lunes, 2 de diciembre de 2013


Quetzal coliblanco

[Crested Quetzal] (Pharomachrus antisianus)

 

Escrito por Eduardo López


Fotografías tomadas por Lorenzo Calcaño, Alberto Espinosa, Julia La Rosa y
Eduardo López 

 

Esta es una versión del original publicado en diciembre de 2009 corregida y actualizada por el autor
Llegó de nuevo el mes de la Navidad, tiempo añorado por todos aquellos que lo ven cargado de cosas bellas.

Paz y amor son dos de sus divisas más hermosas.

Alegría y felicidad identifican la esencia del sentimiento colectivo predominante en torno a ella.

Fe y esperanza son el basamento de la armonía que prima en muchos por estas fechas y que quisiéramos que se eternizara en las relaciones entre los humanos y entre nosostros y el resto de la Naturaleza.

Una estrella esplendorosa, presagio de algo grandioso, es su símbolo más destacado.

Y el motivo de esta gran celebración de la vida es la conmemoración del nacimiento de un Niño hermosísimo, como nunca antes ni después se haya visto.


Dicen los Evangelios que sobre Belén se posó una estrella resplandeciente que sirvió de guía a los Reyes Magos para llegar al sitio donde había nacido el Redentor de la Humanidad (Ilustración de libre uso tomada de un texto antiguo)


La Navidad en Venezuela es una tradición que comenzó, como en el resto de América, con la llegada misma de los europeos a nuestro continente en la última década del siglo XV. El crisol de los siglos la ha configurado de una manera tal que contiene muchos rasgos que le son muy propios, como la Hallaca, el Pan de Jamón, el Dulce de Lechosa, las Parrandas de Aguinaldos, las Misas de Aguinaldo y otros más. También ha habido la adaptación a nuestro medio de tradiciones foráneas, como el Pesebre, el Arbolito, la Cena de Navidad, la Misa de Gallo, los Reyes Magos, San Nicolás y pare usted de contar.

 
Me ha llamado la atención, sin embargo, que entre tantos símbolos y tradiciones no haya al menos un ave ampliamente aceptada como representativa de la Navidad, como no sea en las recetas de cocina, entre las cuales el Pavo doméstico tiene, para su desgracia, un lugar muy destacado, al menos en otras latitudes, teniendo mucha razón el cumanés Ramón David León (1890-1980), cofundador del desaparecido diario La Esfera y connotado entusiasta de fogones y condumios, al pensar que «en su época pagana, autóctona y selvática, jamás creyó el pobre pavo que llegaría a servir de basamento para celebrar algunas de las efemérides más significativas del cristianismo» (León, 1984 [1954], p. 262).

 
En los Estados Unidos de América, por ejemplo, la matanza navideña de pavos para comérselos rellenos es algo inveterado, como también lo fue por mucho tiempo la de toda clase de aves silvestres, aunque en su caso no para yantar. En efecto, resulta increíble que haya sido precisamente el día de Navidad la fecha escogida en ese país para que la gente saliera masivamente a cazar aves por mera diversión, obteniendo un premio quien matara el mayor número de ellas. Esa actividad llevaba por nombre Side Hunt, aunque bien pudo habérsele puesto Sadist Hunt.

 
Por suerte a alguien se le ocurrió una brillante idea. Se trataba de un ornitólogo cuya fama se iría acrecentando con el tiempo, miembro de la por entonces adolescente Sociedad Audubon de ese país. Su nombre era Frank Chapman (1864-1945) y llegaría a ser muy conocido en Venezuela por su gran amistad con el inolvidable William H. Phelps (1875-1965), padre de nuestra ornitología. Su idea fue proponer que, en vista de la disminución comprobada de las poblaciones de aves en Norteamérica, esas deplorables matanzas navideñas indiscriminadas fuesen sustituidas más bien por censos de aves y que los patrocinantes de esta actividad premiasen a quienes participasen en ella en lugar de hacerlo con los cazadores. La propuesta caló rápidamente realizándose el primer censo el día de Navidad de 1900, aunque con sólo 27 participantes, cifra que afortunadamente se multiplicó hasta alcanzar 52.471 un siglo después, dejando a la Side Hunt tan solo como un mal recuerdo (Wikipedia, 2013).

