Atrapamoscas sangre de
toro
[Vermilion Flycatcher] (Pyrocephalus rubinus)
Escrito por Eduardo
López
Ilustrado
con una pintura de John Gould, otra de François Nicolas Martinet y fotografías
tomadas por Carlos Castillejo y Eduardo López
Esta es
una versión del original publicado en junio de 2011 corregida y actualizada por
el autor
Imaginémonos sentados en un mecedor
o acostados en una hamaca en el corredor exterior de una casa de campo. Es la
hora en que la noche cae y la penumbra comienza a invadirlo todo. Muchos
insectos voladores parecen animarse. Los que chupan sangre nos hacen sentir su
presencia de modo particularmente desagradable. Simultáneamente aparecen
moviéndose en el aire de un lado a otro unas silenciosas figuras oscuras. El
claro de luna nos permite verlos mejor y verificar de qué se trata. Son
murciélagos. De pronto notamos que entre ellos hay uno al que se le ven la
cabeza, la garganta, el pecho y el vientre de un rojo fulgurante. Si por
casualidad nos contamos entre los muchos a quienes los murciélagos les causan
aprensión y además somos algo supersticiosos nos quedaremos pasmados ante
semejante visión inesperada que de seguro nos hará exclamar: ¡por Dios, qué es
eso!
No debe, sin embargo, cundir el
pánico ya que el personaje de la «cabeza de fuego rubí», que sería la
traducción de su nombre científico (Manara, 2004 [1998], p. 51), es sólo un
gracioso Pyrocephalus rubinus,
llamado en Venezuela Atrapamoscas sangre de toro, avecilla que, al igual que
los murciélagos con que se mezcla en las tinieblas, es totalmente inofensiva
para nosotros, lo cual no implica que nuestra reacción no sea comprensible ya
que, como dijera atinadamente el biólogo colombiano José Ignacio Borrero
(1921-2004), «a estas horas extremas sorprende verlos entrecruzándose y
comiendo simultáneamente con los murciélagos que por el mismo tiempo capturan
los primeros y los últimos insectos en su faena nocturna» (Borrero, 1972, p.
119).
No es frecuente que los atrapamoscas
de la familia Tyrannidae presenten un plumaje tan llamativo como el rojo
encendido del Atrapamoscas sangre de toro. Las mejillas, espalda, alas y cola
son, en contraste, de un negro amarronado (Fotografía tomada por Eduardo López)
La coincidencia parcial de horarios
se debe a que a estas pequeñas aves, que apenas miden en promedio unos 13,5 centímetros y
pesan sólo entre 11 y 14
gramos (Alvarez, 2002, Physical Description), les gusta retirarse a dormir después
que la noche ha cubierto el paisaje con su oscuro manto, lo mismo que comenzar
su faena diaria en la madrugada, al igual que lo hacen los ordeñadores de los
Llanos, región donde los Atrapamoscas sangre de toro son bastante conocidos,
sobre todo por su presencia en los alrededores de los poblados y por el uso que
hacen de las cercas de los potreros y corrales de los hatos como perchas para
cazar, exhibirse y descansar.
A menos que haya alguna fuente de
luz es probable que uno no pueda ver al Atrapamoscas sangre de toro de noche,
pero eso no impedirá que se haga notar ya que, como decían Robin Restall y sus
colegas, «en Venezuela canta principalmente al anochecer y de madrugada,
raramente de día» (Restall et al,
2007 [2006], p. 503). A esas horas, de acuerdo con la opinión del naturalista y
literato argentino hijo de norteamericanos Guillermo Hudson (1841-1922), sus
«notas parecen más suaves y prolongadas que cuando las emite durante el día»
(Hudson, 1872, p. 809), fraseo que el colombiano Borrero describía como un «ti
ri bí» que constituiría, en efecto, una variación menos fuerte de su canto más
típico, siendo éste un «ti ti ri bí / ti ti ri bí» (Borrero, 1972, p. 121) del
cual se deriva el nombre común que se le da a esta ave en Colombia (pueden
oírlo aquí: http://macaulaylibrary.org/audio/69693).
