viernes, 15 de noviembre de 2013


Atrapamoscas sangre de toro


[Vermilion Flycatcher] (Pyrocephalus rubinus)


Escrito por Eduardo López

Ilustrado con una pintura de John Gould, otra de François Nicolas Martinet y fotografías tomadas por Carlos Castillejo y Eduardo López
 

Esta es una versión del original publicado en junio de 2011 corregida y actualizada por el autor

 

Imaginémonos sentados en un mecedor o acostados en una hamaca en el corredor exterior de una casa de campo. Es la hora en que la noche cae y la penumbra comienza a invadirlo todo. Muchos insectos voladores parecen animarse. Los que chupan sangre nos hacen sentir su presencia de modo particularmente desagradable. Simultáneamente aparecen moviéndose en el aire de un lado a otro unas silenciosas figuras oscuras. El claro de luna nos permite verlos mejor y verificar de qué se trata. Son murciélagos. De pronto notamos que entre ellos hay uno al que se le ven la cabeza, la garganta, el pecho y el vientre de un rojo fulgurante. Si por casualidad nos contamos entre los muchos a quienes los murciélagos les causan aprensión y además somos algo supersticiosos nos quedaremos pasmados ante semejante visión inesperada que de seguro nos hará exclamar: ¡por Dios, qué es eso!

 
No debe, sin embargo, cundir el pánico ya que el personaje de la «cabeza de fuego rubí», que sería la traducción de su nombre científico (Manara, 2004 [1998], p. 51), es sólo un gracioso Pyrocephalus rubinus, llamado en Venezuela Atrapamoscas sangre de toro, avecilla que, al igual que los murciélagos con que se mezcla en las tinieblas, es totalmente inofensiva para nosotros, lo cual no implica que nuestra reacción no sea comprensible ya que, como dijera atinadamente el biólogo colombiano José Ignacio Borrero (1921-2004), «a estas horas extremas sorprende verlos entrecruzándose y comiendo simultáneamente con los murciélagos que por el mismo tiempo capturan los primeros y los últimos insectos en su faena nocturna» (Borrero, 1972, p. 119).

 

No es frecuente que los atrapamoscas de la familia Tyrannidae presenten un plumaje tan llamativo como el  rojo encendido del Atrapamoscas sangre de toro. Las mejillas, espalda, alas y cola son, en contraste, de un negro amarronado (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
La coincidencia parcial de horarios se debe a que a estas pequeñas aves, que apenas miden en promedio unos 13,5 centímetros y pesan sólo entre 11 y 14 gramos (Alvarez, 2002, Physical Description), les gusta retirarse a dormir después que la noche ha cubierto el paisaje con su oscuro manto, lo mismo que comenzar su faena diaria en la madrugada, al igual que lo hacen los ordeñadores de los Llanos, región donde los Atrapamoscas sangre de toro son bastante conocidos, sobre todo por su presencia en los alrededores de los poblados y por el uso que hacen de las cercas de los potreros y corrales de los hatos como perchas para cazar, exhibirse y descansar.

 
A menos que haya alguna fuente de luz es probable que uno no pueda ver al Atrapamoscas sangre de toro de noche, pero eso no impedirá que se haga notar ya que, como decían Robin Restall y sus colegas, «en Venezuela canta principalmente al anochecer y de madrugada, raramente de día» (Restall et al, 2007 [2006], p. 503). A esas horas, de acuerdo con la opinión del naturalista y literato argentino hijo de norteamericanos Guillermo Hudson (1841-1922), sus «notas parecen más suaves y prolongadas que cuando las emite durante el día» (Hudson, 1872, p. 809), fraseo que el colombiano Borrero describía como un «ti ri bí» que constituiría, en efecto, una variación menos fuerte de su canto más típico, siendo éste un «ti ti ri bí / ti ti ri bí» (Borrero, 1972, p. 121) del cual se deriva el nombre común que se le da a esta ave en Colombia (pueden oírlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/69693).