 
Lo del pavo relleno como plato navideño tiene también su lado muy oscuro.El ya citado Chef de cuisine Ramón David León, quien no dudó en calificar de «muerte hecatómbica» el sacrificio decembrino de pavos en el Hemisferio Norte, puso de manifiesto de manera cruda varias de las incongruencias consustanciales a tal práctica al afirmar que «la carne de pavo es sumamente sanguinolienta y, en máximo grado, insípida. Aparte de esas fallas, es naturalmente dura. Para suprimir esos inconvenientes se hace beber vinagre al animal durante algunos días, a fin de que aquélla se suavice y ponga blanca. A la vez, para ponerla gustosa, se obliga al pavo a tragar diariamente, durante un par de semanas, trocitos de nuez moscada» (León, 1984 [1954], p. 262). A Dios gracias mi esposa ha criado pavos no para darles semejante trato sino por el solo gusto de tenerlos deambulando como adornos vistosos y sonoros en nuestra finca, como se puede apreciar en la foto que sigue.


Este simpático pavito a quien su mamá está enseñando a subir y bajar árboles es doblemente sortario, ya que donde nació y vive no tendrá necesidad de refugiarse en un árbol para salvarse de un depredador ni será nunca sacrificado para la cena de Navidad (Foto tomada por Eduardo López en la Finca La Pomarrosa)

 
Otras aves que han sido mencionadas en conexión con la Navidad, aunque con una connotación muy diferente a la de los desdichados pavos, son las conocidas Golondrinas, como lo hacía el inolvidable Aquiles Nazoa cuando atribuía «a los viejos poetas» el decir que cuando el Niño Jesús vino al mundo «se trajo del cielo un puñado de golondrinas para que los niños sin juguetes aprendieran con ellas el lenguaje del aire», agregando que «son las golondrinas que él trajo entonces y las campanas, volando unas y cantando las otras por los aires, las que nos anuncian la fecha clara del Nacimiento del Niño Dios, en las tardes olorosas a durazno de diciembre» (Nazoa y Sánchez, 2000, p. 42). Refería por otra parte Monseñor Francisco Armando Maldonado, autor de reconocidas obras de historia eclesiástica, que Fray Francisco de Asís, Santo Patrono de los animales, habría dicho con frecuencia lo siguiente:

 
«Si conociera yo al emperador, le rogaría que el gran día de Navidad mandase desparramar trigo por los campos para que todos los pájaros y señaladamente las hermanas golondrinas estuviesen de banquete, y que todos los que tuviesen bestias en establos les diesen más comida por amor al Niño Jesús, que en un establo se dignó nacer; y quisiera también que en ese día los ricos recibiesen a su mesa a todos los pobres» (Maldonado, 1973 [1954], p. 104).

 
Como se ve no fue una casualidad que, cuando en diciembre de 2008 inicié mis entregas para la sección Ave del Mes del sitio en Internet de la Sociedad Conservacionista Audubon de Venezuela, seleccionara a la Golondrina de agua (Tachycineta albiventer) para ser el ave de ese mes.
 

Las golondrinas migratorias no suelen verse mucho en Venezuela por diciembre, salvo tal vez la Golondrina de horquilla (Hirundo rustica erythrogaster), la cual es una de las más comunes entre las visitantes habiendo registros de ella para todos los meses del año (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De San Francisco, uno de mis santos predilectos, se dice también, entre tantas otras anécdotas, que habría sido el iniciador de la tradición del Nacimiento o Pesebre, al cual habría incorporado un buey y un asno (aunque algunos prefieren decir que era una mula) como símbolos de mansedumbre, lo mismo que las ovejas de los pastores que fueron a adorar al Niño. Pero la tradición no habla, que sepamos, de ningún ave, ni doméstica ni silvestre, en esa escenificación que, como fuera la usanza de la época, habría sido efectuada con seres vivos, tanto humanos como animales. En nuestros tiempos, en cambio, el Pesebre contiene, según todos sabemos, figuritas de diferentes materiales, como la arcilla y el anime, entre las cuales las hay de otros animales, desde los camellos de los Reyes Magos hasta vacas, conejos, perros y, en representación de las aves, gallos y gallinas por aquí y por allá y patos bañándose en lagunitas hechas con espejos.
 