Titiribí es también un municipio del
Departamento colombiano de Antioquia, denominación que le viene del nombre del
cacique de la etnia Nutabe que habitaba en la zona a la llegada de los
españoles en 1541 (Cervecería Unión, 1941, p. 520), lo que permite deducir
entonces que la palabra es de origen indígena. Que un cacique tomara para sí el
nombre que le daban en su lengua a este pajarito no resulta raro, ya que las
aves que portan el color rojo encendido representan un «símbolo solar para
muchas culturas americanas» que las han considerado sagradas (Civrieux, 2003
[1974], p. 105). Tan arraigada estaba esa creencia que Hudson, citando al
famoso naturalista francés Alcide d’Orbigny (1802-1857), autor de un Viaje a la América Meridional
en nueve tomos, uno de los cuales dedicó a las aves, mencionaba entre los
nombres indígenas del Pyrocephalus rubinus,
además del guaraní «Guira-pitá (Ave roja)», uno que le parecía mucho mejor,
como lo era «Quarhi-rahi, que significa Hijo del Sol» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6), denominación con una carga
mística tan marcada que los incas la utilizaban para designar a sus soberanos.
Hijo del Sol y Cabeza de fuego rubí
son nombres que le calzan bien al macho de esta llamativa ave, la cual resalta
refulgentemente contra el cielo azul, sobre todo en los hábitats áridos donde
le gusta vivir, como este ejemplar fotografiado en la costa de Unare, estado
Anzoátegui. Las tonalidades amarillas que se le ven son propias de los recién
llegados a la adultez (Fotografía tomada por Eduardo López)
De hecho, no sólo estos atrapamoscas
y los soberanos incas sino todo lo que ha habido y hay en la Tierra, incluidos nosotros
mismos, seríamos literalmente hijos de algún sol, al menos si nos atenemos a lo
sostenido por los científicos que afirman que todos los átomos que han
conformado nuestro planeta provendrían de esos astros que llamamos estrellas.
El ser nosotros literalmente polvo de estrellas tal vez tenga algo que ver con
esa fascinación atávica que a través de la historia pareciera despertar en los
seres humanos el color rojo fuego, símbolo no sólo del Sol en torno al cual
gira nuestro planeta, sino también del «amor, la calidez, la belleza y la
salud, la energía, la excitación, la pasión ardiente y el sacrificio, la
angustia, la ira, el peligro mortal, la guerra, el crimen y hasta el propio
diablo» (López, 2009). Una muestra de esa fascinación ha sido y es justamente
el macho de este Atrapamoscas sangre de toro, ya que la gran mayoría de quienes
han dejado referencias sobre él han destacado, diríase que con efusión, el
distintivo color rojo encendido que predomina en su plumaje, comenzando por los
mencionados aborígenes que lo convirtieron en un ave sagrada.
Referencia especial merecen también
quienes le pusieron su nombre científico actual, cuyo epíteto de rubinus fue establecido en 1783 por el
holandés Pieter Boddaert (1730-1795), quien a su vez se inspiró en el
encantador nombre común de «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas» que
le diera a este pajarito el famoso naturalista Georges-Louis Leclerc, mejor
conocido como Conde de Buffon (1707-1788), uno de los pilares de la Ilustración francesa.
En cuanto al género, fue obra del ornitólogo inglés John Gould (1804-1881)
quien, a petición del más reconocido de los padres del evolucionismo, que no es
otro que Charles Darwin, realizó la descripción de la mayoría de las especies
de aves nuevas colectadas por el ilustre científico en su memorable expedición
por varios continentes iniciada en 1832 a bordo del Beagle, proporcionando también muchos de los nombres
científicos de las ya conocidas, incluido el de Pyrocephalus (Boddaert, 1783, Pl. 42; Buffon,1801
[1770-1783], p. 425; Darwin, 1841, p. 45; Zimmer, 1941, p. 16).
François Nicolas Martinet, el más
destacado entre los franceses del siglo XIX dedicados a la ilustración de
libros, elaboró 973 láminas a color de aves, incluida la que se ve aquí, que
fue la N° 675
correspondiente al «Rubí o Atrapamoscas rojo encrestado del río de las
Amazonas», primera ilustración a color publicada de esta especie, seguramente
basada en un ave disecada ya que el resultado no es muy fiel al ave real
Charles Darwin incluyó en su libro
sobre el viaje del Beagle esta
lámina pintada por el ornitólogo e ilustrador John Gould, mucho más parecida al
ave viva que la de Martinet, donde aparece un ejemplar macho de una de las
subespecies que habitan en las Islas Galápagos, la cual es un poco más pequeña
que las subespecies de Tierra Firme
Algunos casos paradigmáticos
adicionales de deslumbramientos causados por el color de este pajarito deben
incluir, de entrada, a uno de los europeos pioneros en difundir con sus
escritos las maravillas del Nuevo Mundo, como lo fuera Gonzalo Fernández de
Oviedo (1478-1557), considerado como el primer cronista de Indias, autor que al
hablar de los «pájaros que cantan» mencionaba a uno colorado, «de una color tan
fina y excelente, que no se puede creer ni ver otra cosa más subida en color,
como si fuese un rubí» (Fernández, 1979 [1526], p. 185), descripción que podría
por igual aplicarse no sólo al «Rubí rojo encrestado del río de las Amazonas»,
sino a cualquier otra de las relativamente pocas aves canoras que portan el
rojo encendido como color dominante en su plumaje en estos trópicos americanos
que tanto inspiraron a Fernández de Oviedo.