 
Titiribí es también un municipio del Departamento colombiano de Antioquia, denominación que le viene del nombre del cacique de la etnia Nutabe que habitaba en la zona a la llegada de los españoles en 1541 (Cervecería Unión, 1941, p. 520), lo que permite deducir entonces que la palabra es de origen indígena. Que un cacique tomara para sí el nombre que le daban en su lengua a este pajarito no resulta raro, ya que las aves que portan el color rojo encendido representan un «símbolo solar para muchas culturas americanas» que las han considerado sagradas (Civrieux, 2003 [1974], p. 105). Tan arraigada estaba esa creencia que Hudson, citando al famoso naturalista francés Alcide d’Orbigny (1802-1857), autor de un Viaje a la América Meridional en nueve tomos, uno de los cuales dedicó a las aves, mencionaba entre los nombres indígenas del Pyrocephalus rubinus, además del guaraní «Guira-pitá (Ave roja)», uno que le parecía mucho mejor, como lo era «Quarhi-rahi, que significa Hijo del Sol» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6), denominación con una carga mística tan marcada que los incas la utilizaban para designar a sus soberanos.

 

Hijo del Sol y Cabeza de fuego rubí son nombres que le calzan bien al macho de esta llamativa ave, la cual resalta refulgentemente contra el cielo azul, sobre todo en los hábitats áridos donde le gusta vivir, como este ejemplar fotografiado en la costa de Unare, estado Anzoátegui. Las tonalidades amarillas que se le ven son propias de los recién llegados a la adultez (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
De hecho, no sólo estos atrapamoscas y los soberanos incas sino todo lo que ha habido y hay en la Tierra, incluidos nosotros mismos, seríamos literalmente hijos de algún sol, al menos si nos atenemos a lo sostenido por los científicos que afirman que todos los átomos que han conformado nuestro planeta provendrían de esos astros que llamamos estrellas. El ser nosotros literalmente polvo de estrellas tal vez tenga algo que ver con esa fascinación atávica que a través de la historia pareciera despertar en los seres humanos el color rojo fuego, símbolo no sólo del Sol en torno al cual gira nuestro planeta, sino también del «amor, la calidez, la belleza y la salud, la energía, la excitación, la pasión ardiente y el sacrificio, la angustia, la ira, el peligro mortal, la guerra, el crimen y hasta el propio diablo» (López, 2009). Una muestra de esa fascinación ha sido y es justamente el macho de este Atrapamoscas sangre de toro, ya que la gran mayoría de quienes han dejado referencias sobre él han destacado, diríase que con efusión, el distintivo color rojo encendido que predomina en su plumaje, comenzando por los mencionados aborígenes que lo convirtieron en un ave sagrada.

 
Referencia especial merecen también quienes le pusieron su nombre científico actual, cuyo epíteto de rubinus fue establecido en 1783 por el holandés Pieter Boddaert (1730-1795), quien a su vez se inspiró en el encantador nombre común de «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas» que le diera a este pajarito el famoso naturalista Georges-Louis Leclerc, mejor conocido como Conde de Buffon (1707-1788), uno de los pilares de la Ilustración francesa. En cuanto al género, fue obra del ornitólogo inglés John Gould (1804-1881) quien, a petición del más reconocido de los padres del evolucionismo, que no es otro que Charles Darwin, realizó la descripción de la mayoría de las especies de aves nuevas colectadas por el ilustre científico en su memorable expedición por varios continentes iniciada en 1832 a bordo del Beagle, proporcionando también muchos de los nombres científicos de las ya conocidas, incluido el de Pyrocephalus (Boddaert, 1783, Pl. 42; Buffon,1801 [1770-1783], p. 425; Darwin, 1841, p. 45; Zimmer, 1941, p. 16).

 

François Nicolas Martinet, el más destacado entre los franceses del siglo XIX dedicados a la ilustración de libros, elaboró 973 láminas a color de aves, incluida la que se ve aquí, que fue la N° 675 correspondiente al «Rubí o Atrapamoscas rojo encrestado del río de las Amazonas», primera ilustración a color publicada de esta especie, seguramente basada en un ave disecada ya que el resultado no es muy fiel al ave real

 Charles Darwin incluyó en su libro sobre el viaje del Beagle esta lámina pintada por el ornitólogo e ilustrador John Gould, mucho más parecida al ave viva que la de Martinet, donde aparece un ejemplar macho de una de las subespecies que habitan en las Islas Galápagos, la cual es un poco más pequeña que las subespecies de Tierra Firme

 
Algunos casos paradigmáticos adicionales de deslumbramientos causados por el color de este pajarito deben incluir, de entrada, a uno de los europeos pioneros en difundir con sus escritos las maravillas del Nuevo Mundo, como lo fuera Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), considerado como el primer cronista de Indias, autor que al hablar de los «pájaros que cantan» mencionaba a uno colorado, «de una color tan fina y excelente, que no se puede creer ni ver otra cosa más subida en color, como si fuese un rubí» (Fernández, 1979 [1526], p. 185), descripción que podría por igual aplicarse no sólo al «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas», sino a cualquier otra de las relativamente pocas aves canoras que portan el rojo encendido como color dominante en su plumaje en estos trópicos americanos que tanto inspiraron a Fernández de Oviedo.