En los pesebres venezolanos no pueden faltar, además de San José, la Virgen y el Niño, la mula, el buey y varias ovejas. Lo sorprendente es encontrar en uno de ellos un gato de carne y hueso (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Otra tradición navideña que suele incorporar representantes de la fauna es el Arbol de Navidad, cuyo origen era referido por ese prestigioso profesor de Arte de la Universidad Central de Venezuela que fuera Santiago Magariños de la siguiente manera:

 
«Cuentan que paseando Martín Lutero, solo, a través de la oscuridad de la noche, hondamente impresionado por el brillo y el titilar de las estrellas que relumbraban sobre su cabeza, y por el claro resplandor de la luna en la nieve blanca, al regresar a su hogar colgó muchas candelitas de un arbolito verde con el fin de hacer partícipes a los muchachos de la misma belleza que él había contemplado en el bosque» (Magariños, 1989, p. 20).

 
Hoy día buena parte de la cristiandad comparte ese gusto, utilizándose, además de las luces, otros objetos como adornos colgados en las ramas de los arbolitos, tales como bolitas y figuritas, incluidas algunas de palomas y de otras aves, entre las cuales he visto en Venezuela ocasionalmente loros y guacamayas.

 
Ahora bien, todas estas referencias a las aves tienen en común el ser meramente casuísticas, sin que en ningún caso impliquen la consideración de alguna de ellas como ave especialmente representativa de la Navidad, lo cual, por lo demás, no quiere decir que no las haya en algunos países. Así sucede, por ejemplo, en el Hemisferio Norte donde, puesto que las especies migratorias para tal época ya han abandonado esas geografías, se les da connnotación navideña a varias aves residentes que por las fechas decembrinas se destacan más, tal como sucede en Norteamérica con, entre otras, las Perdices [Partridges], Urracas [Juncos / Jays], Palomas [Doves] y, sobre todo, con el Cardenal [Northern Cardinal] (Cardinalis cardinalis) (ver uno aquí: http://www.flickr.com/photos/tanoury/3121954405/sizes/o/), primo hermano de nuestro Cardenal coriano [Vermilion Cardinal] (Cardinalis phoeniceus) (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/8497298642/sizes/l/in/photostream/), sucediendo en el Reino Unido y otros países de Europa algo parecido con el Petirrojo [Robin] (Erithacus rubecula) (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/stevegreaves/3272753844/sizes/l/), clasificado actualmente como un atrapamoscas del viejo mundo. Además de dejarse ver frecuentemente durante el invierno, el primero y el último tienen también en común el portar colores rojos o rojizos en sus plumajes, aunque en el Robin el pecho muchas veces es más propiamente naranja, color que, en todo caso, se forma de la mezcla del rojo y el amarillo.

 
El rojo, como es bien sabido, es uno de los colores de la Navidad. Desde el punto de vista simbólico este color presenta, sin embargo, connotaciones divergentes, ya que evoca a la vez el amor, la calidez, la belleza y la salud, la energía, la excitación, la pasión ardiente y el sacrificio, la angustia, la ira, el peligro mortal, la guerra, el crimen y hasta el propio diablo, no estando muy claro cuál es el origen de su vinculación con la Navidad, como no sea la muy plausible referencia a la sangre redentora de Cristo, o la del fuego «como símbolo de que el Señor ha nacido» (Nazoa y Sánchez, 2000, p. 16). En todo caso esa conexión luce como muy sólida, tanto así que en el pasado reciente, cuando los decoradores y publicistas han pretendido, vaya usted a saber por qué, quitarle a la Navidad el rojo y cambiárselo por otros colores, como el rosado, el púrpura y el azul, han tenido muy pocos seguidores firmes, logrando cuando más que la gente agregara el color sugerido sin eliminar el rojo. Consiguieron también que hubiera protestas en muchos sitios por semejante atrevimiento. Y esto no es de sorprender ya que la raigambre del rojo en las celebraciones navideñas tiene la consistencia de una tradición más que milenaria.