En una tónica parecida el ya citado
Hudson, refiriéndose al Churrinche, nombre que le dan al Pyrocephalus rubinus en el cono sur de
nuestro continente, exclamaba que su plumaje era «del escarlata más vivo que se
pueda imaginar. Las plumas sueltas de la coronilla, que forman una cresta, son
especialmente brillantes, pareciendo un ascua encendida entre el verde
follaje», rematando con la aserción de que «al lado del Tiránido, aun los
Tangarás arco iris parecen pálidos y los Picaflores, vistos en la sombra, son, sin
ninguna duda, de colores opacos» (Hudson, 1920 [1888], Capítulo 6).
Mencionemos, por último, al
prolífico ornitólogo norteamericano Arthur Cleveland Bent (1866-1954), quien lo
calificó de «brillante gema flameante, con su prominente cresta de escarlata encendido
y su igualmente reluciente pecho rojo escarlata». También opinó que «Pyrocephalus, cabeza de fuego» era «un
buen nombre para él» y destacó que en las zonas áridas donde esta avecilla
suele habitar sorprendía «ver ese estallido de fulgurante color» que parecía
«opacar inclusive a las más brillantes flores escarlatas del desierto» (Bent,
1942, p. 302).
Ahora bien, vista la tonalidad
resplandeciente del plumaje rojo del macho de esta especie me parece obvio que
ese nombre de Sangre de toro que le pusieron en nuestro país a este pajarito
resulta inapropiado, ya que, como pusimos de manifiesto al hablar de la tangara
llamada en Venezuela Sangre de toro apagado (Ramphocelus carbo), tal denominación hace referencia a una
tonalidad de rojo opaco que tira más bien a morado (López, 2010a). Cabe
destacar al respecto que ese término se utiliza ante todo para designar un
color que se elabora a partir de un insecto. Este animalito, conocido como quermes, vive preferetemente en un árbol
semejante a la encina llamado «coscoja», en el cual el insecto produce una
«excrecencia o agalla pequeña» denominada «coscojo» y también «grana», la que
al ser «exprimida produce color rojo» llamado indistintamente «carmesí» o
«grana». Sin embargo, puede suceder que la tonalidad obtenida tire a morado, en
cuyo caso se le dice «grana de sangre de toro» y se le considera de calidad muy
inferior (Real Academia, 2002, T. I, p. 457, 672 y 1152).
Por ello nos parece que el nombre en
inglés de «Vermilion Flycatcher» le hace más justicia al rojo intenso que lo
adorna, de modo que tal vez algunos piensen que le quedaría mejor llamarlo con
su equivalente en español, que sería «Atrapamoscas bermellón», término que
designa al «cinabrio reducido a polvo, que toma color rojo vivo» (Real
Academia, 2002, T. I, p. 310). Un precedente que hablaría a favor del cambio de
nombre es el del ictérido Sturnella
militaris, conocido hoy día en Venezuela como Tordo pechirrojo,
equivalente al de Red-breasted Blackbill que porta en inglés, pues sucedía que,
a pesar de mostrar el macho en su garganta y pecho un rojo nada opaco (verlo
aquí: http://www.flickr.com/photos/barloventomagico/3639297240/),
fue llamado Sangre de toro cuando menos hasta 1949 (Martín, 1949, p. 97). Pero
si nos pareciera que el adjetivo bermellón
carece de impacto en nuestro medio por lo poco familiar que nos es, lo cual es
verdad, pues entonces llamémoslo, siguiéndonos por el Pyrocephalus de su nombre científico, con
el muy expresivo nombre de «Atrapamoscas cabeza de fuego».
Una verdadera llamarada pareciera
brotar de la cabeza de este ejemplar, lo que justifica expresiones como las de
ascua encendida, cabeza de fuego, cresta ígnea y otros que le han dado
(Fotografía tomada por Eduardo López)
Algo que también ha llamado mucho la
atención de varios autores sobre esta avecilla es su aparente ausencia de temor
o, como dijera el afamado naturalista y explorador norteamericano Charles
William Beebe (1877-1962), «su inmunidad frente al peligro» (Beebe, 1905, p.