 
En una tónica parecida el ya citado Hudson, refiriéndose al Churrinche, nombre que le dan al Pyrocephalus rubinus en el cono sur de nuestro continente, exclamaba que su plumaje era «del escarlata más vivo que se pueda imaginar. Las plumas sueltas de la coronilla, que forman una cresta, son especialmente brillantes, pareciendo un ascua encendida entre el verde follaje», rematando con la aserción de que «al lado del Tiránido, aun los Tangarás arco iris parecen pálidos y los Picaflores, vistos en la sombra, son, sin ninguna duda, de colores opacos» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6).

 
Mencionemos, por último, al prolífico ornitólogo norteamericano Arthur Cleveland Bent (1866-1954), quien lo calificó de «brillante gema flameante, con su prominente cresta de escarlata encendido y su igualmente reluciente pecho rojo escarlata». También opinó que «Pyrocephalus, cabeza de fuego» era «un buen nombre para él» y destacó que en las zonas áridas donde esta avecilla suele habitar sorprendía «ver ese estallido de fulgurante color» que parecía «opacar inclusive a las más brillantes flores escarlatas del desierto» (Bent, 1942, p. 302).

 
Ahora bien, vista la tonalidad resplandeciente del plumaje rojo del macho de esta especie me parece obvio que ese nombre de Sangre de toro que le pusieron en nuestro país a este pajarito resulta inapropiado, ya que, como pusimos de manifiesto al hablar de la tangara llamada en Venezuela Sangre de toro apagado (Ramphocelus carbo), tal denominación hace referencia a una tonalidad de rojo opaco que tira más bien a morado (López, 2010a). Cabe destacar al respecto que ese término se utiliza ante todo para designar un color que se elabora a partir de un insecto. Este animalito, conocido como quermes, vive preferetemente en un árbol semejante a la encina llamado «coscoja», en el cual el insecto produce una «excrecencia o agalla pequeña» denominada «coscojo» y también «grana», la que al ser «exprimida produce color rojo» llamado indistintamente «carmesí» o «grana». Sin embargo, puede suceder que la tonalidad obtenida tire a morado, en cuyo caso se le dice «grana de sangre de toro» y se le considera de calidad muy inferior (Real Academia, 2002, T. I, p. 457, 672 y 1152).

 
Por ello nos parece que el nombre en inglés de «Vermilion Flycatcher» le hace más justicia al rojo intenso que lo adorna, de modo que tal vez algunos piensen que le quedaría mejor llamarlo con su equivalente en español, que sería «Atrapamoscas bermellón», término que designa al «cinabrio reducido a polvo, que toma color rojo vivo» (Real Academia, 2002, T. I, p. 310). Un precedente que hablaría a favor del cambio de nombre es el del ictérido Sturnella militaris, conocido hoy día en Venezuela como Tordo pechirrojo, equivalente al de Red-breasted Blackbill que porta en inglés, pues sucedía que, a pesar de mostrar el macho en su garganta y pecho un rojo nada opaco (verlo aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/3639297240/), fue llamado Sangre de toro cuando menos hasta 1949 (Martín, 1949, p. 97). Pero si nos pareciera que el adjetivo bermellón carece de impacto en nuestro medio por lo poco familiar que nos es, lo cual es verdad, pues entonces llamémoslo, siguiéndonos por el Pyrocephalus de su nombre científico, con el muy expresivo nombre de «Atrapamoscas cabeza de fuego».