 
El verde es otro color navideño emblemático que casi siempre se utiliza combinado con el rojo, lo cual tiene mucho sentido en términos cromáticos ya que se trata de colores complementarios que se resaltan recíprocamente. El origen de ello hay quienes lo atribuyen a la adopción de una costumbre precristiana consistente en representar el Arbol de la Sabiduría que había, según dice la Biblia, en el Paraíso Terrenal, mediante la colocación de manzanas rojas guindadas de una conífera siempreverde llamada Abeto, o bien de un Pino, lo cual se ha dicho que sería el antecedente del Arbol de Navidad. Sea lo que fuere, el verde representa la esperanza, sobre todo en cuanto al advenimiento del Reino de los Cielos y la vida eterna, una de las ideas matrices del Cristianismo. Su uso simbólico se remonta cuando menos a los tiempos en que la agricultura daba sus primeros pasos sujeta a los avatares climáticos, dando lugar a los ritos de fecundidad relacionados con el paso del invierno a la primavera, en los cuales se entronizaron símbolos como el Muérdago y el Pino que comparten con el Abeto la cualidad de, en vida, no perder nunca su verdor, pasando a ser alegóricos en las celebraciones cristianas, el Muérdago al ser utilizado para la elaboraración de las coronas navideñas y el Pino como árbol de Navidad por antonomasia (González, 2002; Dawson, 2002; Hecht, 2002).

 
El blanco se une, por último, al rojo y verde como el otro color emblemático de la Navidad, históricamente por haberse escogido como fecha celebratoria del Nacimiento de Jesús el 25 de diciembre, que cae en pleno invierno boreal, es decir, en tiempo de nieve. En términos simbólicos el blanco significa la pureza y la inocencia que caracterizan a todo niño recién nacido, así como la paz preconizada por la religión cristiana. También es el color de la Hostia que representa en la Eucaristía el cuerpo de Cristo. Por último, el blanco equivale a luz divina, siendo Jesús, como decían los apóstoles, el «Padre de las Luces» (Santiago) y la «Luz del Mundo» (San Juan), lo cual explica el papel central que desempeña la luminosa estrella de Belén en la Natividad.


En esta sala ya brillan alegremente los colores rojo, verde y blanco de la Navidad. El Niño, bajo la atenta mirada de María, está muy cómodo en una cesta que le sirve de cuna a la espera de que terminen de armar el pesebre para ser colocado allí (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Esos tres colores aparecen en esta época por doquier: en los decorados, en las tarjetas de Navidad, en los envoltorios de los regalos, en la mesa del comedor, en la sala, en la puerta principal y en otros ambientes de nuestros hogares, acompañándonos durante diciembre y parte de enero, y en ciertos lugares hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria, para recordarnos que estamos en un tiempo distinto (otros decorados navideños presentes desde finales de noviembre en la Finca La Pomarrosa se pueden ver aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/4130203811/ y  aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/4130202987/).

 
Dicho esto podríamos pasar ahora a preguntarnos si entre las alrededor de 1400 especies que tenemos registradas en la lista de nuestra avifauna, la casi totalidad de las cuales está presente en esta Tierra de Gracia para las fiestas decembrinas, hay alguna que pudiera ser considerada como representativa de la Navidad. A tal respecto no me cabe duda que lo primero que nos viene a la mente a muchos de nosostros son los Tucusitos en razón del conocido aguinaldo que nos trae nostalgias, sobre todo a los cincuentones y sesentones, cuando oímos aquello de «Tucusito, tucusito, / llévame a cortar las flores, / piensa que en las Navidades / se cortan de las mejores» (pueden oirlo completo aquí: http://www.goear.com/listen/30703e1/Tucusito,-Tucusito-los-tucusitos).

 
En esta ocasión, sin embargo, hablaremos más bien de un pariente de los Tucusitos que, a diferencia de éstos, no es pequeñito ni inquieto ni chupa el néctar de las flores sino de tamaño mediano, muy reposado y comedor sobre todo de frutas. Se trata de un ave muy hermosa que, a pesar de no tener un aguinaldo ni un conjunto de parrandas que lleven su nombre, lo cual no es de extrañar ya que para la mayoría de los venezolanos se trata todavía de un ilustre desconocido, forma parte, sin embargo, de una familia de mucho abolengo, calzándole casi a la perfección el título de ave navideña. Las razones principales son que, además de exhibir en su plumaje de modo bien definido, sobre todo en el caso del macho, los colores brillantes de estas festividades, tiene toda la apariencia de un simpático peluche gordinflón navideño, según se puede apreciar en la foto que sigue.