71), luciéndole al citado Bent como «dócil y despreocupado» ante su presencia
(Bent, 1942, p. 306), lo mismo que a Bruno Manara, quien igualmente notaba que
este atrapamoscas no rehuía «la presencia del hombre» (Manara, 2004 [1998], p.
52). Sería interesante desentrañar las causas de esa sorprendente conducta en
un ave tan vulnerable, la cual tal vez guarde relación con el hecho de que en la Naturaleza el color
rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, sea
porque es una comida tóxica o porque inocula un veneno poderoso, lo cual inhibe
los ataques de sus enemigos potenciales, posibilidad que se correlaciona con el
hecho significativo de que no haya informes sobre depredación contra ejemplares
adultos de Atrapamoscas sangre de toro (Ellison et al, 2009, Predation).
Otro rasgo muy llamativo del macho
de esta agraciada especie son sus elaboradas exhibiciones nupciales y
territoriales, conducta que comparte con muchas de las otras aves que también
se destacan por su colorido, ya que constituye una manera muy efectiva de
sacarle a éste el máximo provecho. Varios autores han descrito este
comportamiento en diferentes lugares del amplio rango geográfico del Pyrocephalus rubinus (Hudson, 1872, p.
808-809: Bendire, 1895, p. 323; Bent, 1942, p. 302-303; Benedictis, 1966;
Smith, 1967 y 1970; Taylor y Hanson, 1970, p. 315-316; Borrero, 1972, p.
120-123), el cual abarca desde la
Argentina hasta los Estados Unidos. Ahora bien, considerando
que dichas exhibiciones comprenden una serie de componentes que son muy
variables, las descripciones publicadas son en la mayoría de los casos
sumamente engorrosas, resultando por ello muy poco digeribles, incluso para
alguien familiarizado con este tipo de escritos ornitológicos.
En vista de lo anterior y siguiendo
la máxima china según la cual una imagen vale más que mil palabras, me pareció
que lo mejor sería remitir a mis lectores a algunos videos que mostraran las
glamurosas exhibiciones en referencia. Pensé que sería sencillo hallarlos en
Internet ya que, según señalan los textos y me consta por experiencia personal,
este pajarito tiene costumbres que lo deberían hacer fácil de filmar, como la
de establecerse en territorios relativamente pequeños a los cuales está muy apegado,
de modo que una vez localizado habrá una alta probabilidad de que cuando uno
regrese él continúe allí. Adicionalmente tiene predilección por los lugares muy
abiertos y, por tanto, muy visibles, lo que unido a la coloración
resplandeciente del macho, su falta de recato y, por si fuera poco, su
proverbial carácter poco arisco ya referido, lo hacen susceptible sin
dificultades excesivas de aproximaciones cercanas y de ser seguido cuando se
desplaza por sus predios.
Aquí se ve otro bonito macho en el Hato
El Cedral posando para los fotógrafos que estábamos en el transporte para
turistas a escasos tres metros frente al imperturbable pajarito que todavía
estaba allí cuando el camión arrancó de nuevo (Fotografía tomada por Eduardo
López)
Esa ausencia de temor, dicho sea de
paso, era para Bruno Manara la causa de que ya no se encontraran Atrapamoscas
sangre de toro «en la vertiente sur, sino en la zona seca y los espinares del
lado norte del Parque El Avila» pues, por ser confianzudo con la gente, «está expuesto
al cautiverio por obra de los cazadores furtivos», lo que hace, según él, que
aun en la vertiente norte que colinda con el mar Caribe sea «poco frecuente
observarlo en la actualidad» (Manara, 2004 [1998], p. 51 y 52). Esa cacería se
debería mayormente a su apariencia, ya que su canto está lejos de ser tan
llamativo como su coloración, comprendiendo adicionalmente una coreografía nada
apropiada, e incluso muy peligrosa para el ave si la ejecutara dentro de una
jaula, ya que, como decían Phelps y Meyer y veremos con más detalle de
seguidas, el macho «vuela hacia arriba y luego canta al dejarse caer
lentamente» (Phelps y Meyer, 1979 [1978], p. 280). Sin embargo, tal vez pesen
además otras razones menos obvias en la rareza de esta especie en el Avila, ya
que este pajarito, si bien «es un favorito entre los observadores de aves, no
suele ser tomado por los avicultores, ya que los machos tienden a perder sus
brillantes colores cuando son atrapados silvestres y encerrados en jaulas»
(Wikipedia, 19/11/2013), lo cual se debería a que en las aves este color
depende no sólo de la genética sino también de los alimentos que ingieren y del
ambiente en que viven.