 
Una verdadera llamarada pareciera brotar de la cabeza de este ejemplar, lo que justifica expresiones como las de ascua encendida, cabeza de fuego, cresta ígnea y otros que le han dado (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Algo que también ha llamado mucho la atención de varios autores sobre esta avecilla es su aparente ausencia de temor o, como dijera el afamado naturalista y explorador norteamericano Charles William Beebe (1877-1962), «su inmunidad frente al peligro» (Beebe, 1905, p. 71), luciéndole al citado Bent como «dócil y despreocupado» ante su presencia (Bent, 1942, p. 306), lo mismo que a Bruno Manara, quien igualmente notaba que este atrapamoscas no rehuía «la presencia del hombre» (Manara, 2004 [1998], p. 52). Sería interesante desentrañar las causas de esa sorprendente conducta en un ave tan vulnerable, la cual tal vez guarde relación con el hecho de que en la Naturaleza el color rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, sea porque es una comida tóxica o porque inocula un veneno poderoso, lo cual inhibe los ataques de sus enemigos potenciales, posibilidad que se correlaciona con el hecho significativo de que no haya informes sobre depredación contra ejemplares adultos de Atrapamoscas sangre de toro (Ellison et al, 2009, Predation).

 
Otro rasgo muy llamativo del macho de esta agraciada especie son sus elaboradas exhibiciones nupciales y territoriales, conducta que comparte con muchas de las otras aves que también se destacan por su colorido, ya que constituye una manera muy efectiva de sacarle a éste el máximo provecho. Varios autores han descrito este comportamiento en diferentes lugares del amplio rango geográfico del Pyrocephalus rubinus (Hudson, 1872, p. 808-809: Bendire, 1895, p. 323; Bent, 1942, p. 302-303; Benedictis, 1966; Smith, 1967 y 1970; Taylor y Hanson, 1970, p. 315-316; Borrero, 1972, p. 120-123), el cual abarca desde la Argentina hasta los Estados Unidos. Ahora bien, considerando que dichas exhibiciones comprenden una serie de componentes que son muy variables, las descripciones publicadas son en la mayoría de los casos sumamente engorrosas, resultando por ello muy poco digeribles, incluso para alguien familiarizado con este tipo de escritos ornitológicos.

 
En vista de lo anterior y siguiendo la máxima china según la cual una imagen vale más que mil palabras, me pareció que lo mejor sería remitir a mis lectores a algunos videos que mostraran las glamurosas exhibiciones en referencia. Pensé que sería sencillo hallarlos en Internet ya que, según señalan los textos y me consta por experiencia personal, este pajarito tiene costumbres que lo deberían hacer fácil de filmar, como la de establecerse en territorios relativamente pequeños a los cuales está muy apegado, de modo que una vez localizado habrá una alta probabilidad de que cuando uno regrese él continúe allí. Adicionalmente tiene predilección por los lugares muy abiertos y, por tanto, muy visibles, lo que unido a la coloración resplandeciente del macho, su falta de recato y, por si fuera poco, su proverbial carácter poco arisco ya referido, lo hacen susceptible sin dificultades excesivas de aproximaciones cercanas y de ser seguido cuando se desplaza por sus predios.

 

Aquí se ve otro bonito macho en el Hato El Cedral posando para los fotógrafos que estábamos en el transporte para turistas a escasos tres metros frente al imperturbable pajarito que todavía estaba allí cuando el camión arrancó de nuevo (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Esa ausencia de temor, dicho sea de paso, era para Bruno Manara la causa de que ya no se encontraran Atrapamoscas sangre de toro «en la vertiente sur, sino en la zona seca y los espinares del lado norte del Parque El Avila» pues, por ser confianzudo con la gente, «está expuesto al cautiverio por obra de los cazadores furtivos», lo que hace, según él, que aun en la vertiente norte que colinda con el mar Caribe sea «poco frecuente observarlo en la actualidad» (Manara, 2004 [1998], p. 51 y 52). Esa cacería se debería mayormente a su apariencia, ya que su canto está lejos de ser tan llamativo como su coloración, comprendiendo adicionalmente una coreografía nada apropiada, e incluso muy peligrosa para el ave si la ejecutara dentro de una jaula, ya que, como decían Phelps y Meyer y veremos con más detalle de seguidas, el macho «vuela hacia arriba y luego canta al dejarse caer lentamente» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 280). Sin embargo, tal vez pesen además otras razones menos obvias en la rareza de esta especie en el Avila, ya que este pajarito, si bien «es un favorito entre los observadores de aves, no suele ser tomado por los avicultores, ya que los machos tienden a perder sus brillantes colores cuando son atrapados silvestres y encerrados en jaulas» (Wikipedia, 19/11/2013), lo cual se debería a que en las aves este color depende no sólo de la genética sino también de los alimentos que ingieren y del ambiente en que viven.