El Quetzal coliblanco es un ave excepcionalmente hermosa que exhibe con gracia su plumaje adornado con los colores de la Navidad. Aunque no es tan fácil de encontrar, cuando esto sucede resulta una experiencia inolvidable ya que no es arisco y suele quedarse perchado verticalmente sobre una rama hipnotizándonos con su encanto durante bastante tiempo (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 
Se le conoce en español como Quetzal coliblanco y en inglés como Crested Quetzal, es decir, Quetzal encrestado, pues efectivamente la cola se le ve blanca por dedajo y presenta como rasgo distintivo un moño cuyas plumas le caen desde la frente hacia las mejillas y el pico. Tiene asimismo las «coberteras alares alargadas» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 175), sobresaliéndoles del borde del ala, al igual que las del pecho, las cuales se ven colgando como sobrepuestas en el plumaje rojo, color que también exhibe en sus grandes ojazos, según se puede apreciar muy bien en la foto que sigue.
 

Este hermosísimo ejemplar nos muestra su muy llamativo perfil, con la cresta desplegada, el ojo muy visible y los bordes colgantes del ala. Nótese también lo largo de la cola (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

Su peculiar canto, que ha sido descrito como «lento, melancólico» (Hilty, 2003 [2002], p. 436); pueden escucharlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/flashPlayer.do?id=121824. Sólo habita en los países bolivarianos, es decir, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, a los cuales se les llama así por haber logrado su independencia del reino de España gracias a los ejércitos libertadores comandados por ese excepcional hijo de Caracas que fuera Simón Bolívar. En nuestro país es un ave poco común que cuenta con poblaciones pequeñas, encontrándosele únicamente en los Andes, en los estados Táchira, Mérida, Trujillo y Lara, y en Perijá, estado Zulia, siendo su hábitat las selvas nubladas montanas ubicadas entre aproximadamente los 1200 y 3000 metros sobre el nivel del mar.

 
El nombre científico del Quetzal coliblanco es Pharomachrus antisianus, cuyo epíteto hace referencia a la región andina donde vive y el componente genérico significa «capa o manto largo», en alusión a las glamurosas plumas alares tanto de él como, sobre todo, de su primo hermano, el mucho más conocido Quetzal centromericano (Pharomachrus mocinno), las cuales le cubren la rabadilla y la cola y se prolongan por casi un metro (ver un ejemplar aquí: http://www.flickr.com/photos/76140973@N03/7097905719/).

 
Esas largas plumas eran utilizadas por los mayas y aztecas para confeccionar los tocados que adornaban las cabezas de sus altos dignatarios. Es famoso, en tal sentido, el llamado Penacho de Moctezuma, confeccionado con piedras preciosas, oro y más de 400 plumas de Quetzal (verlo aquí: http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/spl/pop_ups/08/specials_enl_1205345834/html/1.stm). Pero, léase bien, para obtenerlas no mataban a los Quetzales ya que éstos tenían el rango de aves sagradas, recibiendo inapelablemente la pena de muerte quien osase hacerlo, de modo que los encargados de la faena tenían que ingeniárselas para capturarlos sin dañarlos, cortándoles hábil y rápidamente las cuatro plumas verdes que les sobresalen de la cola y que no tardan en crecerles de nuevo y soltándolos de inmediato, no fueran a morírseles del susto. De ese modo se proveían de un suministro seguro y suficiente sin reducir la población silvestre de Quetzales, actitud bastante más inteligente que la asumida por muchos de nuestros contemporáneos que, a fuerza de traficar ilegalmente con estas aves o bien de deforestar las selvas nubladas que constituyen su hábitat, han estado llevando a esa hermosísima especie a una situación juzgada por varias organizaciones ecológistas como muy preocupante.