Volviendo a los videos,
lamentablemente resultó que, después de pasar varios días buscándolos en Internet
infructuosamente, tuve que resignarme a desistir. Entre los por qué de la
extraña ausencia de tales videos podría estar lo señalado por uno de los
ornitólogos que más ha contribuido a sistematizar el repertorio de despliegues,
cantos y llamados de esta ave, como lo ha sido el norteamericano John Smith,
quien se quejaba del «montón de tiempo que se requería para el estudio de cada
ejemplar» en razón de que «ejecutan muy pocos despliegues», los cuales al
parecer se concentran «durante el período reproductivo» (Smith, 1967, p. 601).
Esta referencia me hizo sentir afortunado de haber podido presenciar una de
tales exhibiciones hecha por un ejemplar al que siempre visito en la Laguna de Unare, cerca del
restaurante Pelícano, lo cual me ha permitido además deducir otra razón de la
falta aparente de videos en Internet, ya que en esa oportunidad su despliegue
me tomó totalmente por sorpresa, de modo que, aunque hubiese tenido mi cámara
presta en el modo de video, difícilmente hubiera podido filmarlo ya que duró muy
poco y no lo repitió.
Las exhibiciones del macho, tanto
durante el cortejo como en la defensa de su territorio, son tan llamativas como
el plumaje. Este ejemplar combina aquí el efecto visual con el vocal
(Fotografía tomada por Eduardo López)
Pudiera ser, sin embargo, que el
dichoso video sí exista y que no fui lo suficientemente persistente en mi
pesquisa, en cuyo caso les agradecería en el alma a quienes sepan de uno,
aunque su calidad deje que desear, que nos indicasen dónde se le puede
encontrar. Por lo pronto he optado por transcribirles un collage de las inspiradas descripciones
con que se regodeaban cuatro ornitólogos de tiempos ya idos, salpicadas con
algún aderezo propio, muy diferentes a las frías relaciones que estilan los de
ahora, rebosantes de terminología técnica y pesadas cual ladrillo, lo que no
quita, por supuesto, que sean una calificada fuente de información muy útil
para entender el comportamiento de esta especie. El texto en cuestión quedó
así:
A partir de su percha, ubicada
usualmente en una ramita de un árbol, se ve al macho en su hermoso plumaje rojo
ascender 5, 10, 15 metros
y hasta más alto en un éxtasis de excitación, con su ígnea cresta erecta, su
resplandeciente pecho expandido, su cola alzada y desplegada y sus alas vibrando
rápida y sonoramente, suspendiéndose como un Cernícalo y ascendiendo en
círculos, asemejando una bola bermeja flotante. A intervalos frecuentes el ave
vierte una encantadoramente dulce canción de amor, suerte de sucesión de
gorjeos tintineantes y borboteantes semejantes al sonido del agua corriente de
una esclusa de cuello estrecho, pero infinitamente más musical y rápido, todo
ello para el deleite de la pareja que ha escogido. Repentinamente, a punto ya
de agotarse su energía, el galán se deja caer casi verticalmente en una serie
de caladas, al estilo de un rapaz, para posarse, evidentemente ufano de su
atractiva apariencia, cerca de la pequeñina forma gris destinataria de su
refinada representación. Luego ambos se escaparán juntos… a menos que otro aspirante
se haya tal vez ganado el amor de la muy ingrata (Hudson, 1872, p. 808;
Bendire, 1895, p. 323; Beebe, 1905, p. 92-93; Bent, 1942, p. 303).
Esa hembra tan opacada por el macho,
de la cual todavía no hablábamos, es un personaje de conducta mucho más discreta
que su contraparte masculina, como veremos más adelante. A diferencia del
macho, su plumaje presenta variaciones, a veces muy marcadas, entre diferentes
grupos de individuos, sobre cuya base han sido reconocidas a través de su
rango geográfico una docena de subespecies. En la mayoría de ellas esos colores
suelen ser muy poco llamativos, de tonalidades grisáceas por arrriba, blancas
en la garganta y blancuzcas con estrías anteadas en el pecho. En la parte
ventral se presentan las mayores divergencias, pudiendo variar desde el
blanco hasta el rojo, pasando por diferentes tonalidades rosadas y amarillas,
lo cual no sólo se da entre las distintas subespecies sino incluso dentro de
algunas de ellas en particular, como la migratoria Pyrocephalus rubinus rubinus de Suramérica.
