, p. 574), de modo que hubo entre ellos convivencia pacífica.

 

En cuanto a la construcción de nidos por parte de los Turpiales Kathy de Phelps señaló que estas aves «algunas veces construyen sus propios nidos en forma de bolsa, pero generalmente aprovechan los nidos viejos de otros pájaros haciéndoles algunas reparaciones» (Deery, 1999 [1954], p. 75). Algo similar sostuvo Steven Hilty al señalar que los Turpiales «construyen sus propios nidos tejidos, o bien se apropian de viejos nidos de guaitíes, cristofués, arrendajos o conotos» (Hilty, 2003 [2002], p. 823), muy parecido a lo dicho después, aunque con énfasis menor, por Robin Restall, Clemencia Rodner y, en rectificación de su opinión anterior, Miguel Lentino, para quienes el Turpial «raras veces construye su propio nido, en su lugar se apoderan de los nidos de otras especies, especialmente guaitíes, así como cristofués, arrendajos o incluso conotos» (Restall et al, 2007 [2006], p. 753).

 

Un Turpial modosito

 

La principal interrogante que surgiría de las opiniones citadas se referiría a cuáles turpiales son los que construyen sus propios nidos, cuáles se apropian de otros y cuáles hacen ambas cosas. Al respecto ya en 1999 los biólogos Catherine Lindell, de la Universidad de Harvard y Carlos Bosque, de la Universidad Simón Bolívar venían trabajando para tratar de aclarar mejor lo atinente a la anidación de los turpiales, o al menos de los desde siempre considerados como tales, que no son otros que los venezolanos. Como resultado pudieron comprobar que algunos de éstos, es decir, los de la especie Icterus icterus, no suelen ser tan flojos como sus ya mencionados parientes belicosos de otros países suramericanos (Icterus jamacaii e Icterus croconotus), en particular los ejemplares observados en Paraguaná, estado Falcón, es decir, de la subespecie Icterus icterus ridgwayi.

 

 
Este ejemplar, fotografiado en Paraguaná, estado Falcón, pertenece a la subespecie Icterus i. ridwayi que es la de mayor tamaño y la que suele construir sus propios nidos. Nótese la rabadilla anaranjada (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

En efecto, el citado Carlos Bosque, durante estudios de campo efectuados entre noviembre de 1978 y julio de 1980, «descubrió nueve nidos de Turpial en Paraguaná, presenciando la construcción de los nidos en dos casos, coincidiendo las bolsas colgantes tejidas con fibras de plantas y pasto con las descritas por Karel Voous en 1983 para los nidos construidos por los turpiales en las vecinas Antillas Holandesas. Posteriormente los Turpiales pusieron huevos en estos dos nidos. Otros cinco nidos en los cuales los Turpiales estaban incubando huevos o alimentando pichones eran de construcción y forma similares. Todos los siete nidos fueron construidos en Cactus columnares gigantes (Stenocereus griseus)» (Lindell y Bosque, 1999, p. 86).

 

Y, como yo, ustedes se preguntarán qué pasó con los otros dos nidos. Pues bien, resulta que una de las parejitas respectivas encontrró en sus andanzas un nido de Güitío gargantiblanco (Synallaxis albescens) vacío, en tanto que la otra halló uno de Gonzalito (Icterus nigrogularis) y, sin pensarlo dos veces, decidieron cada una por su parte meterse en el que descubrió, aunque los primeros tuvieron que «rasgar un hoyo en un lado del nido para usarlo como entrada» (Lindell y Bosque, 1999, p. 86). Como era plena estación lluviosa quién sabe si a lo mejor no estaban tan urgidos por aparearse, sino más bien apurados por guarecerse, no se fueran a resfriar. De hecho, los Turpiales utilizan los nidos «durante todo el año» para dormir y descansar comodamente en sus habitáculos acolchados al efecto, pues son de los que odian hacerlo a la intemperie. Más aun, los Turpiales, «que se sepa, son los únicos ictéridos que duermen en aposentos en vez de hacerlo en medio de la vegetación» (Lindell y Bosque, 1999, p. 85).