 
En México y Centroamérica sólo vive esa única especie venerada desde épocas tan remotas que se pierden en la noche de los tiempos, ave llamada por muchos Quetzal resplandeciente en razón de su gran atractivo, aunque lo más usual es denominarla Quetzal a secas. Esto ha contribuido a que la mayoría de las personas, incluidos los propios latinoamericanos, piense que es el único Quetzal que existe, cuando en realidad hay otras cuatro especies más que habitan en Suramérica, incluido el coliblanco, todas ellas muy parecidas entre sí y con el centroamericano, salvo que no poseen la vaporosa cola que en buena medida le ha dado su fama a este último.

 
Otro hecho muy poco conocido es que Venezuela y Colombia son los únicos países en que están presentes las cuatro especies suramericanas, de modo que podríamos preciarnos de contar con la mayor diversidad de estas aves neotropicales tan admiradas por quienes saben de su existencia, no siendo extraño que se trate de un secreto compartido casi sólo por los iniciados, dado que los Quetzales son aves tímidas que suelen habitar en sitios recónditos dejándose ver muy poco. En el caso del Quetzal coliblanco tanto Hilty como Restall et al confirmaron que, efectivamente, «no es común» (Restall et al, 2007 [2006], p. 284), teniéndosele como un residente «de muy baja densidad poblacional» (Hilty, 2003 [2002], p. 437).

Este Quetzal coliblanco, al igual que sus congéneres, pasa la mayor parte del tiempo perchado en posición vertical sobre una rama, moviéndose sólo para atrapar frutas o insectos y para trasladarse volando usualmente distancias cortas. La sombra negra de una rama sobre la mitad delantera de la cara le da a este ejemplar un solemne aire frailengo (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)


Cabe señalar que en la Cordillera de la Costa, en los estados Yacacuy, Carabobo, Aragua, Miranda, Distrito Capital, Anzoátegui, Monagas y Sucre, habita una especie parecida al coliblanco, según se puede apreciar en la foto que sigue. Se trata del Quetzal dorado [White-tiped Quetzal] (Pharomachrus fulgidus), especie según parece algo más común que el coliblanco la cual, al decir de Steven Hilty, puede «encontrarse rápidamente en el Parque Nacional Henri Pittier cuando vocaliza» (Hilty, 2003 [2002], p. 437). Presenta algunos hábitos interesantes que, como el de ser «más vocalizador, en especial al comienzo de la estación seca» y más gregario, «reuniéndose al comienzo del período reproductivo en grupos ruidosos de 4 a 10 individuos» (Hilty, 2003 [2002], p. 437), conducta señalada para otros miembros de esta familia sobre la cual no se cuenta todavía con una explicación convincente (Collar, 2001, p. 93).


El Quetzal dorado se diferencia del coliblanco por la corona y manto color bronce, que le da su nombre en español, contrastante con la tonalidad de la cara, lo mismo que por tener la cresta frontal tan pequeña que puede no notarse y las plumas exteriores de la cola negras con las puntas blancas, lo cual le da el nombre en inglés (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De ellos dos es el Quetzal coliblanco el más semejante al centroamericano, al punto que ambos conforman lo que los biólogos llaman una superespecie, es decir, un agrupamiento de dos o más especies de un mismo género con muchas características en común (Collar, 2001, p. 126), de modo que no es sorprendente que en el pasado hayan sido considerados como coespecíficos, o sea, como dos subespecies de la misma especie, como lo hicieron los Phelps al clasificar al coliblanco como Pharomachrus mocinno antisianus (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 175).

 
Los Quetzales coliblancos son monógamos, como sucede con los demás miembros de la familia Trogonidae a la cual pertenecen, integrada por Quetzales y Sorocuaces, encargándose ambos padres del cuidado de los pichones. La anidación la realizan en un hoyo cavado en un árbol, bien sea por un Carpintero que lo ha desocupado o bien por los mismos Quetzales. En este último caso debe tratarse de árboles en descomposición cuya madera esté lo suficientemente blanda como para que el pico del ave, que no es particularmente fuerte, pueda horadarlo sin mayor dificultad. Sin embargo no debería estar tan podrido que pueda venirse abajo y dañar a las aves, accidente que acontece de vez en cuando. Decía el varias veces citado Nigel Collar, reconocido especialista en Quetzales y Sorocuaces, que para los primeros «el encontrar y preparar un sitio apropiado para anidar es una cuestión crítica en cada ciclo anual de reproducción» (Collar, 2001, p. 93), lo cual se debe a que el territorio que ocupan es relativamente pequeño, con un rango de sólo «6 a 10 hectáreas» (La Bastille y Allen, 1969, p. 297), no soliendo haber en él simultáneamente demasiados árboles aptos para levantar su prole.