Es importante destacar que, entre
todas las subespecies, la que presenta en el vientre la tonalidad roja más
subida es la que tenemos en Venezuela, denominada Pyrocephalus rubinus saturatus, palabra esta última que
justamente significa «ricamente coloreado» (Jobling, 1991, p. 210), la cual
habita también en el noreste de Colombia, en Guyana y en el noreste de Brasil,
siguiéndole en intensidad del rojo la subespecie peruana P. r. ardens. Sobre este particular cabe
citar al naturalista norteamericano John Todd Zimmer (1889-1957), quien por
cierto mantuvo una estrecha colaboración con los Phelps, incluida una revisión
de su famosa colección de aves que les permitió descubrir en ella cuatro nuevas
especies endémicas de Venezuela que habían sido pasadas por alto, autor que con
igual minuciosidad estudió también la avifauna del Perú, pudiendo así describir
por primera vez tres de las cinco subespecies reconocidas que hay allí del
Turtupilín, como llaman en ese país al Atrapamoscas sangre de toro, incluida la
mencionada P. r. ardens.
Opinaba Zimmer sobre el punto en cuestión que «el color de la saturatus» alcanzaba, en comparación con
el de la ardens, «un extremo
mayor en la viveza del color del abdomen» y usualmente tenía «las rayas del
pecho más pronunciadas» (Zimmer, 1941, p. 22).
Debo advertir aquí a nuestros
lectores observadores y fotógrafos de aves que las imágenes de la hembra que
aparecen en los libros de Phelps y Meyer (lámina 29) y Hilty (Lámina 45),
pintadas por Guy Tudor, parecen haber sido hechas tomando como modelo
ejemplares de museo de otras subespecies, seguramente las norteamericanas P. r. flammeus y P. r. mexicanus, ya que tienen en la
parte ventral tonalidades respectivamente asalmonadas y rosadas. En
contrapartida, la imagen pintada por Robin Restall que aparece en Restall et al (lámina 198) resulta mucho más
próxima a los ejemplares vivos con vientres rojos que uno va a encontrarse en
el campo.
Podría pensarse que esta
característica coloración tal vez genere en Venezuela confusión a la hora de
diferenciar a las hembras adultas de los machos inmaduros, como sucede con
algunas otras especies con dimorfismo sexual, pero en realidad casi siempre es
relativamente sencillo distinguirlos ya que el plumaje de las primeras, salvo que
se encuentren en período de muda, aparece bastante definido, con los colores
bien diferenciados, mientras que el de los segundos suele estar salpicado de
plumas rojas dispersas en cantidades variables, sobre todo en la cabeza, la
garganta y el pecho, y a veces incluso en el vientre, que es la parte que
adquiere primero su color definitivo (ver un ejemplo aquí: http://www.flickr.com/photos/8661450@N04/2851526873/
y otro aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3442360090/).
Este ejemplar exhibe por debajo la
vistosa tonalidad de rojo propia de la hembra del Pyrocephalus rubinus saturatus. En este caso estamos segurísimos
de que es una hembra no sólo por esto sino también porque se encontraba
alimentando a su cría en el nido, como se ve en otra foto más adelante,
vigilada por el macho desde una percha cercana (Fotografía tomada por Carlos
Castillejo)
Esta es otra hembra adulta con la
coloración típica de la Pyrocephalus rubinus saturatus, la cual estaba
también acompañada de un macho, aunque no pude saber si estaba anidando
(Fotografía tomada por Eduardo López)
En cuanto a los juveniles, son
fáciles de identificar ya que presentan un color gris anteado por arriba y
blanco por debajo, sin tonos rojos, con estrías en el pecho (ver uno aquí: http://www.flickr.com/photos/37379597@N02/3545778741/). En este caso la única confusión posible sería con la hembra de la ya
referida subespecie migratoria sureña Pyrocephalus
rubinus rubinus, pues hay muchos ejemplares de ella que, según se
puede verificar en Internet, también son blancas por debajo. Esta subespecie
llega a Colombia y se sospecha que también lo haga a Venezuela, aunque todavía
no hay registros que lo confirmen (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Tampoco he
encontrado referencias sobre la presencia en nuestro país del Pyrocephalus rubinus piurae que se
encuentra en Colombia y Ecuador, cuya hembra tiene el vientre rosado (pueden
ver una aquí: http://ibc.lynxeds.com/photo/vermilion-flycatcher-pyrocephalus-rubinus/female-branch), aunque debo señalar que fotografié en la Laguna de Unare una con un
bien definido plumaje adulto que se le parece muchísimo, según se puede
verificar en la foto que sigue, aunque pudiera tratarse también de un ejemplar
desteñido quién sabe por qué o de una jugarreta de la luz.