 

Pero no sólo en la península de Paraguaná y en las islas cercanas hay Turpiales hacendosos. También los hay en otra península, ubicada en la lejana isla de Margarita, donde los Turpiales estilan construir sus propios nidos. Es la península de Macanao, cuyo patrono es San Francisco de Asís, lo cual tal vez ha permitido que todavía se encuentren por allí algunos representantes de la fauna silvestre margariteña en peligro de extinción, como la Cotorra cabeciamarilla (Amazona barbadensis), que gracias a la protección de muchos ha ido aumentado poco a poco su número, el Perico ñángaro (Aratinga acuticaudata neoxena), la Ardita de Margarita (Sciurus granatensis nesaeus), el Venado margariteño (Odocoileus margaritae) que es el más pequeño de los venados de cola blanca, el Mono de Margarita (Cebus apella margaritae) y el Gato serval (Leopardus pardalis pseudopardalis). Ese Turpial es de la misma subespecie ridgwayi, siendo «el aspecto de los nidos y su emplazamiento en los Cactus columnares similar a los descritos en Paraguaná y las Antillas Holandesas» para los otros ridgwayi (Lindell y Bosque, 1999, p. 86)

 

De todo lo dicho podría colegirse entonces que lo que vio Humboldt cerca de Cumaná efectivamente fueron Turpiales, pero no en nidos construidos por ellos mismos sino en nidos de Gonzalitos, Arrendajos o Conotos, a menos que se hubiese tratado de unos Turpiales venidos a tierra firme desde la isla de Margarita o que en esa época hubiera habido Icterus i. ridwayi por allí, lo cual parecería algo menos probable.

 

En cuanto a los pleitos con otras aves, los investigadores referidos sólo presenciaron disputas territoriales entre los mismos turpiales y no con otras especies, llegando incluso a convivir muy pacíficamente con los guaitíes, según ya acotamos (Lindell y Bosque, 1999, p. 86 y 87), todo lo cual llevaría a pensar que muchos turpiales venezolanos serían bastante modositos y hacendosos, en contraste con sus parientes aparentemente mucho más camorreros y aprovechadores ubicados más al sur, calificados de piratas por muchos ornitólogos (Carter y Omland, 2007, p. 4).

 

Sobre la prole cabe señalar que sus posturas constan generalmente de tres huevos. La incubación la hace sólo la hembra, siendo los pichones alimentados por ambos padres durante unos 21 a 23 días. Pero hay un hecho muy particular que debe destacarse por lo inusual, como lo es que los Turpiales intentan anidar hasta dos y tres veces durante el período reproductivo (Lindell y Bosque, 1999, p. 87), el cual pudiera incluso durar todo el año, como parece suceder en Aruba y Curazao (Fraga, 2013 [2011], Breeding). Tal fecundidad pudiera ser una de las razones por las cuales el Turpial, a pesar de la cacería y el comercio a que es sometido, siga siendo todavía un ave común en estado silvestre en muchos lugares de su rango geográfico.

 
 

Libre como el viento es la mejor y más gratificante visión que podemos tener de esta especie de gran personalidad muy merecidamente designada como Ave Nacional de Venezuela. El hermoso ejemplar que aparece en esta foto tomada en Margarita, estado Nueva Esparta, pertenece a la subespecie Icterus i. ridgwayi la cual, según ya se dijo, prefiere instalarse en los nidos fabricados por él mismo a su medida y gusto (Fotografía tomada por Alberto Espinoza) 

 

Resultaría así que, sea como ave silvestre, que es su condición natural y la que debería prevalecer, o bien como pájaro de jaula, el Turpial es un ave con muchas virtudes que justifican ampliamente su condición de emblema nacional. Es ante todo muy hermoso, resaltando entre el follaje, en el caso de los adultos, sean ellos machos o hembras, su brillante colorido anaranjado, combinado con el negro azabache y el blanco puro, a lo cual se agrega su llamativa franja ocular azul celeste envolviendo sus ojazos amarillos. Su pico agudo de destellos plateados y sus patas de igual color, largas y coronadas por sus robustos muslos emplumados de color amarillo subido, complementan su estampa estilizada que trasluce a la vez fuerza y delicadeza. Representativo de tal dualidad es su canto, interpretado muchas veces a dúo por un macho y una hembra, tan sonoro que se puede escuchar desde bastante lejos, pero tan pausado y modulado que a nadie podría atormentar.

 

Sin duda es una gran suerte poder disfrutar cotidianamente de su presencia eventual por los alrededores, incluso si son ejemplares en fuga con el plumaje deteriorado o rivales enfrascados en una reyerta eventual. Ese es nuestro Turpial, especie que sin duda reúne todo lo necesario para portar con orgullo el título de ave emblemática nacional de Venezuela.

 

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