 
Volviendo a los videos, lamentablemente resultó que, después de pasar varios días buscándolos en Internet infructuosamente, tuve que resignarme a desistir. Entre los por qué de la extraña ausencia de tales videos podría estar lo señalado por uno de los ornitólogos que más ha contribuido a sistematizar el repertorio de despliegues, cantos y llamados de esta ave, como lo ha sido el norteamericano John Smith, quien se quejaba del «montón de tiempo que se requería para el estudio de cada ejemplar» en razón de que «ejecutan muy pocos despliegues», los cuales al parecer se concentran «durante el período reproductivo» (Smith, 1967, p. 601). Esta referencia me hizo sentir afortunado de haber podido presenciar una de tales exhibiciones hecha por un ejemplar al que siempre visito en la Laguna de Unare, cerca del restaurante Pelícano, lo cual me ha permitido además deducir otra razón de la falta aparente de videos en Internet, ya que en esa oportunidad su despliegue me tomó totalmente por sorpresa, de modo que, aunque hubiese tenido mi cámara presta en el modo de video, difícilmente hubiera podido filmarlo ya que duró muy poco y no lo repitió.

 

Las exhibiciones del macho, tanto durante el cortejo como en la defensa de su territorio, son tan llamativas como el plumaje. Este ejemplar combina aquí el efecto visual con el vocal (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Pudiera ser, sin embargo, que el dichoso video sí exista y que no fui lo suficientemente persistente en mi pesquisa, en cuyo caso les agradecería en el alma a quienes sepan de uno, aunque su calidad deje que desear, que nos indicasen dónde se le puede encontrar. Por lo pronto he optado por transcribirles un collage de las inspiradas descripciones con que se regodeaban cuatro ornitólogos de tiempos ya idos, salpicadas con algún aderezo propio, muy diferentes a las frías relaciones que estilan los de ahora, rebosantes de terminología técnica y pesadas cual ladrillo, lo que no quita, por supuesto, que sean una calificada fuente de información muy útil para entender el comportamiento de esta especie. El texto en cuestión quedó así:

 
A partir de su percha, ubicada usualmente en una ramita de un árbol, se ve al macho en su hermoso plumaje rojo ascender 5, 10, 15 metros y hasta más alto en un éxtasis de excitación, con su ígnea cresta erecta, su resplandeciente pecho expandido, su cola alzada y desplegada y sus alas vibrando rápida y sonoramente, suspendiéndose como un Cernícalo y ascendiendo en círculos, asemejando una bola bermeja flotante. A intervalos frecuentes el ave vierte una encantadoramente dulce canción de amor, suerte de sucesión de gorjeos tintineantes y borboteantes semejantes al sonido del agua corriente de una esclusa de cuello estrecho, pero infinitamente más musical y rápido, todo ello para el deleite de la pareja que ha escogido. Repentinamente, a punto ya de agotarse su energía, el galán se deja caer casi verticalmente en una serie de caladas, al estilo de un rapaz, para posarse, evidentemente ufano de su atractiva apariencia, cerca de la pequeñina forma gris destinataria de su refinada representación. Luego ambos se escaparán juntos… a menos que otro aspirante se haya tal vez ganado el amor de la muy ingrata (Hudson, 1872, p. 808; Bendire, 1895, p. 323; Beebe, 1905, p. 92-93; Bent, 1942, p. 303).

 
Esa hembra tan opacada por el macho, de la cual todavía no hablábamos, es un personaje de conducta mucho más discreta que su contraparte masculina, como veremos más adelante. A diferencia del macho, su plumaje presenta variaciones, a veces muy marcadas, entre diferentes grupos de individuos, sobre cuya base han sido reconocidas a través de su rango geográfico una docena de subespecies. En la mayoría de ellas esos colores suelen ser muy poco llamativos, de tonalidades grisáceas por arrriba, blancas en la garganta y blancuzcas con estrías anteadas en el pecho. En la parte ventral se  presentan las mayores divergencias, pudiendo variar desde el blanco hasta el rojo, pasando por diferentes tonalidades rosadas y amarillas, lo cual no sólo se da entre las distintas subespecies sino incluso dentro de algunas de ellas en particular, como la migratoria Pyrocephalus rubinus rubinus de Suramérica.