 
Ese «período reproductivo va desde febrero hasta junio», habiendo iniciado a principios de abril la excavación del nido el ejemplar de la foto siguiente, que no es un Quetzal coliblanco sino un Quetzal dorado, quien seguramente fue ayudado en esa fatigosa tarea por la hembra, lo cual «se supone que pueda jugar un rol vital en la reproducción al estimular la ovulación» (Pylman y Fraser, 2006, p. 2; Labastille et al, 1972, p. 343). Una vez depositados los huevos, que suelen ser uno o dos, la pareja se rota para la incubación, haciéndolo usualmente el macho de día y la hembra de noche. Nacidos los polluelos, colaboran también en su alimentación y protección, pero como nada en este mundo es perfecto, sucede que «la hembra a menudo abandona el nido antes de que los pichones se independicen, dejando al macho la tarea de continuar alimentándolos y protegiéndolos hasta que sean volantones» (Pylman y Fraser, 2006, p. 2). Tal vez se sienta muy cansada, o tal vez esté reservando energía para una segunda camada, ¡quién sabe!

Cuando un Quetzal no tiene pareja, sea el dorado, como el de la foto, o bien el coliblanco, suele atraer a las hembras solteras con su canto, pero para convencer a alguna necesita algo más sustancioso, como un nido en construcción. Si la hembra se le une en la excavación, entonces es probable que continúen siendo pareja por muchos años (Fotografía tomada por Alberto Espinoza)

 
Cabe destacar que la mortalidad de los juveniles es bastante alta, debiéndose sobre todo a la acción de los depredadores. En el caso del Quetzal centroamericano se ha «reportado que el 80% de los polluelos muere antes de emplumar y que el 80% de los restantes muere antes de la adultez» (Collar, 2001, p. 126), siendo de suponer que entre los Quetzales suramericanos suceda algo parecido, hecho que explicaría en parte el por qué los Quetzales parecen no ser muy numerosos. Con todo, ninguno de ellos ha sido colocado en las listas oficiales de especies en peligro o amenazadas, situación que podría cambiar si la destrucción de las selvas nubladas que constituyen su hábitat continúa incrementándose en nuestros países.

 
Aunque los Quetzales son exclusivos del trópico y subtrópico americano, sus primos los Sorocuaces están presentes también en Asia y Africa, habiendo sido este último continente la cuna de la familia Trogonidae que los agrupa. No obstante ello, en Africa sólo habitan tres especies, en tanto que en Asia lo hacen once y en América venticinco, incluidos los cinco Quetzales existentes, siendo el Neotrópico la región biogeográfica con «mayor densidad de especies por unidad de superficie» (Collar, 2001, p. 87).

 
Todos ellos tienen comportamientos parecidos, constituyendo sus maneras aparentemente parsimoniosas y confiadas uno de sus rasgos más intrigantes, lo que ha llevado a algunos a calificarlos de lerdos. Hay quienes piensan, sin embargo, que en este caso las apariencias son engañosas. Por ejemplo, a muchos observadores de aves seguramente les habrá sucedido que al encontrarse con un Sorocuá o un Quetzal perchado de frente éste no huye inmediatamente sino que cambia de posición dándonos la espalda. Pero ¡ojo!, sucede que estas aves, «pueden, como los búhos, voltear la cabeza hasta 180 grados», de modo que lo siguiente que de seguro se verá es cómo el ave, lejos de descuidarse, nos vigilará mirándonos una y otra vez «por sobre los hombros» (Collar, 2001, p. 88), como lo hace la bella Viuda de la montaña [Golden-headed Quetzal] (Pharomachrus auriceps hargitii) de la foto que sigue, un Quetzal de cabeza bronceada, ojos marrones y cola negra que comparte con el Quetzal coliblanco las montañas de Perijá y los Andes y que, como éste, parece ser poco común (Hilty, 2003 [2002], p. 437; Restall et al, 2007 [2006], p. 284).