Al comparar a este ejemplar con las
chicas de las fotos anteriores se advierte que su coloración no se parece mucho
a la hembra adulta de Pyrocephalus rubinus
saturatus sino más bien a la de Pyrocephalus
rubinus piurae (Fotografía tomada por Eduardo López)
Ahora bien, sea cual fuere la
subespecie, resulta que la hembra del Atrapamoscas sangre de toro se diferencia
del macho no sólo por su plumaje sino también porque tiene muy poca afición por
el exhibicionismo y las vocalizaciones. Más aun, estas últimas no son
propiamente cantos sino llamados, en particular uno que hacen tanto el macho
como la hembra para «llamar a la pareja o congregar a la familia» (Borrero,
1972, p. 122), que puede ser utilizado también como «llamado de alarma»
(Ellison et al, 2009, Sounds). Hay quienes agregan que la
hembra emplearía ese sonido como «una invitación al macho para aparearse», pero
el único caso referido, no muy convincente por cierto, concernía a ejemplares
en cautiverio (Smith, 1967, p. 604), mientras que para las aves silvestres los
registros efectuados se ubican dentro de las denominadas situaciones
«angustiantes» (agonistic en
inglés), como sería una aproximación poco amistosa a la pareja (Smith, 1970, p.
489-490), comportamiento presente también en los machos cuyas motivaciones no
han sido bien esclarecidas todavía.
Lo que sí está claro es que, cuando
el macho llega al empecinamiento en su afán por cautivar a la fémina, recurre a
un artilugio casi infalible que suele culminar con la entrega extasiada de ésta
al irresistible galán, consistiendo la treta, en palabras del colombiano José
Ignacio Borrero, en que, «como acto previo, el macho caza un insecto, vuela con
él en el pico y lo ofrece a la hembra, o la hembra que lo ha visto vuela hacia
donde él está», siendo el desenlace de esta tierna historia de seducción
gastronómica que «el macho entrega el insecto a la hembra e inmediatamente la
monta», degustando ella el bocadillo apenas termina el apareamiento (Borreo,
1972, p. 124). Este resultado se debería en realidad a que esta parte del
ritual del cortejo parece fungir de evaluación de la disposición del macho para
alimentar a la hembra cuando ella esté incubando los huevos, lo mismo que de
cooperar posteriormente en el suministro de comida para la prole, que puede
alcanzar entre uno y tres pichones.
Y en efecto, ése será el
comportamiento que seguirá el macho cuando la hembra se acomode en el nido para
iniciar la incubación de los huevos, de modo que la madre tendrá la seguridad
de que no necesitará descuidar esa tarea por buscar alimento, ya que su
consorte le proveerá periódicamente de nuevos bocadillos que degustar (Taylor y
Hanson, 1970, p. 317; Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 33 y 34), oportunidad que
el libidinoso macho aprovechará de vez en cuando para hacerle el amor rapidito
mientras ella engulle el obsequio (Ellison et
al, 2009, Behavior).
El resto del tiempo el macho estará
posado en alguna percha cercana cuidando a su adorada pareja, siendo, según
refería Guillermo Hudson, «extremadamente vigilante y violento para repeler a
los intrusos», lo cual impide, entre otras cosas, que tenga éxito con ellos la
astuta hembra del Tordo mirlo (Molothrus
bonariensis), bien conocida por colocar sus huevos en los nidos de
otras aves para que éstas los incuben y se ocupen de las crías (Hudson, 1872,
p. 809). Unas dos semanas después nacerán los pichones cuya alimentación estará
«en gran proporción a cargo del macho, mientras que, para la etapa de pichones
grandes, la contribución de cada sexo» será aproximadamente «similar» (Fiorini
y Rabuffetti, 2003, p. 34). Esta atención sigue cuando los volantones abandonan
el nido, siendo de destacar que si la hembra «inicia otra postura, tan sólo el
padre» continuará atendiendo a la prole previa (Borrero, 1972, p. 128).