 
Es importante destacar que, entre todas las subespecies, la que presenta en el vientre la tonalidad roja más subida es la que tenemos en Venezuela, denominada Pyrocephalus rubinus saturatus, palabra esta última que justamente significa «ricamente coloreado» (Jobling, 1991, p. 210), la cual habita también en el noreste de Colombia, en Guyana y en el noreste de Brasil, siguiéndole en intensidad del rojo la subespecie peruana P. r. ardens. Sobre este particular cabe citar al naturalista norteamericano John Todd Zimmer (1889-1957), quien por cierto mantuvo una estrecha colaboración con los Phelps, incluida una revisión de su famosa colección de aves que les permitió descubrir en ella cuatro nuevas especies endémicas de Venezuela que habían sido pasadas por alto, autor que con igual minuciosidad estudió también la avifauna del Perú, pudiendo así describir por primera vez tres de las cinco subespecies reconocidas que hay allí del Turtupilín, como llaman en ese país al Atrapamoscas sangre de toro, incluida la mencionada P. r. ardens. Opinaba Zimmer sobre el punto en cuestión que «el color de la saturatus» alcanzaba, en comparación con el de la ardens, «un extremo mayor en la viveza del color del abdomen» y usualmente tenía «las rayas del pecho más pronunciadas» (Zimmer, 1941, p. 22).

 
Debo advertir aquí a nuestros lectores observadores y fotógrafos de aves que las imágenes de la hembra que aparecen en los libros de Phelps y Meyer (lámina 29) y Hilty (Lámina 45), pintadas por Guy Tudor, parecen haber sido hechas tomando como modelo ejemplares de museo de otras subespecies, seguramente las norteamericanas P. r. flammeus y P. r. mexicanus, ya que tienen en la parte ventral tonalidades respectivamente asalmonadas y rosadas. En contrapartida, la imagen pintada por Robin Restall que aparece en Restall et al (lámina 198) resulta mucho más próxima a los ejemplares vivos con vientres rojos que uno va a encontrarse en el campo.

 
Podría pensarse que esta característica coloración tal vez genere en Venezuela confusión a la hora de diferenciar a las hembras adultas de los machos inmaduros, como sucede con algunas otras especies con dimorfismo sexual, pero en realidad casi siempre es relativamente sencillo distinguirlos ya que el plumaje de las primeras, salvo que se encuentren en período de muda, aparece bastante definido, con los colores bien diferenciados, mientras que el de los segundos suele estar salpicado de plumas rojas dispersas en cantidades variables, sobre todo en la cabeza, la garganta y el pecho, y a veces incluso en el vientre, que es la parte que adquiere primero su color definitivo (ver un ejemplo aquí: http://www.flickr.com/photos/8661450@N04/2851526873/ y otro aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3442360090/).

 

Este ejemplar exhibe por debajo la vistosa tonalidad de rojo propia de la hembra del Pyrocephalus rubinus saturatus. En este caso estamos segurísimos de que es una hembra no sólo por esto sino también porque se encontraba alimentando a su cría en el nido, como se ve en otra foto más adelante, vigilada por el macho desde una percha cercana (Fotografía tomada por Carlos Castillejo)

 

Esta es otra hembra adulta con la coloración típica de la Pyrocephalus rubinus saturatus, la cual estaba también acompañada de un macho, aunque no pude saber si estaba anidando (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
En cuanto a los juveniles, son fáciles de identificar ya que presentan un color gris anteado por arriba y blanco por debajo, sin tonos rojos, con estrías en el pecho (ver uno aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3545778741/). En este caso la única confusión posible sería con la hembra de la ya referida subespecie migratoria sureña Pyrocephalus rubinus rubinus, pues hay muchos ejemplares de ella que, según se puede verificar en Internet, también son blancas por debajo. Esta subespecie llega a Colombia y se sospecha que también lo haga a Venezuela, aunque todavía no hay registros que lo confirmen (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Tampoco he encontrado referencias sobre la presencia en nuestro país del Pyrocephalus rubinus piurae que se encuentra en Colombia y Ecuador, cuya hembra tiene el vientre rosado (pueden ver una aquí: http://ibc.lynxeds.com/photo/vermilion-flycatcher-pyrocephalus-rubinus/female-branch), aunque debo señalar que fotografié en la Laguna de Unare una con un bien definido plumaje adulto que se le parece muchísimo, según se puede verificar en la foto que sigue, aunque pudiera tratarse también de un ejemplar desteñido quién sabe por qué o de una jugarreta de la luz.