La Viuda de la montaña de la foto es un macho, lo cual se sabe por el pico amarillo y la cabeza verdosa. La manera como incide la luz solar en el dorso hace que sus plumas se vean azuladas, contrastando con la tonalidad verdosa de la cola. Su despliegue sonoro y visual frontal no obsta para que esté bastante alerta por la retaguardia (Fotografía tomada por Lorenzo Calcaño)

 
En el caso de los Quetzales coliblancos es incluso probable que no nos den la espalda, como se evidencia a través de varias de las fotos que acompañan a este texto en las cuales aparecen dando el frente muy orondos. Más aún, si no se sienten amenazados por el observador, lo cual requiere evitar movimientos bruscos y ruido, puede que continúen perchados así por largo tiempo y que permitan un acercamiento mayor (Restall et al, 2007 [2006], p. 279), haciendo las delicias de los fotógrafos de aves que tengan la suerte de hallarlos en tales momentos de laxitud. Pero si se rebasa la distancia mínima segura, el ave huirá, aunque lo más probable será que lo haga sin alterarse, volviéndose a perchar sólo un poco más lejos aunque dándonos esta vez la espalda.

 
Todo ello hace parte de un comportamiento innato principalmente defensivo, como lo es el ocultamiento, ya que los Quetzales, «a pesar de estar vivamente coloreados de rojo y verde brillante, son sorprendentemente crípticos» (Restall et al, 2007 [2006], p. 279; Skutch, 1944, p. 220), no teniendo tampoco la necesidad de moverse mucho para satisfacer sus necesidades, lo cual era expresado gráficamente por Nigel Collar cuando aseguraba que estas aves «permanecen quietas cuando buscan comida, permanecen quietas cuando la digieren, y el trabajo de captura de la comida les toma apenas segundos» (Collar, 2001, p. 88).

 
Esto último apunta al hecho de que, cuando se requiere, ellas pueden ser muy ágiles. Por ejemplo, su método para apoderarse de las frutas que constituyen su alimento casi único consiste en lanzarse, «a partir de una posición de reposo, sobre un racimo, tomar una fruta con su pico y arrancarla lanzando su peso contra ella mientras se aleja, todo ello sin posarse» (Skutch, 1944, p. 218), momento en el cual el movimiento de la vegetación le permite al observador y al fotógrafo de aves ubicarlo con cierta facilidad. Esa presteza también la aplican cuando se trata de cazar, lo cual hacen principalmente cuando tienen crías que alimentar, a quienes proporcionan inicialmente muchas proteínas animales, vivacidad que asimismo muestran al enfrentar a cualquier intruso que ose acercarse al nido (Labastille et al, 1972, p. 345 y 347) o simplemente penetrar en su territorio, al cual le tienen un apego entrañable.


Este ejemplar nos muestra lo intrincados y encubridores que pueden ser los parajes sombreados donde habita el Quetzal coliblanco. El musgo, componente preciado en los pesebres venezolanos, le da al ave un toque navideño todavía más marcado (Fotografía tomada por Julia La Rosa)

 
En conclusión, será difícil ver a un Quetzal haciendo, fuera del período reproductivo, algo más que mantenerse en reposo casi absoluto escondido entre la vegetación arbórea de la selva nublada, frecuentemente envuelto en la bruma que le da su nombre a esta última, o bien en una rama sombreada, como un colorido muñeco que fungiese de adorno de un árbol paradisíaco de la Sabiduría convertido en árbol de Navidad, a veces cantando melancólicamente, tal vez a la espera de que a él también lo convirtamos en algún momento, para alegría de todos, en emblema aviar de esas hermosísimas fiestas que celebran el advenimiento del Niño Dios, sacándolo así del riesgoso anonimato, lo cual seguramente contribuiría a que esas bellas aves fueran más conocidas y apreciadas y, por esa vía, protegidas de tal modo que se les asegure su conservación dentro del hábitat que constituye su hogar insustituible.

 
Roguemos al niñito Jesús que así sea.

 
¡Felices Pascuas y próspero Año Nuevo para todos!


Bibliografía citada


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