La hembra construye su nido casi
siempre en una horqueta de ramas horizontales con materiales que se confunden
con los colores del árbol. Esta hembra, que es la misma que aparece de frente
en una foto anterior, alimenta un pichón bastante crecidito al que parece
faltarle poco para salir del nido (fotografía tomada por Carlos Castillejo)
Esta otra hembra fue fotografiada en La Geraldina, lugar situado
varios kilómetros más abajo de La
Azulita, en el estado Mérida. En este momento estaba
empollando los huevos mientras el macho que aparece en la foto que sigue
vigilaba perchado muy alerta en otra rama del mismo árbol (Fotografía tomada
por Eduardo López)
He aquí el macho consorte de la
hembra de la merideña Giraldina, mucho más cercana al Lago de Maracaibo que a
los páramos andinos (Fotografía tomada por Eduardo López)
Todo el comportamiento reseñado contradice
el patrón de conducta que predomina en la mayoría de las otras aves con
pronunciado dimorfismo sexual en que el plumaje del macho es muy vistoso, como
lo son, por ejemplo, los Saltarines de la familia Pipridae, los cuales son unos narcisistas consumados que
ocupan su tiempo en tratar de seducir el mayor número de hembras posible
valiéndose de exhibiciones muy elaboradas, renegando de cualquier
responsabilidad parental o familiar posterior, según referimos con detalle en un
texto de esta serie dedicado al Saltarín cola de hilo (Pipra filicauda) (López, 2010b). De esta
suerte el Atrapamoscas sangre de toro sería una excepción de la norma que
iguala el dimorfismo sexual acentuado con la ausencia de participación del
macho en la crianza de la prole, e incluso de otra que dice que «en las
especies con cuidado biparental en las que los machos son más coloridos que las
hembras, éstos tienen una menor participación relativa en el cuidado parental»
(Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32).
Estos últimos autores citados
afirman además que este Atrapamoscas sangre de toro de actuación tan peculiar
también es «una especie monógama» (Fiorini y Rabuffetti, 2003, p. 32). Sucede,
sin embargo, que aunque nunca hubiera sido sorprendido in fraganti un ejemplar cometiendo
adulterio, ello no impide hoy día que se sepa con certeza si lo ha habido o no,
pues desde que se inventaron las pruebas genéticas la filiación dejó de ser un
hecho inescrutable no sólo en los humanos sino en cualquier otro ser vivo. Ha
resultado así que estos pajaritos, a pesar de los pesares, no pasaron la prueba
del ADN, habiéndose encontrado en un estudio realizado en México que «entre uno
y dos tercios de las nidadas contenían pichones extra-maritales», demostrándose
así que «las relaciones fuera de la pareja» eran «relativamente comunes»
(Ellison et al, 2009, Behavior). Podemos decir entonces, con
conocimiento de causa, que nuestro personaje tiene en realidad algo más que la
sola pinta de Don Juan y que tampoco su Dulcinea es tan casta como aparenta.
En la Naturaleza el color
rojo brillante suele ser una advertencia de que su portador es peligroso, lo
cual inhibe a sus enemigos potenciales. Tal vez allí esté la razón de la
actitud relativamente despreocupada ante el peligro que trasluce esta avecilla
(Fotografía tomada poe Eduardo López)
Todo lo anterior nos indica que el
Atrapamoscas sangre de toro ejemplifica una mixtura muy creativa que no calza
completamente en ningún esquema o patrón. Para mí tal vez lo más admirable
radica en que este pequeñín constituye una prueba palpable de que la
aparentemente muy riesgosa combinación de vistosidad con candidez no excluye el
éxito vital como especie, ya que se trata de un ave muy «común ampliamente
distribuida» en su extenso rango geográfico (Hilty, 2003 [2002], p. 613). Por
ello comparto el asombro de William Beebe cuando, a principios del siglo XX,
decía que «esta hermosa criatura debe haber contado con algún talismán que lo
ha protegido del sino que pende sobre las aves brillantemente coloridas, pues
parece no tener temor de mostrar su belleza» (Beebe, 1905, p. 70). Sólo
faltaría agregar el deseo de que ese talismán nunca pierda su poder.
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CITADA
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Flycatcher». Disponible en: http://en.wikipedia.org/wiki/Vermilion_Flycatcher
Enjudioso. Poético, alegre y entusiasmante.
ResponderBorrarMy Family and Other Animals; Birds, Beasts, and Relatives; The Garden of the Gods. Me recordaste a Gerald Durrell, hermano de Lawrence Durrell, El Cuarteto de Alejandría. Un pelo exagerada mi comparación, pero tú sabes cómo somos los maracuchos de regalados frente a la obra madura.
Muy alta pusiste la vara ¡comme il faut!
Deseo que escribir tu blog te dé un placer comparable al que nos regalas.
Alfredo Rosas
Claro que sí Alfredo, para mi la elaboración de estos escritos representa una distracción sumamente placentera y enriquecedora que disfruto en todas sus fases, desde la selección del ave sobre la cual voy a investigar y escribir hasta el momento de compartir el resultado con esa cantidad de personas que disfrutan de estos artículos.
ResponderBorrarGracias por tus palabras de aliento y... ¡Nos seguimos viendo en la ruta!
Aviste 2 parejas de estas aves en un potrero cercano a la ciudad de San Cristóbal, Edo. Táchira. Enero,2019
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