 

Al comparar a este ejemplar con las chicas de las fotos anteriores se advierte que su coloración no se parece mucho a la hembra adulta de Pyrocephalus rubinus saturatus sino más bien a la de Pyrocephalus rubinus piurae (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Ahora bien, sea cual fuere la subespecie, resulta que la hembra del Atrapamoscas sangre de toro se diferencia del macho no sólo por su plumaje sino también porque tiene muy poca afición por el exhibicionismo y las vocalizaciones. Más aun, estas últimas no son propiamente cantos sino llamados, en particular uno que hacen tanto el macho como la hembra para «llamar a la pareja o congregar a la familia» (Borrero, 1972, p. 122), que puede ser utilizado también como «llamado de alarma» (Ellison et al, 2009, Sounds). Hay quienes agregan que la hembra emplearía ese sonido como «una invitación al macho para aparearse», pero el único caso referido, no muy convincente por cierto, concernía a ejemplares en cautiverio (Smith, 1967, p. 604), mientras que para las aves silvestres los registros efectuados se ubican dentro de las denominadas situaciones «angustiantes» (agonistic en inglés), como sería una aproximación poco amistosa a la pareja (Smith, 1970, p. 489-490), comportamiento presente también en los machos cuyas motivaciones no han sido bien esclarecidas todavía.

 
Lo que sí está claro es que, cuando el macho llega al empecinamiento en su afán por cautivar a la fémina, recurre a un artilugio casi infalible que suele culminar con la entrega extasiada de ésta al irresistible galán, consistiendo la treta, en palabras del colombiano José Ignacio Borrero, en que, «como acto previo, el macho caza un insecto, vuela con él en el pico y lo ofrece a la hembra, o la hembra que lo ha visto vuela hacia donde él está», siendo el desenlace de esta tierna historia de seducción gastronómica que «el macho entrega el insecto a la hembra e inmediatamente la monta», degustando ella el bocadillo apenas termina el apareamiento (Borreo, 1972, p. 124). Este resultado se debería en realidad a que esta parte del ritual del cortejo parece fungir de evaluación de la disposición del macho para alimentar a la hembra cuando ella esté incubando los huevos, lo mismo que de cooperar posteriormente en el suministro de comida para la prole, que puede alcanzar entre uno y tres pichones.

 
Y en efecto, ése será el comportamiento que seguirá el macho cuando la hembra se acomode en el nido para iniciar la incubación de los huevos, de modo que la madre tendrá la seguridad de que no necesitará descuidar esa tarea por buscar alimento, ya que su consorte le proveerá periódicamente de nuevos bocadillos que degustar (Taylor y Hanson, 1970, p. 317; Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 33 y 34), oportunidad que el libidinoso macho aprovechará de vez en cuando para hacerle el amor rapidito mientras ella engulle el obsequio (Ellison et al, 2009, Behavior).

 
El resto del tiempo el macho estará posado en alguna percha cercana cuidando a su adorada pareja, siendo, según refería Guillermo Hudson, «extremadamente vigilante y violento para repeler a los intrusos», lo cual impide, entre otras cosas, que tenga éxito con ellos la astuta hembra del Tordo mirlo (Molothrus bonariensis), bien conocida por colocar sus huevos en los nidos de otras aves para que éstas los incuben y se ocupen de las crías (Hudson, 1872, p. 809). Unas dos semanas después nacerán los pichones cuya alimentación estará «en gran proporción a cargo del macho, mientras que, para la etapa de pichones grandes, la contribución de cada sexo» será aproximadamente «similar» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 34). Esta atención sigue cuando los volantones abandonan el nido, siendo de destacar que si la hembra «inicia otra postura, tan sólo el padre» continuará atendiendo a la prole previa (Borrero, 1972, p. 128).

 

La hembra construye su nido casi siempre en una horqueta de ramas horizontales con materiales que se confunden con los colores del árbol. Esta hembra, que es la misma que aparece de frente en una foto anterior, alimenta un pichón bastante crecidito al que parece faltarle poco para salir del nido (fotografía tomada por Carlos Castillejo)

 

Esta otra hembra fue fotografiada en La Geraldina, lugar situado varios kilómetros más abajo de La Azulita, en el estado Mérida. En este momento estaba empollando los huevos mientras el macho que aparece en la foto que sigue vigilaba perchado muy alerta en otra rama del mismo árbol (Fotografía tomada por Eduardo López)

 

He aquí el macho consorte de la hembra de la merideña Giraldina, mucho más cercana al Lago de Maracaibo que a los páramos andinos (Fotografía tomada por Eduardo López)

 
Todo el comportamiento reseñado contradice el patrón de conducta que predomina en la mayoría de las otras aves con pronunciado dimorfismo sexual en que el plumaje del macho es muy vistoso, como lo son, por ejemplo, los Saltarines de la familia Pipridae, los cuales son unos narcisistas consumados que ocupan su tiempo en tratar de seducir el mayor número de hembras posible valiéndose de exhibiciones muy elaboradas, renegando de cualquier responsabilidad parental o familiar posterior, según referimos con detalle en un texto de esta serie dedicado al Saltarín cola de hilo (Pipra filicauda) (López, 2010b). De esta suerte el Atrapamoscas sangre de toro sería una excepción de la norma que iguala el dimorfismo sexual acentuado con la ausencia de participación del macho en la crianza de la prole, e incluso de otra que dice que «en las especies con cuidado biparental en las que los machos son más coloridos que las hembras, éstos tienen una menor participación relativa en el cuidado parental» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32).

 
Estos últimos autores citados afirman además que este Atrapamoscas sangre de toro de actuación tan peculiar también es «una especie monógama» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32). Sucede, sin embargo, que aunque nunca hubiera sido sorprendido in fraganti un ejemplar cometiendo adulterio, ello no impide hoy día que se sepa con certeza si lo ha habido o no, pues desde que se inventaron las pruebas genéticas la filiación dejó de ser un hecho inescrutable no sólo en los humanos sino en cualquier otro ser vivo. Ha resultado así que estos pajaritos, a pesar de los pesares, no pasaron la prueba del ADN, habiéndose encontrado en un estudio realizado en México que «entre uno y dos tercios de las nidadas contenían pichones extra-maritales», demostrándose así que «las relaciones fuera de la pareja» eran «relativamente comunes» (Ellison et al, 2009, Behavior). Podemos decir entonces, con conocimiento de causa, que nuestro personaje tiene en realidad algo más que la sola pinta de Don Juan y que tampoco su Dulcinea es tan casta como aparenta.

 

En la Naturaleza el color rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, lo cual inhibe a sus enemigos potenciales. Tal vez allí esté la razón de la actitud relativamente despreocupada ante el peligro que trasluce esta avecilla (Fotografía tomada poe Eduardo López)

 
Todo lo anterior nos indica que el Atrapamoscas sangre de toro ejemplifica una mixtura muy creativa que no calza completamente en ningún esquema o patrón. Para mí tal vez lo más admirable radica en que este pequeñín constituye una prueba palpable de que la aparentemente muy riesgosa combinación de vistosidad con candidez no excluye el éxito vital como especie, ya que se trata de un ave muy «común ampliamente distribuida» en su extenso rango geográfico (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Por ello comparto el asombro de William Beebe cuando, a principios del siglo XX, decía que «esta hermosa criatura debe haber contado con algún talismán que lo ha protegido del sino que pende sobre las aves brillantemente coloridas, pues parece no tener temor de mostrar su belleza» (Beebe, 1905, p. 70). Sólo faltaría agregar el deseo de que ese talismán nunca pierda su poder.

 

BIBLIOGRAFIA CITADA

 

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3 comentarios:

  1. Enjudioso. Poético, alegre y entusiasmante.
    My Family and Other Animals; Birds, Beasts, and Relatives; The Garden of the Gods. Me recordaste a Gerald Durrell, hermano de Lawrence Durrell, El Cuarteto de Alejandría. Un pelo exagerada mi comparación, pero tú sabes cómo somos los maracuchos de regalados frente a la obra madura.
    Muy alta pusiste la vara ¡comme il faut!
    Deseo que escribir tu blog te dé un placer comparable al que nos regalas.
    Alfredo Rosas

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  2. Claro que sí Alfredo, para mi la elaboración de estos escritos representa una distracción sumamente placentera y enriquecedora que disfruto en todas sus fases, desde la selección del ave sobre la cual voy a investigar y escribir hasta el momento de compartir el resultado con esa cantidad de personas que disfrutan de estos artículos.

    Gracias por tus palabras de aliento y... ¡Nos seguimos viendo en la ruta!

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  3. Aviste 2 parejas de estas aves en un potrero cercano a la ciudad de San Cristóbal, Edo. Táchira. Enero,2019

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